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Hoy como ayer

Quinta entrega de la serie sobre la Revolución Francesa, por el P. Gonzalo Abadie.
Jen Duplessis-Bertaux. Batalla de Tullerías.

Con la ejecución en el patíbulo de Luis XVI en enero de 1793, la Revolución jacobina quemaba las naves, y consumaba lo que ya había sido resuelto por el ala más radical —la Montaña— en el mes de agosto del año anterior, con su arresto; y en setiembre, con la proclamación de la República.

Luis había podido observar, instantes antes de perder la cabeza, la ausencia de la estatua ecuestre de su abuelo, Luis XV, que había sido demolida, y que hasta hacía poco daba nombre a la plaza, que ahora se llamaba Plaza de la Revolución, y que, más tarde, adoptaría ese otro, más sarcástico, más compinche, de Plaza de la Concordia, como memoria jocosa de la multitud de cabezas que, cual pelotas de fútbol, rodaron, incesantes y profusas, seccionadas por la ágil y pulcra guillotina, así como las rodajas de quesos y fiambres se desprenden, rutinarias y mudas, en las fiambrerías de los supermercados, ante la mirada famélica de los consumidores insensibles.

La Plaza de la Concordia, un juego de palabras que se conoce en el mundo de la retórica como ‘antífrasis’, que es una forma del humor o de la ofensa: llamarle gordo a un flaco y viceversa, lumbrera a un tonto, astuto a un despistado, Messi a un tronco bárbaro, salud reproductiva al aborto y un sinfín de ejemplos de los que vive el humor, pero que también las ideologías en boga multiplican a troche y moche, y que, de tanto batir y repetir, van reblandeciendo los sesos, macerando las neuronas sobrevivientes, hasta conseguir subvertir el mundo de las sensaciones, de las percepciones, zarandeándolas y retorciéndolas caprichosamente, de tal modo que las gentes tengan ojos y no vean, oídos y no oigan, bocas y no hablen, y cabezas estrujadas antes de ser cercenadas. Y así, por medio de estos malabares con las palabras, se entra en un mundo mágico, donde las cosas que son no son, y viceversa, y donde antes se veía un hombre, digamos, ahora se imagina una mujer, y viceversa.

Porque queremos la concordia, porque construimos la paz y un mundo nuevo, te volaremos con un buen cohete persuasivo para que te unas a ella, a la concordia, a la paz, y luego, incluso, lo celebraremos juntos. Ayúdanos a afianzar la paz. Y si nos queda alguna neurona, veremos, y de hecho lo vemos en tantísimos videos, que eso acontece también hoy, también en estos momentos. Y depende en qué punto del globo te encuentres, podrás vivirlo en directo si te asomas a la ventana, y hasta sentir el cohetazo en tu propia carne, acaso. Te dirán que es un cohete pacifista y pacífico, pero ponte a pensar que puede tratarse de la vieja y querida antífrasis, y ponte a resguardo, si puedes. Porque además del cohete, tendrás que masticar la antífrasis en el mundo de las noticias y los eslóganes, que lo hará todo más humillante, si sobrevives, pues querrán convencerte del hecho benéfico con que te han estrellado.

En el año 1793 también la Revolución quería ser más y más humanitaria para con sus ciudadanos, y estaba muy lejos de conformarse profiriendo tan solo de palabra los Derechos Humanos ondeados en su pomposa Constitución, recién promulgada y ya abatida, sino que su celo la empujaba a ponerlos en práctica con gran ardor.

Pintura de Horace Vernet.

En este año, en que crecían a la par los Derechos Humanos y el entusiasmo de sus defensores, el señor Joseph Fouché (de talante más bien faché, très faché), en nombre de la Convención, y en su condición de jefe del Tribunal Revolucionario, se dirigió a sofocar las revueltas en la ciudad de Lyon. Quería poner en práctica la antífrasis del cohete solidario. Rápidamente logró restaurar los valores de igualdad, libertad y fraternidad, seriamente comprometidos allí, desarrollando una represión de excelencia, y procediendo a ejecutar a los grupos de incontables detenidos por medio de andanadas de cañonazos a quemarropa, que consideraba más expeditivos que la siega lenta y pausada de la guillotina. Naturalmente, el trabajo en muchos casos debía completarse, porque algunos mutilados, algo renuentes al mensaje revolucionario y a los bombazos, aun en una situación tan elocuente y hasta detonante, se abstenían de morir como correspondía, por lo que debían ser rematados in situ, participándolos así de un final más personalizado y artesanal.

Muy cerca de allí vivía un niño de siete años, llamado Juan María Vianney, que daría que hablar años más tardes, y cuya familia, debió preservar su fe y su vida en esas condiciones tan insalubres, a pesar del Comité de Salud (o Salvación) Pública, cuya figura principal, el Incorruptible Robespierre, se convertía, por entonces, casi en un Sumo Sacerdote que marchaba al frente de la procesión revolucionaria, a rendir culto al Gran Arquitecto del Universo, una especie de deidad abstracta y esotérica, compartida por masones y jacobinos. El racionalismo a ultranza de los iluminados, tan alérgico al fenómeno religioso, había degradado en el ridículo y la superstición carnavalesca. Y el hombre Robespierre, de personalidad aceta, desabrida y circunspecta, envuelto en harapos pintorescos, y sumido en rituales floridos y cursis, se veía ascender divinamente, divinamente adorado por los hombres que, al mismo tiempo, le tenían pavor.

Las revueltas que siguieron al ajusticiamiento del rey se extendieron por casi toda Francia, por sesenta de los ochenta y tres departamentos, de tal suerte que el Gobierno revolucionario llegó a controlar, en un determinado momento, tan solo el centro del país.

A muchos que querían conservar las neuronas sobrevivientes, les inquietaba enormemente el tenor cada vez más terrible y sangriento de la Revolución, que parecía no colmar su medida. No solo no se resignaban a perder las neuronas, sino que tampoco querían perder la conciencia, sus íntimas convicciones. La Revolución estaba de acuerdo con esto. Por entonces se promulgaba la segunda declaración de los Derechos del Hombre. Uno de sus artículos decía así:

“Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”.
Pues bien, en casi todo el país se produjo la insurrección popular contra la Revolución, pero de modo desarticulado, inconexo, lo que permitió una represión y disciplinamiento mucho más fácil. De otro modo, la causa revolucionaria hubiera fracasado. Hubo una zona, eso sí, que dio lugar a una rebelión un poco más terca y mucho mejor organizada, y que se extendió por el oeste francés, a lo largo y ancho de cuatro departamentos, aunque su guerra a muerte sería conocida con el nombre de solo uno de ellos: la Vendée.

Los disturbios se desataron en marzo del 93, y el incidente que hizo sublevar a las poblaciones fue la llegada de los comisarios destinados a ejecutar la leva ordenada por el Gobierno central de París, con el fin de sumar 300.000 nuevos combatientes en la lucha contra los ejércitos de los reinos extranjeros. Hubo resistencias y motines varios, un clima de aversión a la Convención ya suficientemente diagnosticada por las autoridades locales y los militantes de los clubes jacobinos —la red de poder extendida por toda Francia—. La cuestión de la leva era la epidermis del asunto.
El trasfondo de la resistencia era la persecución bestial y en progresión asfixiante ejercida contra su fe católica y contra la Iglesia, cuyas propiedades habían sido robadas, y cuyo clero quería suprimirse por medio de la erección de una nueva Iglesia, apócrifa, cuyos sacerdotes no eran más que funcionarios del Estado; una Iglesia levantada al margen de la comunión apostólica con el santo padre.

El crimen del rey, dos meses antes, había sellado y confirmado definitivamente la dirección anticristiana de la Revolución que en sus comienzos habían apoyado amistosamente, pero que luego habían visto volverse sobre sus conciencias, y amenazar enteramente su libertad. Sus curas y obispos eran perseguidos a muerte, y esos otros, truchos, los ‘juramentados’, pretendían ocupar sus lugares y parroquias, mientras se ordenaba cerrar todas las iglesias y capillas que no hubiesen sido ocupadas por curas constitucionales. Pronto sería abatido el calendario cristiano, y sustituido por uno absolutamente artificial. La Revolución buscaba extirpar su fe, y por ello la consideraban ilegítima, y a sus agitadores, meros usurpadores. En los días que llegaron los comisarios, numerosos grupos de campesinos, sobre todo, se concentraron en distintos puntos en torno a las orillas del Loira. “Preferimos morir en la Vendée antes que acudir a la frontera para defender a los asesinos del rey…” —gritaban a los enviados—; “devuélvannos a nuestros buenos curas, abajo los intrusos”… Era el comienzo de la insurrección, y de la guerra civil. Y finalmente, del exterminio.

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