No comments yet

No se puede servir a dos señores

Reflexiones cristianas sobre el dinero y los bienes materiales. Escribe Leopoldo Amondarain.
La avaricia retrasa la conversión. Fuente: V. Bubyk (Unsplash)

El Evangelio de Mateo enseña que no se puede servir a dos señores, porque o bien se amará a uno y se aborrecerá al otro. Y continúa diciendo que no se puede servir a Dios y a las riquezas. 

Frente a esta clara enseñanza de Jesús, vale la pena reflexionar sobre el valor del dinero en la vida de los cristianos. Para empezar, es importante decir que el deseo de poseer es algo natural y legítimo en el ser humano. El problema surge cuando ese deseo se distorsiona, generando en nosotros una actitud negativa o equivocada. Esto es lo que en el cristianismo llamamos pecado de avaricia. Este pecado, apoyándose en ese deseo legítimo de poseer, lo distorsiona y malinterpreta, generando un movimiento que no es bueno. 

Por eso, podemos decir que el pecado no comienza con el amor al dinero o a los bienes materiales, sino con el desorden en dicho amor. Querer el dinero o los bienes materiales es algo natural para el hombre, porque lo necesitamos para sobrevivir. Pero hay que darle su justo lugar. Es decir, como medio para poder existir. Y no convertirlo en un fin en sí mismo. 

San Juan Crisóstomo nos enseña de manera muy expresiva:

“Se llaman riquezas para que las usemos en lo necesario, no para que las custodiemos. Uno es siervo, otro dueño. Custodiar es propio de esclavos. Gastar, de los señores y los que tienen poder. No recibiste riquezas para que las entierres, sino para que las distribuyas”.

San Juan Crisóstomo (347-407), padre y doctor de la Iglesia.

Por tanto, hay que tener cuidado en no terminar siendo esclavo de los bienes materiales, como si con ellos nos fuera la vida. Dios no quiere que seamos esclavos, sino señores. Porque hemos sido creados a su imagen y semejanza. Él es el señor con mayúscula. Y quiere que los hombres seamos señores con minúscula. 

Como suele suceder con muchos pecados, suelen tener una excusa elegante que los disfraza o encubre. En ese sentido, la persona esclava de las riquezas se excusa diciendo que es previsora y responsable. 

Recordamos a san Juan Clímaco cuando enseña:

“El amor al dinero toma pretexto de la enfermedad, prevé la vejez, sugiere la sequía que va a venir y anuncia por adelantado el hambre. Muy sutilmente, el principio del amor al dinero es el pretexto de las limosnas y el fin último es el odio a los pobres”. 

Esta actitud también la advierte san Francisco de Sales diciendo que la gente justificaba la avaricia en razón de los hijos y de la necesaria previsión. Pero en realidad, la previsión nunca se acaba ni será suficiente. 

Todo el tema del dinero es sumamente importante, porque toca lo relacionado con la seguridad. Y la seguridad es una de las necesidades fundamentales del hombre. Y uno de los mecanismos que se pueden desencadenar, apoyándose en esa necesidad, es el de la avaricia. Acumular y acumular, como si de esa manera adquiriésemos seguridad. Pero en el fondo, lo que subyace es el miedo a la muerte. Es como si acumulando no me fuera a morir. 

El evangelio plantea que no se puede servir a Dios y a las riquezas. Fuente: Cathopic

Hay una anécdota muy conocida sobre un joven que solicita entrar en un monasterio. Frente a la solicitud, el abad le pregunta: si tuvieras tres monedas de oro, ¿las darías a los pobres? El joven responde: por supuesto. El abad le vuelve a preguntar: ¿Y si fueran de plata? El joven vuelve a responder: por supuesto. Y por último el abad le pregunta: ¿y si fueran de cobre? Frente a esta última pregunta, el joven contesta: esas no las daría. El abad le pregunta, sorprendido, por qué no las daría. Y el joven responde: porque las tengo. 

La actitud fundamental del cristiano ante el dinero o el conjunto de los bienes materiales tiene que ser la de no olvidar nunca que son unos medios o instrumentos necesarios para el desarrollo armonioso de la vida del hombre. Pero no constituyen el fin de su vida. Es así de sencillo y difícil a la vez.  

El fin de la vida del hombre es Dios. Porque solo él puede saciar el anhelo que hay en su corazón. Y poner como fin de la vida del hombre el acumular dinero o bienes es una equivocación tremenda. 

San Juan Crisóstomo decía:

“Lo mismo que dije que lo malo no es el vino, sino la embriaguez, así les digo que lo malo no es la riqueza, sino la avaricia. Lo malo es el amor desordenado al dinero. Una cosa es el avaro, otra el rico. El avaro no es rico, es un necesitado de muchas cosas”.

La Sagrada Escritura ya lo dice: quien ama el dinero, no se harta de él. Esto es una gran verdad. La gente se cansa de todo, pero algo tiene el dinero que hace que no se cansen de ganarlo. Es realmente curioso. Y lo vemos en mucha gente que ha conseguido mucho dinero y sin embargo, no se harta. “El que ama el dinero no se sacia jamás” nos recuerda el Eclesiastés.

Es bueno darnos cuenta de que la avaricia hace pesado el corazón del hombre en su búsqueda de Dios. Y termina retrasando la conversión. 

San Pablo nos advierte sobre la avaricia: “Los que desean ser ricos se exponen a la tentación, caen en la trampa de innumerables ambiciones, y cometen desatinos funestos que los precipitan a la ruina y a la perdición. Porque la avaricia es la raíz de todos los males”.

La avaricia conduce al hombre a olvidar o negar una verdad fundamental que nuestra fe nos revela acerca de los bienes materiales, que es su destino universal. Porque la propiedad privada tiene que ser siempre ejercida dentro de este destino universal de los bienes. Es decir, Dios ha creado el mundo y lo ha llenado de bienes para todos los hombres. Es legítimo que cada hombre tenga un núcleo de bienes como propiedad privada, pero el uso de esos bienes legítimos se ha de ejercer sin negar el destino universal de todos ellos para todos los hombres. 

Puesto que somos imagen y semejanza de Dios, nos hemos de parecer a él. Y Dios hace salir el sol sobre todos, la lluvia cae para todos y la luna ilumina en la noche a todos. Por tanto, los bienes que hemos recibido son nuestros, pero los tenemos para que a través de nosotros se manifieste que él ama y cuida a todos los hombres. Por tanto, la propiedad privada es legítima, pero debe ser ejercida sin perder de vista la finalidad universal de todos los bienes.

El concilio Vaticano II ha recordado esta verdad enseñada por los Padres de la Iglesia:

"Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás. Por lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficientes para sí mismos y para sus familiares es un derecho que a todos corresponde. Es este el sentir de los Padres y de los doctores de la Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por cierto, no solo con los bienes superfluos". 

Es duro decirlo, pero al hombre avaricioso se le termina secando el corazón. Y de a poco se transforma en una persona despiadada e insensata. Porque termina confiando en unos bienes que son perecederos y que no podrán saciar la sed de su corazón. Aquí recordamos la parábola del rico que tuvo una buena cosecha. Luego de haber logrado llenar los graneros se dice a sí mismo: alma mía, vete a comer porque ya tienes las espaldas cubiertas. Y el Señor le dice: "Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?".

En la Epístola a los Colosenses se da un diagnóstico certero: “la avaricia es una forma de idolatría”. Porque entrega el corazón del hombre a unos bienes creados, cuando debería ser entregado a Dios. Y eso es poner en lugar de Dios lo que no es Dios. 

“Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero”. 

Lo curioso es que tanto san Lucas como san Mateo escriben dinero con mayúscula. Esto es para que caigamos en la cuenta que es un ídolo. Porque el que sirve al dinero lo transforma en un fin y lo convierte en su dios. Y eso es una idolatría.

El mejor remedio contra la avaricia es la limosna. Es el instrumento que tenemos para combatir esa tendencia que hay en todos nosotros de acumular bienes materiales. 

La palabra de Dios insiste mucho en la limosna, haciendo de ella un elemento espiritual de primer orden. Por ejemplo, que purifica al hombre de sus pecados. Si bien tenemos el sacramento de la reconciliación, el pecado deja secuelas en el alma. Y para limpiarlas tenemos la limosna. Ya lo dice el Libro del Eclesiastés: “Así como el agua apaga el fuego, de igual modo la limosna extingue el pecado”.

La limosna purifica el corazón del cristiano. Fuente: Romina Fernández

La limosna también purifica la mirada del hombre. Todos quisiéramos que nuestra mirada llevara y trasmitiera algo de la mirada del Señor. “Den más bien como limosna lo que tienen y todo será puro” relata el Evangelio de san Lucas.

Los Padres de la Iglesia nos recuerdan la importancia de este tema. San Juan Crisóstomo dice:

“Ni la riqueza es un mal, sino el usar mal de la riqueza. Ni la pobreza es un bien, sino el sobrellevar bien la pobreza”.

El rico Epulón no fue condenado por ser rico, sino por ser cruel e inhumano. Y el pobre Lázaro no fue alabado por haber sido pobre, sino por haber sobrellevado su pobreza dando gracias a Dios. Por tanto, lo malo no es tener, sino no dar de lo que uno tiene. Lo bueno no es ser pobre, sino llevar la condición de pobre dando gracias a Dios. 

En el fondo, el partido se juega en el corazón. Y para eso, hay que aprender a manejarnos tanto si somos pobres como si somos ricos. San Juan Crisóstomo lo refleja con una frase magistral: “lo importante es tener un corazón sabio”. Y el corazón sabio si tiene riquezas las comparte, porque reconoce la presencia de Cristo en quien lo necesita. Y si es pobre, lo sabe llevar con sabiduría espiritual. Es decir, sin resentimientos ni envidias y dando gracias a Dios. 

Escribir comentario