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Libertad, fraternidad, igualdad

Cuarta entrega de la serie sobre la Revolución Francesa. Por el Pbro. Gonzalo Abadie.
Toma del Palacio de las Tullrías en 1793. Obra del pintor francés Jean Duplessis-Bertaux (1750-1818)

En diciembre de 1791 el rey había hecho uso de su poder de interponer el veto, concedido por la Constitución, ganándose así la ira, siempre activa por otra parte, de la facción extrema de la revolución, el ala jacobina, especialista en la intimidación por medio de consignas, que lo venía acosando con el mote de “el señor Veto”. Uno de sus vetos concurrió en ayuda de los sacerdotes refractarios ―o sea, de los fieles a Roma―, a los que la Asamblea Nacional Legislativa quería obligar por ley a jurar de una vez por todas su sometimiento. 

De todas formas, la suerte del monarca se había sellado luego del intento de fuga a mediados de año, cuando había sido sorprendido huyendo disfrazado con su familia. Ahora se le había concedido una segunda vida, pero una vida mucho más precaria. Este episodio había sembrado, por primera vez, en algunos cabecillas revolucionarios, la idea de una república que remplazara la monarquía constitucional, es decir, que se quitara de encima, y para siempre, la figura del rey. Por su parte, Luis XVI había recapacitado, y parecía no querer ceder más terreno, sobre todo en la cuestión religiosa, que tanto le pesaba, como creyente convencido que era, afectado sin duda por la viva amonestación del papa sobre la deriva de la revolución y de la Iglesia francesa, que había sido atracada, decapitada, destruida y avasallada por el Estado. Cuando su poder declinaba casi por completo, cuando más desprotegido se hallaba, parece que se hizo de un coraje que hasta entonces no se le había conocido. Pero ya era tarde, demasiado tarde.

Había llegado el momento de mostrarle claramente al rey que no debía obstaculizar la marcha de los acontecimientos. El 20 de junio de 1792, al cabo de unas cuantas sesiones de injurias anti señor Veto, vociferadas por trullas de agitadores frente a los ventanales de las habitaciones reales, a modo de terapia de ablandamiento,  y con la excusa de realizar un desfile en conmemoración de los tres años del Juramento del Juego de Pelota, se llevó adelante una asonada destinada a doblegar al rey. Los amotinados ―era la presentación ante el gran público de los llamados sans-culottes, armados de picas y fusiles, irrumpieron borrachos en el Palacio de las Tullerías, residencia de Luis, sin que la Guardia Nacional lo impidiera. 

Realizaron saqueos, se entregaron a todo tipo de desafueros, intentaron abrir a hachazos las puertas de los aposentos reales, hasta que, finalmente ―no tenía más remedio―, apareció Luis XVI, que debió arrostrar cuatro horas de amenazas, insultos y vejaciones, acorralado por la turba de matones que lo forzó a beber un vino de cuarta, bien berreta ―exhibido con insolencia y afectación entre aquellos esplendores y bambollas de palacio, para sacarse las ganas de ofender un paladar tan refinado―, y a colocarse el gorro frigio, mientras, con aspavientos propios de rufianes, le reprochaban acerbamente los vetos, sin que ninguna fuerza de seguridad viniera en auxilio de su majestad, el rey de Francia, para poner fin a la algarada grotesca. Ya le había sucedido en Versalles. Con todo, también en esta ocasión agónica y patotera, Luis mostró una entereza y un temple poco comunes ―y hasta degustó el repugnante brebaje como si tuviese entre sus manos una copa de champaña―, dignos, por fin, de la magnanimidad de un rey. 

Sabía Luis que se jugaba el todo por el todo, y había solicitado ya al rey de Prusia, secretamente, su intervención. Pero fue Francia la que se adelantó a la declaración de guerra, un hecho que incrementaría la tensión ―si acaso era posible exacerbarla todavía más― cuando los ejércitos extranjeros ingresaran a territorio francés y avanzaran sobre la capital. La facción más intransigente de entre los jacobinos, si cabe la expresión, la de La Montaña ―porque sus diputados se ubicaban en el sector más alto de la gradería de escaños de la Asamblea Nacional, correspondiente a la izquierda radical―, decidió dar un empujón a la evolución de la historia, y renovar las operaciones de los temidos sans-culottes, luego de las libradas el 20 de junio. Ahora debían ser más convincentes, y poner en práctica su profesión de fe en la soberanía del pueblo, de la que tanto se jactaban, ejerciendo para ello la democracia directa y la acción violenta, un servicio que nadie como ellos podía brindar para disciplinar al resto de flojos y mentecatos. Debían convencer al rey con maneras más persuasivas, y de paso, hacer conocer a la Asamblea Legislativa la voluntad popular de que su plazo debía darse por concluido, pues había que inaugurar una nueva fase, la de la Convención, y sacarse de encima la Constitución apenas estrenada. 

Naturalmente, detrás de estas directivas estaban los directivos: Danton, Robespierre…, los muchachos que se movían en las sombras a la espera de cómo se desarrollarían estos acontecimientos espontáneos que habían pergeñado. Así podría decirse que tal vez hubo excesos, solo achacables a energúmenos incontrolables, que actuaban por cuenta propia, algo inevitable.

La muerte de Morat. Obra del pintor francés Jacques-Louis David (1748-1825)

Las hordas de sans-culottes, las fuerzas de choque jacobinas, sumadas a guardias nacionales y otros grupos, unos cuatro mil insurgentes (la leyenda revolucionaria ha multiplicado este número), avanzaron en dos columnas al escuchar las campanas de largada que sonaban en la medianoche del 9 al 10 de agosto en los barrios de los Cordeliers, de Saint-Antoine y Saint-Marcel. En la mañana ya se producían fuertes enfrentamientos frente al Palacio de las Tullerías. Mal aconsejado, el rey decidió buscar refugio en la Asamblea Legislativa, que estaba muerta de miedo, para lo cual debió desplazarse por los jardines, un trecho. Sin embargo, las fuerzas leales al rey, los guardias suizos, mantenían a raya a los asaltantes con gran eficacia. Pero, una vez más, los ruegos de los diputados habían hecho mella en el menguado carácter de Luis, que se echó para atrás, y dio la orden a la Guardia suiza para que rindiera las armas y suspendiera la brava defensa del palacio. Un hecho incomprensible, que se sumaba a una larga lista de decisiones insensatas y torpes del monarca incompetente, y que habría de dejarlo sin amparo ninguno. 

Pero eso no era todo. Una vez que la Guardia obedeció, disponiéndose a regresar a los cuarteles, la cáfila de bárbaros insurrectos se lanzó sobre los hombres inermes, indisimulables en sus uniformes rojos, persiguiéndolos por los salones, habitaciones y corredores, patios y jardines, destrozándolos despiadadamente. “Pronto, en todas las estancias ―confesaba el revolucionario Chaumette, miembro del Ayuntamiento de París, implicado en la masacre― no se veía más que una amplia carnicería de trozos de cuerpos palpitantes, de entrañas humeantes, de cabellos, de armas rotas, de muebles, cristales, tapicerías, todo hecho trizas y mezclado con ríos de sangre humana”. Trozos de unos mil soldados yacían informes y confusos, despedazados por las picas o mutilados por los sables, deformados por los golpes y la saña, o en los patios, aplastados en el piso al ser furiosamente arrojados desde las ventanas del palacio, y rematados salvajemente a continuación. Una procesión del horror, cosa ya habitual, se paseó luego por las calles de París, exhibiendo en lo alto de las picas los despojos de la carnicería. La ciudad se paralizó ante el terror y la abyección, y nadie osaba decir una sola palabra o insinuar ni siquiera un gesto. 

Muchos aprovecharon para huir, para esconderse, para desaparecer. Entre tanto, el rey era llevado preso a la Fortaleza del Temple, la Asamblea era informada por los insurgentes de que tocaba su fin, y que sería sustituida por la Convención, cuya elección habría de realizarse en las próximas semanas. Los legisladores no se animaron ni a chistar. Las tribunas, en cambio, aplaudieron a rabiar las palabras del faccioso que les dirigió la palabra: “Legisladores, no nos queda más opción que secundar al Pueblo”, es decir, a los forajidos al servicio de Danton y compañía. Se les dijo que la Convención habría de dar a luz una nueva Constitución. 

Hubo nombramientos. Entre ellos, Danton fue designado ministro de Justicia. Entonces arreciaron los allanamientos y arrestos, y las cárceles se llenaron de más y más prisioneros del terror: sacerdotes refractarios, guardias suizos, monárquicos, aristócratas y una larga lista de indeseables y descartados. Se procedió al cierre de los periódicos opositores, y las prensas fueron destruidas, y comenzó a perseguirse ferozmente a quienes habían hablado en contra de la jornada carnavalesca del 20 de junio. Los perseguidores de la Revolución se habían convertido, unas horas más tarde, en perseguidos. Se levantaron, otra vez, tribunales populares, y comenzó a funcionar la guillotina, que permitiría matar más gente en menos tiempo.

Por aquellos días finales de agosto convergían varios acontecimientos. Unos treinta mil sacerdotes huían al extranjero, debían elegirse diputados para la Convención ―pero casi nadie se animaba, debido al ambiente sanguinario que reinaba―, y el ejército invasor había ingresado en territorio francés, asediado Verdún, y ahora avanzaba sobre la capital, por lo que Danton había establecido mesas para que miles y miles de hombres se sumaran a las fuerzas de combate. ¿La Revolución tocaba a su final? Un estremecimiento paralizó las agitadas horas parisinas, pero Danton mostró bríos renovados para enfrentar la situación. Una de las motivaciones que entretuvo a La Montaña en esas horas inciertas fue la de una purga preventiva, idea que ha forjado escuela en futuras aventuras revolucionarias. Liquidar al enemigo en las cárceles, por las dudas. La iniciativa sanitaria se propagó desde la prensa: que “las prisiones están llenas de conspiradores”, que es necesaria “una purga preventiva”… No podía faltar la voz de Marat, en El amigo del pueblo: “¡Que la sangre de los traidores empiece a derramarse!”.

Las masacres se desplegaron a lo largo y ancho del mes de setiembre, pero fueron especialmente furibundas durante cinco días: desde el domingo 2 hasta el jueves 6. Las puertas de las cárceles se hallaron milagrosamente abiertas. Por ellas ingresaron los verdugos y jueces, los tribunales populares, así como el público asistente, amigos de la crueldad que disfrutaban de contemplar el espectáculo, cómodamente sentados en bancos instalados para la ocasión. Hubo escenas macabras en las cárceles de Salpêtrière (conocida como La Force), la Conciergerie, la Abadía, Bicêtre, Châtelet, el convento de los Carmelitas… Los prisioneros fueron cayendo por cientos y cientos, a golpe de picas, sables y garrotes, entre insultos y sarcasmos, muchas veces en presencia de familiares. La sangre se arremolinaba en los patios de las prisiones. El espanto parecía interminable. Alguien que le preguntó por lo sucedido a Danton, recibió como respuesta: “¡Me importan un pito los prisioneros! ¡Que se conviertan en lo que puedan!”. La masacre en el Convento de los Carmelitas, que forma parte, actualmente, del Instituto Católico de París, en el Barrio Latino, en que fueron asesinados ciento catorce religiosos, mutilados, degollados, escarnecidos, conoció momentos heroicos en medio de tanta tragedia, y dejó una gran cantidad de mártires para la Iglesia, que se absolvían unos a otros, urgidos por la crueldad y la muerte, antes de caer ellos también, entre gritos, amenazas injuriosas y ruegos a Dios. 

Las jornadas jacobinas era un éxito absoluto. Tanto es así, que la elección final para la Convención tuvo lugar en el propio Club de los Jacobinos, el mismísimo 2 de setiembre. De camino, al cruzar el Pont-au-Change, podían ver las montañas de cadáveres mutilados amontonados, la carne procedente de las prisiones de la Conciergerie y de Châtelet. Pero, en materia de terror, aún no se había colmado la medida. La democracia tiene su precio.

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