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El final de la historia

El año litúrgico, al llegar a su término, nos transporta hacia el final de los tiempos, en que nuestras vidas conocerán su desenlace definitivo.
La parábola de los talentos, de Willem de Poorter. Fuente: Galería Nacional de Praga

Con dos parábolas y una visión postrera de la humanidad, allá, en el borde de la historia y del cosmos, los evangelios de los últimos tres domingos nos conducen al final de los tiempos. Así, de repente. Tan de repente como suelen terminar las cosas, y los días, los meses, los años. “Somos los que se van”, dice el poeta argentino. La conmemoración de los fieles difuntos son las campanas que tocan a rebato en los comienzos de noviembre para despertar a los viajeros adormilados: quizá tu destino sea la próxima estación. El repicar de campanas se propaga resonando en estos domingos, y el efecto de sus golpes nos alcanza como las trompetas del Apocalipsis, sorprendentes, solemnes, inquietantes y dramáticas. 

El fin ha llegado. La historia de la humanidad se precipita y desemboca en alguno de estos grandes frescos que representan el momento anunciado y a la vez desconcertante que separa y enlaza dos mundos, la frontera que solo atinan a expresar las imágenes, que se proyectan en el horizonte para ser contempladas como nos sucede ante un maravilloso atardecer en la rambla, o en el campo, que sustrae toda nuestra atención y nos arrebata del trajín de las cosas menudas y los ruidos cotidianos. 

El final será como una boda a la que estás invitado, pero ¿estarás preparado para entrar en ella o quedarás fuera? Será como un arreglo de cuentas de lo que hiciste con tu vida, pero ¿podrás arreglarlas? Será un veredicto, será un juicio inevitable, inexcusable y universal, pero ¿el fallo será a tu favor o en contra? 

Estas tres sensaciones confieren una gravedad indisimulable al asunto, un sentimiento de incomodidad, un escozor embarazoso. Tendemos a defendernos, en un primer momento, de esta instancia forense, de ese tribunal que nos acecha con su apremio moral. Nos pasa por la cabeza la acusación del servidor que no hizo producir su talento: “Señor, sé que eres un hombre exigente: cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido”. Podemos advertir, tras ese novio, tras ese señor que regresa de un viaje, y tras el juez ante el que comparecen todas las naciones, una presencia amarga de Jesús, que nos hará pasar un mal rato, y que puede desconocernos y cerrarnos las puertas de la fiesta nupcial, o puede echarnos “a las tinieblas” donde “habrá llanto y rechinar de dientes”, o arrojarnos “al fuego eterno que fue preparado para el diablo y sus ángeles”… Y lo de la ‘buena noticia’, el llamado ‘evangelio’, ¿en que quedó?

La parábola de las vírgenes. Grabado de William Blake.

Muchos de nosotros podemos tragar saliva y pensar: entonces estoy perdido. ¿No podría contarme en el grupo representado por las jóvenes que se quedaron sin luz, que se durmieron sin tener suficiente aceite para que las antorchas iluminaran el camino hasta la casa del novio, donde tendría lugar la fiesta? Si, finalmente, esa antorcha está aludiendo a mi propia existencia, a mi vida como cristiano, a mi condición bautismal significada en el cirio encendido, de acuerdo a las palabras del ritual pronunciadas por el ministro ―“Recibe la luz de Cristo”―; si mi vida debiera ser una fuente de luz para quienes me rodean ―“ustedes son la luz del mundo”―; si todo esto es así, entonces, ¿no estoy perdido?

¿Podría decir que los talentos que he recibido han hecho de mí una persona generosa, produciendo vida en su entorno? ¿O más bien intuyo que las cosas no son tan así, y que bien podrían acusarme de una vida mezquina, minada por el egoísmo y los intereses personales, alguien capaz de preocuparse fundamentalmente por sí mismo y nada más, como aquel que enterró su talento en un pozo, resignado a que las cosas tenían que ser así, sin alma, sin esperanza, sin otros, sin dar nada, sin amor? Si las cosas son así, ¿no estaré perdido?

Y si el Señor me mostrarse los presos que pude visitar y no visité, los necesitados que pude socorrer compartiendo algo de lo que tengo, los enfermos y abandonados por alguna situación que dejé de lado… Incluso, quizá mi forma de vivir esté tan anestesiada que podré decir: ¿cuándo, cuándo sucedió eso, Señor? Si él pasase revista a mis días en la tierra, ¿no estaré perdido?

Estos evangelios son verdaderos trompetazos que anuncian el juicio, no cabe duda. Anuncian que la historia no es oscura ni caótica ni un sin ton ni son, un mero azar, y mucho menos el triunfo de los poderosos, de los que tiran bombas, de las mafias, de los criminales. La historia no le pertenece a Satanás. La historia solo puede ser valorada de acuerdo a un tribunal de justicia, de verdadera justicia.

Y si consideramos los evangelios con ponderación, si miramos más serenamente estos grandes frescos que la Iglesia pone ante nuestros ojos en estos domingos, veremos que no son solo un adelanto de lo que será, sino que nos ofrecen un diagnóstico para conocer la verdad del presente que vivimos. Nos despiertan, nos liberan de la mentira y el sopor del consumo, de la evasión, del pesimismo, del autoengaño, ¡del egoísmo! Si estás sin luz, si enterraste lo que tenés para dar (¡tanto para dar, tanto que has recibido!), si no te interesa nadie que necesita de vos, entonces tu vida ya está perdida. No es necesario que nadie venga a decirlo siquiera. 

Los discípulos tuvieron esta sensación de estar perdidos al escuchar decir a Jesús que sería más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja, que un rico entrara en el Reino de los Cielos. Tal vez, seguramente, Pedro y los otros tenían atragantadas algunas otras enseñanzas de Jesús que les hacían pensar en Dios como alguien pasado de rosca, de severidad. Demasiada exigencia. Surgió la protesta: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?”. La respuesta fue igualmente inesperada: “Para los hombres esto es imposible, pero para Dios todo es posible”.

Imagino a Jesús con una amplia sonrisa al decir esas palabras. ¡Ustedes se están olvidando de Dios! Sin Dios es imposible vivir de acuerdo a las expectativas suyas, las del propio Dios. Una vida sin Dios, no es vida. Dios quisiera que fuesen santos, todos, porque así es él. En realidad, solo él. Solo Dios es santo. Solo Dios es amor. 

"Los discípulos tuvieron esta sensación de estar perdidos al escuchar decir a Jesús que sería más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja, que un rico entrara en el Reino de los Cielos"

Pero ellos no entendían mucho, como no entendemos tampoco nosotros, que hacemos alarde de ignorancia cada vez que pensamos “ay, estoy perdido”, y nos vence el miedo. Solo decimos eso cuando nos gana la Ley fría y dura, las exigencias morales del evangelio, y nos olvidamos de quién es Cristo y cuál es la justicia que trajo al mundo. “Pero ahora, sin la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios […] por la fe en Jesucristo, para todos los que creen”. Pablo nos recuerda que somos “justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús”. ¡En virtud de la redención cumplida por Cristo Jesús! Esto quiere decir que somos justificados ―que Dios hace justicia en nosotros― gracias al perdón que nos regaló en la cruz, esa fuerza que obra en nuestros corazones y conciencias, lentamente, el Espíritu Santo, si le dejamos hacer, si creemos en él, si no le tenemos miedo.

Las tres visiones finales del año litúrgico buscan despertarnos, sacudirnos, para que volvamos a la fe, al Dios verdadero, que podemos entrever en ese novio enamorado que nos da su luz para el camino; en ese señor cuya amistad nos permite darnos a los demás; en ese juez que nos rescata del encierro a través de las necesidades de los otros. Será también Pablo, inflexible defensor de los rigores de la Ley, en su vida vieja, quien dirá que “todo depende no del querer o del esfuerzo del hombre, sino de la misericordia de Dios”. Es ese amor el que nos devuelve la paz y reencamina nuestros pasos en la dirección señalada por los tres evangelios.

Los tres textos que iluminan el momento final de la historia, revelan, precisamente, la falta de fe en Jesús: las jóvenes que ya no iluminan, o sea, vacías de toda presencia íntima del Señor, y por eso el novio ni siquiera las tiene en el radar: “Les aseguro que no las conozco”. En cuanto al hombre que enterró el talento, sabemos por él mismo que desconfiaba y recelaba gravemente del señor que le había confiado sus bienes. Respecto a los ‘malditos’ del evangelio del juicio final, también ellos mismos expresan su desconcierto de la presencia de Jesús: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso…?”. Reconocen no haberlo tratado a lo largo de sus vidas. 

Sí, nos salvamos por la fe y las obras, pero estas últimas son el fruto de aquella, ofrecida a cambio de nada, gratuitamente. Las obras son la expresión visible de una relación viva con Cristo. “Porque es Dios quien produce en ustedes el querer y el hacer, conforme a su designio de amor” (Flp 2, 13). 

"Sí, nos salvamos por la fe y las obras, pero estas últimas son el fruto de aquella, ofrecida a cambio de nada, gratuitamente"

Es Dios quien obra lo imposible en nosotros, nos transforma, nos prepara para el encuentro final. Estos tres evangelios nos permiten tener un diagnóstico de nuestra situación presente, arrepentirnos de nuestros pecados, y reconciliarnos sacramentalmente. Porque nadie sabe el día ni la hora. 

Por: Pbro. Gonzalo Abadie 

Redacción Entre Todos

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