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... y la Palabra era Dios (Jn 1,1)

Tercera entrega de la serie "Concilio Vaticano II. Un paso. Un Camino".
San Juan XXIII durante el Concilio Vaticano II./ Fuente: CNA

“Te doy mi palabra”. ¿Quién no ha escuchado esto alguna vez? ¿Qué nos dicen estas palabras cuando alguien nos mira de frente y las pone ante nosotros? Y cuando hacemos nuestras estas palabras, ¿qué queremos suscitar en quien nos está escuchando? Y ¿si es Dios quien promete darnos su Palabra? Y ¿si la Palabra que nos da es Dios mismo, que “se hizo carne y habitó entre nosotros”?

Si realmente nos hacemos cargo de lo que escuchamos quedaremos sin aliento, absolutamente superados y de seguro, profundamente conmovidos.

En nuestra mirada al Concilio Vaticano II encontramos una de las dos constituciones dogmáticas dedicada a este tema y a la búsqueda de una respuesta y una actitud coherente ante esta asombrosa y comprometedora oportunidad de relación con Dios, que él mismo ha querido poner ante cada hombre.

La Constitución Dei Verbum ―Palabra de Dios― es una vía abierta a la escucha de la Palabra que nos ha sido dada y que ha quedado expuesta a nuestra limitada capacidad de comprensión.

Nos animan las palabras citadas en el Proemio:

«Les anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que hemos visto y oído, se lo anunciamos, para que ustedes también vivan en esta unión nuestra, que nos une con el Padre y con su Hijo Jesucristo.

Y así, siguiendo las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I, este Concilio quiere proponer la doctrina auténtica sobre la revelación y su transmisión” y a este propósito cita las palabras de san Agustín que afinan el para qué de este esfuerzo: “para que todo el mundo la escuche y crea, creyendo espere, esperando ame”».

En consecuencia la primera precisión de Dei Verbum es respecto al concepto mismo de Revelación que se identifica como acción libérrima de Dios. Es, lo que Dios quiso: “revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad” en orden al objetivo previsto “que los hombres puedan llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina”, “por Cristo la Palabra hecha carne y con el Espíritu Santo”(DV 2).

La revelación es un mensaje para el hombre, lo que determina la necesidad de una palabra que él pueda comprender y un rostro en que él pueda reconocerse. Dios le da al hombre “su” Palabra, y en el mismo acto abre la puerta a la palabra del hombre.

“La Palabra” espera una palabra que le responda. Solo con la palabra “fe” podremos tentar una respuesta a un Dios que se revela “movido de amor”, que “habla a los hombres como amigos para invitarlos y recibirlos en su compañía”. (DV 2) No se trata de la fe como convicción intelectual, sino la fe vivida como esencia del propio ser y fuente de sentido de la existencia total. Entonces el término ‘revelación’ adquiere todo su significado: el que se ha presentado ha sido recibido.

Es necesario entender la revelación como un largo proceso, pedagógicamente orientado, que se inicia en la creación, recorre la entera historia de la humanidad y culmina en Cristo, su mediador y plenitud.

Dios se revela, se confía, se da incondicionalmente “en obras y en palabras intrínsecamente ligadas; […] a su vez las palabras proclaman las obras y explican su misterio” (DV 2). La respuesta debiera ser en el mismo idioma: obras y palabras.

El concilio pone énfasis en que la revelación ocurre en la historia, en la vida misma de los hombres. Es Dios quien sale al encuentro, quien abre el diálogo, quien toma la iniciativa y… espera.

El segundo capítulo del documento se hace cargo de una pregunta relevante: ¿Cómo ha llegado y cómo llegará esta iniciativa de auto revelación de Dios al hombre, a través del tiempo?

Como vimos en el Proemio, se alude expresamente a los concilios de Trento y Vaticano I. En ambos se trató el tema de la transmisión de la revelación. Dei Verbum lo retoma y hace un aporte que incluye: Escritura, Tradición y Magisterio

En Trento la Iglesia debió responder, entre otras, a la afirmación de Calvino y Lutero, que solo reconocían como vía de revelación divina la Escritura y descalificaban la Tradición.

El Concilio Vaticano II propone la consideración de la Escritura y de la Tradición, no como dos fuentes distintas de revelación sino como dos caminos que tienen su origen en Dios.

Las rispideces entre ambas confesiones continuaron desarrollando lo que conocemos como la polémica de las dos fuentes. La idea de Tradición en el Vaticano II parte de una visión diferente. Se trata de superar la idea de la Tradición como un fenómeno congelado en el pasado que se reproduce en el presente sin variantes de ningún tipo. Algo que se identifica más con un “tradicionalismo” que con la Tradición. Cuando Dei Verbum habla de Tradición parte del significado del verbo tradere ―hacer entrega―. Se trata de un proceso vital en el que se recibe lo ya vivido por la Iglesia para que, a su tiempo, sea entregado enriquecido con un aporte nuevo, de modo que la Tradición “va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad” (DV 8).

“La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia un mismo fin, […]. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así ambas se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción”. (DV 9)

En cuanto al Magisterio también ha habido polémica. Para las Iglesias protestantes los católicos hemos subordinado la Escritura al Magisterio. En cambio, las palabras del Concilio pasan claramente por otro lado. Se comienza diciendo que “El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios oral y escrita ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo” y agrega enfáticamente que “el Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído”.

Otro punto relevante abordado por la Dei Verbum es el de la Inspiración de la Escritura y la Verdad que comunica. En continuidad con Trento asume el canon bíblico entonces aprobado, puesto que todos sus libros “tienen a Dios por autor” […]. “Él se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería” (DV 11).

Se promueve la lectura atenta de la Escritura poniendo en contexto a los autores y sus escritos, considerando el género literario al que la obra pertenece y especialmente teniendo en cuenta su carácter inspirado para intentar leer y comprender los textos con el mismo Espíritu con que fueron escritos.

En el tiempo siguiente al concilio alcanza gran desarrollo el abordaje interdisciplinar de la Escritura mientras que comienzan a levantarse ciertos cuestionamientos al llamado método histórico crítico mediante el que se trata de mostrar el origen de cada texto, el contexto en que fue escrito, sus fuentes y sus probables receptores.

Se advierte que, de este modo, el texto podría permanecer fijado en un momento histórico concreto, desconectado del cuerpo bíblico total, sin peso ni conexión con la vida del hombre de hoy.

El papa Pablo VI, en 1970 en un Discurso a los Profesores de Sagrada Escritura, opinó al respecto afirmando que “la interpretación de la Escritura no ha llegado a su término sino cuando ha mostrado cómo su significado se pueda referir al presente momento salvífico […] y que su mensaje sea presentado, en su integridad, no al hombre en general, sino al hombre de hoy, al que el mensaje se anuncia ahora”.

En 1993, cumplidos veinticinco años de la conclusión del Concilio Vaticano II, el papa Juan Pablo II encargó y obtuvo de la Pontificia Comisión Bíblica la publicación del documento La Interpretación bíblica en la Iglesia que aporta al tema diciendo que “la exégesis católica no tiene un método de interpretación propio y exclusivo sino que, partiendo de la base histórico crítica, sin presupuestos filosóficos, ni otros contrarios a la verdad de nuestra fe, aprovecha todos los métodos actuales, buscando en cada uno de ellos la semilla del Verbo”.

El papa Benedicto XVI en el segundo tomo de Jesús de Nazaret publicado en 2011, afirmaba que ha llegado el tiempo de no permitir que los textos queden secuestrados en el pasado sino de perseverar en la búsqueda de la verdad fundante que vive en ellos y aplica tanto al presente histórico comunitario como al presente personal de todo hombre de todo tiempo.

Insistía el papa, en primera persona, diciendo que “conjugando las dos hermenéuticas ―la histórico crítica y la de la fe― he tratado de desarrollar una mirada y una escucha del Jesús de los Evangelios que permitan un encuentro personal con Él”.

Pocas palabras las de Dei Verbum, pero suficientes para que “se difunda y brille la Palabra de Dios y para que el tesoro de la Revelación encomendado a la Iglesia llene más y más los corazones de los hombres” (DV 26).

Aquí llegados nos queda claro que así como el tiempo y el espacio marcan el estilo en que un autor se expresa, también lo hacen con el ojo que contempla la obra.

Ante la realidad de un Dios buscador y rescatador del hombre vino a nuestra memoria una pregunta de Lope de Vega:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,
qué interés te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta cubierto de rocío
pasas las noches del Invierno oscuras?

Será hasta la próxima.

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