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Pueblo sacerdotal

Nueva entrega de la serie sobre el Concilio Vaticano II, por Emilia Conde.
El Pueblo de Dios y sus pastores. Fuente: Cathopic

Seguramente algunos lectores recuerden, tal vez de su adolescencia, un libro de Jostein Gaarder titulado El mundo de Sofía y, posiblemente, también recuerden que en las primeras páginas la protagonista es interrogada: ¿Quién eres? Ella responde como muchos lo harían: Sofía Amundsen. Ella da su nombre. ¿Es esa la respuesta buscada? ¿Somos un nombre? ¿Será que Sofía aún no se ha preguntado: ¿Quién soy?

Sin pretender una elaboración filosófica, alguna vez todos nos hemos preguntado ¿quién soy? y también ¿quiénes somos? ¿Cuál es la importancia de conocerme y de conocernos?

Cuando nos pensamos como Iglesia y nos peguntamos por nuestra identidad el apóstol Pedro responde: “Ustedes son pueblo elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las alabanzas de aquel que los ha llamado de las tinieblas a su admirable luz, ustedes que en un tiempo no eran pueblo y que ahora son Pueblo de Dios” (1Pe 2, 9-10).

Asumir la propia identidad es empezar a andar el camino para alcanzar una comprensión más digna y más fiel de la identidad del otro y la del Otro.

Como hemos visto en el Concilio Vaticano II, la Iglesia se pregunta y reafirma su ser y su hacer en la circunstancia histórica concreta que le toca vivir. Somos y nos reconocemos ante otros.

En nuestro intento de introducirnos en el espíritu de este concilio vamos reconociéndonos en esa Iglesia buscadora de su propia identidad, que se define en función de su misión, discernida con la mirada en Cristo, arropada en el Espíritu y dispuesta a asumir la realidad del mundo nuevo en el que está inserta.

Como hemos visto en la constitución Lumen Gentium la Iglesia se reconoce “en Cristo como un sacramento, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1).

Esta es una definición que no puede quedar en una expresión teórica entre otras dado que “Las condiciones de nuestra época hacen más urgente este deber de la Iglesia, el que todos los hombres que hoy están más unidos por múltiples vínculos sociales, técnicos y culturales, consigan también la unidad completa” (LG 1). Por cuanto “fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Teniendo como fin el dilatar más y más el reino de Dios en la tierra” (LG 9).

En el mismo documento se aclara que “todo lo que se ha dicho sobre el pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos. Sin embargo, a los laicos —hombres y mujeres—, por razón de su condición y misión, por ser “hombres de Iglesia en el corazón del mundo y hombres del mundo en el corazón de la Iglesia” (Puebla, Conclusiones, 658) les atañen particularmente, ciertas acciones, cuyos fundamentos han de ser considerados con mayor cuidado”.

“Saben los Pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo. Pues es necesario que todos, abrazados a la verdad en todo, crezcamos en caridad, allegándonos a quien es nuestra cabeza, Cristo” (LG 30).

En ese “todos” se incluyen los laicos que el concilio define, no por la negativa, diciendo que un laico no es un religioso, ni es un ordenado, sino que, lo hace en positivo diciendo lo que un laico realmente es: “Con el nombre de laicos se definen todos los fieles cristianos”, con la sola excepción de “los miembros del orden sagrado y los del estado religioso”.

“Es decir, los fieles que incorporados a Cristo por el Bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde” (LG 31).

La historia de la Iglesia refleja su fe y compromiso con Cristo sumo, único y eterno sacerdote quien “aun siendo Hijo, aprendió la obediencia en sus padecimientos; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos” (Hb 5, 8-9) siendo reconocido y proclamado por el Padre como sumo sacerdote.

“Asumir la propia identidad es empezar a andar el camino para alcanzar una comprensión más digna y más fiel de la identidad del otro y la del Otro”

Desde siempre los fieles de la Iglesia participan en el único sacerdocio de Cristo sacramentalmente y en el último concilio el tema es retomado y explicitado con precisión. Se distingue entre el sacerdocio común de los fieles recibido en el bautismo que los integra al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, del sacerdocio ministerial recibido en el orden sagrado por el que los ordenados hacen presente a Cristo cabeza.

“El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, diferentes esencialmente y no solo de grado, se ordenan el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo”.

“Los bautizados son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Cristo. Por ello todos sus discípulos perseverando en la oración y alabando juntos a Dios ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios, den testimonio de Cristo a quienes lo pidan y den razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos”. “Los fieles en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y la acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante” (LG 10).

Por su parte “el sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el Pueblo de Dios” (LG 10).

La relevancia del tema queda especialmente expresada en el decreto Aspotolicam Actuositatem —Sobre el Apostolado de los Laicos—. Con este decreto se busca intensificar la actividad apostólica de toda la Iglesia y de los laicos en particular visto que los cambios operados en el mundo, dada su “separación del orden ético y religioso”, hacen necesaria una intervención y ayuda de los laicos en el medio que les es propio”.

“Como en la complexión de un cuerpo ningún miembro permanece pasivo” sino que “todo el cuerpo crece según la acción propia de cada uno de sus miembros. También los laicos hechos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de todo el Pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo” (AA 2).

“Por consiguiente todos los fieles cristianos tienen la noble obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres en cualquier lugar de la Tierra” (AA 3).

Esto supone el reordenamiento del mundo entero según Cristo en todos sus niveles. Es el reordenamiento del ámbito propio de la vida del laico. Su espíritu apostólico debe manifestarse especialmente aportando lo que falta a sus hermanos, reanimando a las comunidades y haciéndose sensibles y cercanos en ámbitos muy expuestos como son la familia, los jóvenes y los niños.

El documento expone también la variedad de formas en que esta tarea puede realizarse. Nos habla del apostolado individual, especialmente en contextos francamente adversos donde a veces el pequeño gesto o la actitud de coherencia con el rol que le compete a un cristiano, hombre o mujer de Iglesia, adquiere una elocuencia significativa.

Al mismo tiempo destaca la importancia de estar atentos a los medios que propone el apostolado asociado. Poniendo como ejemplo la actividad de la Acción Católica en la que los laicos tuvieron parte muy importante cooperando activamente con el clero en las áreas de evangelización, consagrándose con su pericia profesional o laboral al servicio de la Iglesia y su misión común.

La recomendación a los pastores es que reciban a estos laicos con gusto y con gratitud. Esto es esencial al apostolado cristiano, la unión entre quienes el Espíritu Santo ha reunido para bien de todos. Concretamente se dirige a los “Obispos, Párrocos y demás Sacerdotes para que tengan presente la necesidad de ejercer el apostolado con todos los fieles, sean clérigos o seglares. Trabajen pues, fraternalmente en la Iglesia y por la Iglesia con especial cuidado de los laicos en sus obras apostólicas” (AA 25).

No podía faltar la mención a la debida formación de los laicos en orden al apostolado que, además de una formación espiritual, requiere una sólida instrucción doctrinal, teológica, y ético-social, sin olvidar la importancia de una cultura general y una formación técnica y práctica adecuada (AA 29).

Apostolicam Actuositatem termina con una exhortación en la que ruega “a todos los laicos que acepten con gozo, con generosidad y corazón dispuesto a la voz de Cristo, pues el mismo Señor los invita a que se unan cada vez más estrechamente, sintiendo sus cosas como propias asociándose a su misión salvadora, con las diversas formas y modos del único apostolado de la Iglesia ofreciéndose como cooperadores aptos para las nuevas necesidades de los tiempos, abundando siempre en la obra de Dios teniendo presente que su trabajo no es vano delante del Señor” (1Cor 15-58; AA 33).

Una exhortación a la que, sin duda, los laicos deberán adherir en conciencia, con responsabilidad, fuerza y confianza en la oración.

Tal vez recordando los consejos de san Ambrosio de Milán especialmente adecuados a la espiritualidad de los laicos:

“Cuando reces no eleves la voz, no hagas exhibición de tu oración y no te pongas en medio de la gente. El que reza en silencio demuestra que tiene fe y que sabe que Dios conoce su corazón y escucha su oración antes de que salga de su boca”.

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