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Las llaves de san Pedro

Segunda entrega de la serie del Purgatorio, de Dante Alighieri. Escribe el Pbro. Gonzalo Abadie.
Parte de la ilustración sobre el Purgatorio, de Gabriele dell'Otto

Tienen que correr nueve cantos antes de que los lectores nos detengamos ante la puerta sagrada, que imaginamos imponente, incrustada en la alta muralla, custodiada por un ángel, revestido con ropas del color penitente “de la ceniza o la tierra seca”, que lleva en su mano una espada rutilante y desnuda, que administra las llaves de Pedro, el único que puede autorizar el ingreso al purgatorio propiamente dicho.

¿Qué encontraremos del otro lado? Esa curiosidad casi infantil por conocer el próximo escenario, aunque sosegada o retenida por el interés absorbente de la página en que nos hallemos, no abandona en ningún momento al lector a lo largo y ancho de la Divina Comedia, que nos depara un viaje no tanto a través de un mundo de ideas y pensamientos, como de uno dominado por la escenografía insospechada, por la fuerza de poderosas imágenes que nos introducen casi sin esfuerzo en un mundo que cautiva nuestra imaginación y nos rinde, con frecuencia, a una irresistible emoción estética y espiritual que se apodera de nosotros, sea con sutileza, sea por asalto.

Es cierto que este largo tramo por el antepurgatorio nos ha sorprendido con una cierta monotonía paisajística, si se lo compara con la febril fantasía de los círculos infernales, imprevistos, cambiantes, extraordinarios, animados por turbulentos personajes y por un bestiario de repelentes seres fabulosos. Pero ahora Dante nos ha trasladado a un universo más sutil y leve, menos familiar y sensible, que requiere cierta adaptación, cierta acomodación al nuevo Día que ha comenzado a iluminar el monte del Purgatorio, y cuya gran atracción está en la cima, tan alta que Dante no puede ni siquiera atisbar. Se trata de una altura imposible para los hombres, sería necesario “volar” para alcanzarla, dice, serían necesarias “las alas ligeras y las plumas de un gran deseo”. El Purgatorio descubre y purifica el deseo, aquello que realmente anhelamos. ¿Qué alas podrían hacernos subir ese monte tan alto, tan arduo en principio? ¡El gran deseo de alcanzar la cima! Las alas están en el deseo. ¿No había Dante iniciado su viaje al vislumbrar, desde la selva oscura, la claridad en lo alto? Había luego recorrido las oscuridades del Infierno, reconociendo la profunda realidad del pecado, única vía posible para aceptar la verdad de sí mismo, y escapar a su situación desesperada.

Virgilio le explica que necesita tiempo para adaptarse, como lo necesita el lector. Hay que agarrarle el gusto, aprender lo nuevo:

“Esta montaña es tal que siempre es penosa de subir al empezar, y cuando uno está más arriba, se hace menos difícil”. “Por eso ―concluye el guía― cuando te parezca tan suave que andes ligero como una nave que sigue la corriente, entonces estarás al final de este sendero”.

La misericordia cuesta al principio, pero en la medida que se practica, la vida pesa menos. Conforme se avanza, se anda más cómodamente. La experiencia del perdón, de la reconciliación, de la paz, el verse uno desembarazado de resentimientos y cuentas por cobrar, o por pagar, se va convirtiendo en un hábito, y este, en virtud. ¡Irás sintiendo el cambio! ¡Podrás darte cuenta de que vas aprendiendo, te irás sintiendo mejor, ya vas a ver! Esa luz, ese gran amor que te impulsa, irá iluminando tu camino. Por eso, en el canto VIII, Conrado Malaspina le dirá a Dante, que quien sube por el Purgatorio es semejante a un cirio que no puede arder sin consumirse:

"Así la luz que te conduce hacia lo alto
encuentre en tu voluntad tanta cera
cuanta es menester para llegar al supremo brillo".

La luz está allí, viene a ti, pero, para que surta efecto, para penetrar tu vida, necesita de ti mismo, como el fuego a la cera. Sin tu voluntad, la existencia se apaga. Como sabemos, la imagen del cirio ardiente es un símbolo fundamental del bautizado, que expresa, justamente, la íntima relación con Dios: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (san Agustín), sin tu libre participación. No olvidemos que el Purgatorio es la zona donde la vida se transforma, y por eso corre el tiempo, y las almas, movidas por el gran deseo, están destinadas a remontar la pendiente, a sortear las sucesivas cornisas, a vencer en las distintas fases de purificación, hasta coronar la cima de la montaña. En cambio, tanto el Infierno como el Paraíso están dominados por la inmovilidad, pues las cosas ya están decididas, y no hay vuelta atrás.

Al llegar el atardecer los ímpetus de Dante por apurar el ascenso, se vieron desbaratados al interrogar al poeta Sordello acerca del acceso al Purgatorio. Luego de trazar con el dedo una raya en la tierra ―gesto que recuerda la escena de la mujer adúltera―, respondió:

“Ni siquiera esta raya podrías atravesar después de la puesta del sol. Y no porque otra cosa impidiera subir al monte más que las tinieblas nocturnas. Ellas, con lo imposible, atan la voluntad…”.

Hay una sola razón por la que no podrá cruzar ni siquiera esa raya: las tinieblas de la noche. ¿Pero por qué la alusión a este episodio del evangelio? Bueno, porque seguidamente, Jesús dijo a los presentes:

“Yo soy la luz del mundo.
El que me sigue no andará en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la Vida”.

No se puede andar en tinieblas. La adúltera bien lo sabe. Se acaba de retirar, liberada, iluminada por el perdón que dispersó a sus enemigos, que debieron arrojar las piedras con que iban a lapidarla. Ahora sabe, ella también, que sin esa luz no se ve nada, por lo que no conviene andar a oscuras: “Vete, y no peques más”; vete, y no andes más en tinieblas.

“La ‘vida’ del infierno se repliega sobre sí misma; la del purgatorio, se abre hacia afuera, hacia la luz”

Dos momentos rituales, solemnes y graves, visualmente sobresalientes, enmarcan el antepurgatorio, en cuyo desarrollo, por lo demás, los cantos litúrgicos, que entonan unánimes los grupos de almas que van saliendo al cruce de Dante y Virgilio, proveen el ambiente, preparan y completan la escena que va a tener lugar. El poder de la imagen visual ha cedido el lugar a la auditiva, y la música, como en la ópera, viene en apoyo de la escenografía. Así como Caronte traía en su barca a los condenados del Infierno, que blasfemaban y rechinaban los dientes, una barcaza veloz piloteada por un ángel, trae ahora a un centenar de almas que llegan cantando el salmo 113 ―“Cuando Israel salió de Egipto…”―, haciéndolo propio, celebrando su propio éxodo y liberación. Las almas que terminaron sus días por medio de una muerte violenta, y alcanzaron a clamar la misericordia de Dios, cantan el salmo 50, el Miserere: “Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad”.

En la hondonada florida y espléndida que acoge las almas de los reyes de la época inmediatamente anterior a Dante, un espacio de gran belleza ―“el valle de los príncipes”―, una excepción que destaca entre la acostumbrada roca agreste y áspera, los que se hicieron la guerra sin cuartel y lucharon encarnizadamente entre sí por el poder, se consuelan unos a otros mientras unen sus voces en un coro aristocrático que canta la Salve Regina, el himno a la Virgen María: “a ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas…”. . “Salve, Regina, cantaban las almas que vi sentadas sobre el verde y entre las flores que desde fuera del valle no se veían”.

Y finalmente, en la hora crepuscular, un nuevo himno se escucha en el valle de los príncipes, el Te lucis ante terminum (Antes de que la luz llegue a su término), de Ambrosio, que pide a Dios que en las horas de la noche aleje, de quienes lo invocan, “los fantasmas nocturnos y el engaño de los sueños”, y que los libre de sus enemigos. Precisamente, poco después, Dante verá el intento de la serpiente por introducirse en el jardín de los príncipes. Se trata de una visión simbólica, claro, de la amenaza constante de las acechanzas del maligno en el mundo de la política, ámbito enaltecido por el poeta, pues es allí donde debe plasmarse la justicia inspirada y reclamada por Dios, y objeto, al mismo tiempo, de sus diatribas. Dante profiere acres recriminaciones a los que hicieron de la política un campo de odio y violencia:

“¡Ah Italia esclava, albergue del dolor, nave sin piloto en fuerte tempestad, no señora de provincias, sino meretriz!”.

Si la nota dominante en el Infierno era la soberbia ―recordemos, por ejemplo, al desafiante Capaneo que, torvo y desdeñoso, tendido en los arenales ardientes, indiferente a la lluvia de fuego, se jactaba, ufano, de su destino: “Tal como fui en vida, soy en la muerte―, el Purgatorio, por el contrario, se caracteriza por la humildad, la ductilidad para adaptarse a la subida, y la vida social, el arte de la convivencia, de la vida en comunidad. Dante se emociona hasta el éxtasis al escuchar las dulces notas del coro entonando el Te lucis, y al ver a uno de los príncipes con las manos unidas y las palmas juntas, que parecía decir: “No pienso en cosa ajena a ti”. La ‘vida’ del infierno se repliega sobre sí misma; la del purgatorio, se abre hacia afuera, hacia la luz.

Aquellos dos rituales aludidos marcan la tónica de ese nuevo mundo iniciado en el antepurgatorio. En el canto I, el portero Catón le hace una indicación a Virgilio, concerniente a Dante, una vez que alcance la playa de la isla que se encuentra al pie del monte: que “se ciña un junco liso y lávale el rostro de modo que se extinga toda suciedad”.

Ese doble gesto evoca toda la fuerza del bautismo. Por una parte, su maestro “puso suavemente ambas manos abiertas sobre la hierbecilla”, mojada por el rocío que en aquella parte sombría resistía el sol. Dante acercó sus mejillas, para ser lavado y así recobrar o descubrir “aquel color” oscurecido luego por el pecado del infierno, que lo había hecho llorar tanto. Y por otro, seguidamente, Virgilio le impuso el junco, única planta que en aquella playa podía adaptarse a las combativas olas, sin quebrarse, símbolo de docilidad, de humildad, de victoria sobre la realidad más adversa.

El canto IX se sitúa frente a las puertas del purgatorio, a las que llegó Dante en brazos de santa Lucía, sin advertirlo, porque sucedió mientras dormía. Recordemos que el camino emprendido por Dante había sido posible en virtud de las tres benditas mujeres: la Virgen María, santa Lucía, y Beatriz Portinari, la mujer que echó a andar su conversión, haciéndole ver un amor más grande, más alto. Lucía es parte de este acontecimiento de amor que pone alas al deseo, y provoca saltos iniciáticos en la vida de una persona, hace pasar de una situación a otra que se halla en un nivel notablemente superior.

Los tres escalones por los que se accede a las puertas del purgatorio significan el rito de ese cambio del que hablamos. El primero de ellos, de un mármol tan pulido que refleja la imagen como un espejo, es el punto de partida para entrar en ese nuevo nivel. Representa el examen de conciencia: si miras, verás el mal en ti. El segundo, áspero y rugoso, alude a la confesión verbal ante el sacerdote. A todos nos raspa un poco, pero hay que vencer el sinsabor y pasar ese peldaño. El tercero, rojo como la sangre que brota de una herida, simboliza el cambio de actitud, la reparación que sigue al sacramento, y la decisión de no volver a pecar.

Recién entonces, arrodillado, el Dante personaje pidió humildemente al ángel que abriese la cerradura por misericordia, mientras se golpeaba tres veces el pecho. “Siete veces me escribió (el ángel) en la frente la letra P con la punta de la espada y dijo: ‘Procura lavar estas marcas cuando estés dentro’”. Las marcas remiten a los siete pecados capitales, que corresponderán a las siete cornisas en que se estructura el purgatorio.

Luego el ángel tomó de debajo de sus ropas las llaves de san Pedro:

“Cuando una de estas llaves falla y no gira bien por la cerradura ―nos dijo―, esta puerta no se abre”.

El ángel explicó que la dorada “es más preciosa”. Y lo es porque representa la misericordia de Dios. La de plata, la blanca, la segunda llave, es, sin embargo, “la que impulsa el resorte” de la cerradura, y “requiere el empleo de más ingenio”. Una alusión al ministerio sacerdotal, a la mediación del ministro de Dios, que debe administrar el perdón, escuchar, discernir, comprender, buscar las palabras adecuadas… ¡Notable!

“De Pedro las recibí, y me dijo que me equivocase antes por abrir la puerta que por tenerla cerrada, con tal de que los pecadores se postrasen a mis pies”.

Si hay un margen de error, que sea a favor del perdón, no de la severidad. ¡Esas son las instrucciones de Pedro!

Una vez abiertas las puertas, cruzaron el umbral, y a Dante le pareció escuchar un nuevo himno, el Te Deum laudamus (A ti, oh Dios, te alabamos).

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