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"A todos los pueblos..."

Novena entrega de la serie "Concilio Vaticano II. Un paso. Un camino". Por Emilia Conde.
El Concilio Vaticano II se desarrolló entre 1962 y 1965. Fuente: Vatican News

Ad gentes, a todos los pueblos, a la humanidad de todo tiempo, lugar y cultura, esos son los destinatarios de este mensaje del Concilio Vaticano II, que constituye la identidad propia de la Iglesia, a la vez receptora y portadora de uno solo y el mismo mensaje: el Evangelio de nuestro Señor Jesús, el Cristo.

El decreto Ad gentes se propone “reunir las fuerzas de todos los fieles para que el pueblo de Dios, caminando por la estrecha senda de la Cruz, difunda por todas partes el Reino de Cristo, […] y prepare los caminos de su venida” (AG 1), lo que se ha vuelto especialmente urgente en la realidad que hoy vivimos. 

Observamos un lento crecimiento en el número de fieles, menos vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada y menor asistencia y participación en las actividades eclesiales. Las excepciones se dan en África y en Europa del este, luego del quiebre de los regímenes comunistas.

En otro nivel vemos el crecimiento del Islam, especialmente en el occidente europeo, un fuerte y sostenido impulso secularizador, adhesión a una mentalidad relativista y la situación extrema de los países donde los gobiernos intervienen negativamente en el ámbito religioso llegando al encarcelamiento y la expulsión de los religiosos.

Más allá de las estadísticas todos tenemos experiencias concretas y elocuentes respecto de estos cambios ya instalados, a los que el Concilio respondió aportando un magisterio fuerte y claro como el decreto Ad Gentes que hoy consideramos.

Su elaboración demandó tiempo, trabajo y gran compromiso de los padres hasta que fue finalmente aprobado en diciembre de 1965 con 2.394 votos afirmativos y solo 5 negativos.

Recordemos las palabras de los papas: las de Juan XXIII, que se refirió al Concilio como “un nuevo Pentecostés”; y las de Pablo VI, que lo consideraba “el gran catecismo de los tiempos modernos”. 

Juan XXIII y Pablo VI. Fuente: Vida Nueva

La Iglesia se redescubre, ante todo, “misionera por naturaleza, puesto que toma su origen en la misión del Hijo y del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre” (AG 2); y en virtud de su ser católico, se entiende al servicio de toda la humanidad como “sacramento universal de salvación” (LG 48; AG 1).

Cumplido el objetivo primario de la misión de “Implantar la iglesia entre los pueblos que aún no conocen a Cristo” (AG 6) vendrán otras responsabilidades, como la de cuidar y acompañar el crecimiento y la maduración de la fe de los convertidos y el diálogo fraterno con los demás cristianos. 

El espíritu misionero se proyecta desde Cristo hacia afuera y hacia dentro de la propia Iglesia. En su segundo capítulo, Ad Gentes afirma que la Iglesia, para poder ofrecer a todos el misterio de la salvación y la vida traída por Cristo, debe insertarse en todos los ámbitos como él lo hizo.  

Para ello deberá dar un testimonio que supere lo discursivo y alcance lo dialógico, que muestre capacidad de decir, de escuchar, y de ejercer la caridad en la gratuidad más absoluta, especialmente con los más pobres material y espiritualmente considerados. 

Exhorta a “entregarse con especial cuidado a la educación de los niños y de los adolescentes por medio de las escuelas de todo género, que hay que considerar no solo como medio excelente para formar y atender a la juventud cristiana, sino como servicio de gran valor a los hombres, sobre todo de las naciones en vías de desarrollo, para elevar la dignidad humana y para preparar unas condiciones de vida más favorables. Tomando parte en los esfuerzos de aquellos pueblos que, luchando con el hambre, la ignorancia y las enfermedades, se esfuerzan en conseguir mejores condiciones de vida y en afirmar la paz en el mundo” (AG 12).

"El espíritu misionero se proyecta desde Cristo hacia afuera y hacia dentro de la propia Iglesia"

¡Vaya tarea! ¿Habrá que asumir que es tarea y vocación a la vez? 

“Aunque a todo discípulo de Cristo le incumbe el deber de difundir la fe según su condición, Cristo Señor […] llama siempre a los que quiere para que le acompañen y los envía a predicar a las gentes” (AG 14) lo cual requiere una formación espiritual y moral, doctrinal y apostólica muy definidas, lo que es válido para todo el pueblo de Dios, que comprende tanto a la jerarquía, obispos y sacerdotes, como a los religiosos y los laicos según sus carismas.

El decreto agrega que en orden a la misión, la evangelización u otros ministerios, “los laicos necesitan preparación técnica y espiritual que debe darse en institutos destinados a este fin” (AG 41).

Miremos a nuestro país donde nuestro obispo misionero don Jacinto Vera, hace casi siglo y medio, ya entendía y realizaba la tarea reclamando un clero nacional bien formado para asumir con responsabilidad el compromiso misionero que él consideraba imprescindible. Formación y celo pastoral era su empeño para la evangelización de entonces y seguramente lo sería también hoy en consonancia con el espíritu del Concilio.

Apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II el 29 de septiembre de 1963. Fuente: Wikipedia

Veamos un ejemplo más cercano. En 1975, en la celebración de los ciento cincuenta años de la Independencia de nuestro país, apenas diez años después del decreto Ad Gentes, encontramos la carta pastoral de nuestros obispos sobre el tema “Misión de la Iglesia”, en la que afirman que “la Iglesia, hoy como entonces, sigue presente acompañando el paso del hombre por la historia e iluminándolo con la luz recibida de Cristo” (1), “puesto que la orientalidad no se gestó ni se alumbró sin su Evangelio”… (7). 

“Nunca fue fácil a la Iglesia cumplir esta misión” pero “como dijeron los Apóstoles al salir del Sanedrín: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (3), en consecuencia  “la Iglesia que peregrina en el Uruguay, […]  se ha propuesto revisar y revigorizar su acción evangelizadora” (6). 

¿Con qué realidad se encontraron aquellos misioneros? 

Según la carta, los primeros chispazos del posconcilio se vieron en un espíritu comunitario más expreso, una pastoral de conjunto activa, una vivencia más auténtica de la pobreza evangélica, un compartir la experiencia de la renovación litúrgica y en la incorporación más clara y visible de los laicos en la vida y en la misión de la Iglesia (8).

También se registraron las dificultades propias de toda adaptación a los cambios. Los obispos ven en el pueblo cierta inseguridad y perplejidad ante “una Iglesia que quiere abrirse a un diálogo más intenso con el mundo y estar más presente en él como fermento renovador”, y observan cómo esto termina trayendo “suspicacias, tergiversaciones y campañas de desprestigio, pretextando incluso la defensa de la fe” (9).

"Los primeros chispazos del posconcilio se vieron en un espíritu comunitario más expreso"

Entonces, como ahora, hay que aclarar muy bien las cosas. Y así los obispos lo hicieron:   

“Entendemos por evangelización toda la actividad de la Iglesia por la cual ésta suscita y alimenta la fe conduciendo a los hombres a la participación en el misterio salvador de Cristo proclamado en el evangelio. […] La acción a favor de la promoción humana y de la asistencia social se integran en la obra evangelizadora en la medida en que tienen su origen en Cristo y se orientan a la construcción del Reino; de esta forma son parte integrante del anuncio evangélico y de la misión de la Iglesia, que busca […] hacer eficaz el anuncio de Cristo para los hombres de hoy” (12).

Aquellos fueron años difíciles para el Uruguay todo. También para la Iglesia, que, aunque se sabe no reconocida y hasta marginada, se hace “siempre presente en la vida del país, sin dejar de cumplir su misión, aun en medio de incontables dificultades, algunas de ellas de verdadera persecución. No claudicó ni se amedrentó, y consciente de su misión y su fidelidad a Cristo y a la Patria cumplió con su deber a través de sus miembros y sus instituciones” (18).

Así lo vieron y lo vivieron entonces nuestros obispos.

“Confesamos sinceramente, el riesgo del momento presente. […] Es imposible construir un nuevo Uruguay si este no se renueva profundamente en lo espiritual. Muchos, noblemente inspirados, procuran la felicidad del pueblo a través del desarrollo económico; otros apuntan a la educación física de la niñez y la juventud. Pero todo ello carece de sentido si no se ubica dentro del desarrollo integral del hombre y del pueblo uruguayo. 

Mons. Roberto Cáceres, obispo de Melo entre 1962 y 1996, participó en las cuatro sesiones del Concilio Vaticano II. Fuente: Archivo DECOS CEU

“Donde la cimentación de la felicidad estribe únicamente en el progreso económico y físico, con prescindencia o negación de los valores espirituales y morales, se está mutilando gravemente la persona y la sociedad; se está renovando el materialismo de ayer, fabricando un ídolo con pies de barro, un cuerpo sin alma, una orientalidad sin espíritu (19).

“Exhortamos vivamente a todos los cristianos a responder con entusiasmo al llamado de Pablo VI y de los obispos de todo el mundo […] para que todos se sientan corresponsables, bajo la guía de los Pastores, en la tarea evangelizadora de la Iglesia. Para ello los invitamos a profundizar en su fe, aprovechando los medios que se les brindan (cursos de catequesis, de teología, cursillos, jornadas, encuentros) a vivir esa fe y alimentarla sobre todo por la oración y la vida sacramental, por la integración en diversos grupos o movimientos de vida cristiana, y especialmente a irradiarla por el testimonio de su vida, animando de espíritu cristiano el ambiente de su existencia, y por el anuncio expreso del mensaje evangélico, de conformidad con las exigencias del Bautismo y la Confirmación” (34).

Escuchamos a unos y a otros. 

Solo queda por decir ¡heme aquí, Señor!

Porque la Iglesia es una y estará siempre donde dos o tres estén reunidos en nombre de Cristo porque allí estará él en medio de ellos (Mt 18,20).

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