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¿Qué hacer con los miedos? ¿Cómo superarlos?

por María Auxiliadora Cosse

El miedo

El miedo no es sinónimo de cobardía ni de falta de valentía. Es una emoción natural del ser humano que se manifiesta de múltiples y diversas formas. Hoy vamos a referirnos a aquellos miedos más íntimos y a la vez más “difusos”, que nos cuesta identificar como tales pero que inciden profundamente en nuestra vida, actitudes y relacionamiento.

Por ejemplo, cuando reaccionamos en forma diversa a la que quisiéramos y luego nos sentimos vagamente culpables o a veces nos reprochamos severamente por nuestra conducta. O ante un requerimiento de alguna persona para dar nuestro testimonio en su favor, una injusticia que sufre otro ser humano o determinada situación que amerita de nuestra parte algún tipo de actitud en favor de los demás y no nos atrevemos a denunciar o a formular públicamente nuestra opinión, ni tampoco a “hacer nada”.

Lo mismo sucede cuando queremos huir de los sufrimientos que siempre se producen en mayor o menor medida en la vida de cada uno, o cuando llegamos incluso a tener esa sensación difusa e indefinible de sentir miedo por el hecho de tener que continuar viviendo ante circunstancias que afectan seriamente nuestras vidas.

El miedo en los apóstoles y discípulos

Ninguna persona en este mundo se encuentra libre del miedo, ni siquiera los que tenemos fe en Dios. Baste simplemente recordar lo que vivió San Pedro cuando por miedo negó tres veces conocer a Jesús, y luego, arrepintiéndose, “lloró amargamente”.

O los apóstoles cuando navegaban por el mar de Galilea con el propio Jesús en su barca: ante una fuerte tormenta tuvieron miedo de perecer y hasta le “recriminaron” al Maestro. O cuando los discípulos, a pesar de haber visto al Señor resucitado, triunfante nada menos que sobre la muerte, sin embargo “estaban encerrados por miedo a los judíos…”.

El miedo hoy

Ese sentimiento tan fuerte y arrollador que nos lleva a cometer actos de los cuales luego nos arrepentimos, o que nos paraliza de tal manera que aún ni las cosas más rutinarias de la vida logramos enfrentarlas serenamente, lo vivieron ellos hace dos mil años así como también lo vivimos nosotros hoy. Pero así como ellos lograron superarlo  y llegar a ser personas tan valientes que hasta dieron sus vidas por amor a Dios y a sus contemporáneos, nosotros también podemos aprender a enfrentar nuestros miedos.

De hecho, la historia de ese tiempo y la historia que se está escribiendo hoy, está llena de ejemplos de valentía y coraje más allá de lo “humanamente esperable”, como es el caso de los cristianos perseguidos hoy en gran parte del mundo y cuyo sacrificio heroico se llega a “trasmitir por los medios masivos de comunicación”, los cuales sin embargo no reflejan ni siquiera una mínima parte de lo que nuestros hermanos viven en diversas partes del mundo dentro de lo que el Papa Francisco llama “la globalización de la indiferencia”.

Y qué decir de tantos hombres y mujeres que enfrentan día a día anónimamente pero también en forma heroica, diversas dificultades y sufrimientos en este “gran hospital” que es el mundo.

La alegría y la confianza

Jesús pidió reiteradamente a sus apóstoles, a sus discípulos y a todos aquellos que acudían a Él como “ovejas sin pastor”, que no tuvieran temor. Y casi 2000 años después, San Juan Pablo II, al asumir su pontificado nos dijo: “¡No tengan miedo!”.

En forma similar nos siguen exhortando sus sucesores hasta el día de hoy. ¿Cómo hacer entonces para no dejarnos avasallar o paralizar por esa emoción tan fuerte y negativa inherente a nuestra condición humana? La cuestión radica no en pretender vernos siempre libres del “miedo”, sino en lograr superarlo y saber qué hacer con él.

La superación del miedo se logra primordialmente a través de la alegría y de la confianza. Pero no de la confianza en nosotros mismos, sino en Aquél que todo lo puede y que entregó Su vida por cada uno de nosotros: Cristo.

Como dice San Pablo, “todo lo puedo en Cristo que me fortalece”. Tampoco nos referimos a eso que el mundo llama superficialmente alegría, sino a “la alegría del Señor”, a la que Él ofrece.

A pesar de los muchos sufrimientos que San Pablo vivió, sin embargo llegó a decir: “me gozo en las tribulaciones”, o sea que fue capaz de mantener una verdadera alegría, y explicó por qué la tribulación llevada con fe es fuente de virtud, crecimiento interior y mayor gloria en la vida eterna (Rom 5, 1-6; II Cor 4,17).

En definitiva, el sabernos y sentirnos verdaderamente hijos de un Dios que nos ama infinitamente, he ahí el mejor antídoto para el miedo y el desánimo.

Fuente: Quincenario Arquidiocesano "Entre Todos"

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