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Mujer, ahí tienes a tu hijo

Escribe el Pbro. Gonzalo Abadie.
La Virgen del Apocalipsis. Fuente: Melchor Pérez de Holguín

En la escena central del Apocalipsis —una vez sonada la séptima trompeta, la última y definitiva, con la que se daría cumplimiento al plan de salvación— se desarrolla un combate, en apariencia desigual y cruel. Por un lado, “un enorme Dragón rojo como el fuego, con siete cabezas y diez cuernos”. Por otro, una Mujer “revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza”. Pensamos en seguida en la Virgen María. “Estaba embarazada y gritaba de dolor porque iba a dar a luz”. La imagen refuerza la crueldad del Dragón, “la antigua Serpiente, llamada Diablo o Satanás”, “el seductor del mundo entero…”.

La violencia y furia del Dragón son evocados por el aspecto simbólico con que es descrito. Su sola apariencia es abominable. Los cuernos indican su naturaleza eminentemente agresiva; su color, la sangre; la multiplicidad de cabezas, su poderío impresionante, aunque limitado, reforzado por la decena de diademas, las que portan los reyes, como diciendo: “aquí se concentra el poder del mundo”, “los poderes del mundo están a mi servicio”. El desarrollo de los siguientes capítulos mostrará los imperios, los regímenes totalitarios, políticos o culturales o económicos, expresiones históricas, presentes, de modo inevitable, a lo largo y ancho de la historia humana, que el lector, o más bien la comunidad cristiana, debe advertir en el tiempo en que le toca vivir. A un imperio le sucede otro y otro y otro más, hasta que, en el final de la historia, se desplome la última Babilonia.

Es esta una lucha que la comunidad no podrá eludir. Lucha bien actual, es cierto, pero, al mismo tiempo, tan antigua, al igual que certeza futura. La remoción de los primeros cuatro sellos, de los siete que mantienen oculto el contenido del rollo de la historia, había ya presentado a los cuatro jinetes que cabalgan la historia desplegando una batalla portentosa, universal, total, sin cuartel.

El combate de la Mujer en la visión del cielo, ese ‘gran signo’ del capítulo doce del Apocalipsis, permite echar unos vistazos sobre el rollo de la historia, comprender el conflicto que se cierne sobre la humanidad, quiénes son sus verdaderos protagonistas, y cómo debe librarse la contienda.

El Dragón —sigue narrando Juan de Patmos—, arrastra una tercera parte de las estrellas del cielo, precipitándolas sobre la tierra. Es decir, busca invertir la realidad, voltear el orden creado por Dios, y apagar el cielo, debilitar la luz. Que los ‘habitantes de la tierra’ (los que están atados, ensimismados en lo bajo, los que rechazan el cielo), se hagan de la luz, se hagan dioses. Ahí está el plan del enemigo de la Mujer: que los hombres no miren hacia allí, que la historia permanezca clausurada, ciega, oscura, desesperada. Que no se abra el rollo, ese rollo de la historia que se va iluminando ante los ojos de Juan de Patmos, y a través de él, de todos nosotros, en esa misa prodigiosa que reúne a la Iglesia de todos los tiempos, esa misa eterna presidida por el Sumo Sacerdote, Jesucristo, que va removiendo sello por sello, exhumando la historia, que se precipita hacia su final, hacia el final de la batalla, que se ha desplegado desde la primera página hasta la última, hasta que se asome la Jerusalén del cielo. A medida que penetra progresivamente la luz, vamos descubriendo que el Evangelio es el corazón que mueve la historia. Que la Pascua redime los siglos de la fatalidad, de la desesperanza, de la injusticia, encaminándola hacia la meta que, a su vez, es la fuerza que mueve el presente, el brillo del sol que se refleja en la Mujer. Por eso solo hay uno que puede abrir los sellos: el Cordero degollado, el que venció en el Calvario. Los himnos pascuales se alternan con el relato. En la misa eterna encontrarás el sentido de la historia, en ella podrás leer lo que sucede. En la misa los creyentes son preparados para el drama apocalíptico.

“Es esta una lucha que la comunidad no podrá eludir. Lucha bien actual, es cierto, pero, al mismo tiempo, tan antigua, al igual que certeza futura”

Se nos dice algo más del Dragón en ese pasaje: “se puso delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo en cuanto naciera”. Pensamos en el nacimiento de Belén, claro, e incluso en cualquier nacimiento. El Dragón, inexplicablemente, busca arruinar el parto de la Mujer, palabra que nos conduce hasta Eva, hasta el origen de la historia, en que también ella es llamada así: ‘mujer’. Dios dice a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo…”. La Serpiente es presentada como enemiga de la vida, de la descendencia humana, del mismo nacimiento, del mismo parto.

En el Calvario, suspendido en la cruz, poco antes de morir, Jesús se dirige a su madre: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Allí estaba también el discípulo amado. “Luego dijo al discípulo: ‘Aquí tienes a tu madre’”.

Por tanto, en el momento en que Jesús se está muriendo, anuncia que se está por producir un nacimiento. Él mismo había sugerido ya esa idea, ante el asombro de los discípulos, durante la última cena, en su discurso de despedida, cuando comparó su hora, su pascua inminente, con un parto, con la angustia que siente la mujer cuando va a dar a luz, la madre que pronto olvida su dolor al nacer el niño, dolor que cambia en “la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo”. La imagen se encuentra también en boca del profeta Jeremías, que en un oráculo aciago y oscuro, anuncia que Jerusalén atravesará la suerte de una parturienta que dará a luz entre asesinos…

Por supuesto que esta perspectiva del misterio pascual es la que nos permite comprender el bautismo como un nuevo nacimiento. ¡Es al pie de la cruz, de la muerte y resurrección de Cristo, que la madre Iglesia, como una nueva Eva, alumbra la vida! Es al pie de la cruz que el discipulado llega a su madurez, y recibe a la Mujer —la Iglesia— en su vida.

Es este momento que el Dragón quiere evitar. El parto del Apocalipsis, más que de Belén, es el parto del Calvario. Uno de los frutos de la Pascua es el de la generación de vida. La Pascua es fecunda, dice la Escritura. Por eso la Iglesia celebra de modo especial esos nacimientos en la Vigilia Pascual, durante la liturgia bautismal, por la cual se incorporan a aquella sus nuevos hijos, para recibir a la madre, no para abandonarla.

“¡Es al pie de la cruz, de la muerte y resurrección de Cristo, que la madre Iglesia, como una nueva Eva, alumbra nuevos discípulos!”

Naturalmente que hoy nos encontramos ante una realidad conmovedora, inocultable, urgente, palmaria, a pesar de que no forme parte, curiosamente, de la ‘temática’ cristiana. Es un gran agujero que fingimos no ver. Un agujero que se ensancha año tras año. La Mujer parece haber quedado estéril, incapaz de alumbrar nuevos hijos. Un matrimonio sin hijos sabe que el plazo está fijado, y que nadie recibirá la herencia. No es algo menor. Es la amenaza de extinción.

El jardín de los cerezos, de Anton Chejov, alude a una espectacular finca de una familia aristocrática, venida a menos, acuciada por problemas económicos. Finalmente, la realidad se impone: es necesario vender la casa, desde cuyas ventanas se aprecia un hermoso bosque de cerezos, mencionado incluso en las enciclopedias. Los integrantes de la familia se reúnen, pues, con ese fin. Pero nadie se atreve a plantear el tema, demasiado amargo. En cambio, entretanto, alguno acaricia, con nostalgia, los cortinados, o recuerda momentos estelares del pasado, mientras otros quedan sumidos en la melancolía. Cada cual se defiende como puede. La mayoría se refugia en diálogos frívolos, en tomarse el pelo unos a otros, en ocultar sus desdichas, pues se trata de un mundo de simulación, donde en principio no sucede nada, pero en el que es imposible evitar el peso del acontecimiento que se aproxima.

Más difícil es juzgar la esterilidad de la Iglesia. Ciertamente, Satanás trabaja para que ella no tenga más hijos. Pero igualmente cierto es que la fecundidad pasa por la cruz y el Calvario, y que ya no es posible distinguir ni separar el desierto del paraíso, la muerte de la vida. Cristo dirige la Iglesia, la purifica. Y la semilla debe morir para dar fruto.

Eso no nos exime de preguntarnos —¡tantas cosas se plantean como cuestiones de importancia, de examen, de premura, de indagación!— cuántos hijos han entrado en la Iglesia, cuántos nacimientos ha habido. No me refiero a los que abandonaron seguidamente la casa, sino a aquellos que recibieron a su madre. No nos exime de preguntarnos por nuestra infecundidad, ni de preocuparnos por esta cuestión crucial, que, además, constituye la gran alegría de la Iglesia, ¡los hijos que van llegando! Y la respuesta no la vamos a encontrar en expresiones buenistas, en evasivas superficiales, en tentativas vanas o diálogos frívolos o insustanciales, que busquen acallar la realidad insoslayable, el agujero expansivo, que acecha. Hoy no es tan fácil decir: Mujer, ahí tienes a tu hijo.

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