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“Sean santos como yo soy santo”

Quinta entrega de la serie sobre el Concilio Vaticano II. Por Emilia Conde.
La Iglesia reunida en el Concilio Vaticano II, con el papa Juan XXIII a la cabeza. Fuente: CNA

Seguramente a la hora de reconocernos, de autodefinirnos o de presentarnos personalmente en diferentes contextos, no dudamos en asumir nuestra identidad cristiana y católica. Decimos soy cristiano, soy católico, y entonces nuestras luces interiores se encienden y se notan en nuestra mirada y hasta en nuestra voz. Es un profundo respiro de paz que ensancha el pecho, acelera el corazón y nos desborda.

En ese desborde nuestra confesión toca otras realidades y recoge respuestas diversas: asombro, aceptación, rechazo, burla, enojo, indiferencia. 

La confesión de fe cristiana siempre ha sido, al menos, compleja, y aun, temida, según los tiempos y los lugares. Las palabras de Jesús a los discípulos siguen siendo vigentes y necesarias: “No tengan miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28).

Muchos cristianos han hecho suyas estas palabras y, con ellas, han llegado hasta el martirio y, justo es decirlo, esta actitud sigue viva hoy.

Pero, la exhortación de Jesús apunta más allá, nos anima a ser santos y hasta propone el modelo de santidad: “Sean santos como es santo su Padre”; “Sean santos como yo soy santo” (Mt 5, 48; 1Pe 1,15).  

¿Nos reconocemos santos? ¿Nos presentamos como tales? ¿Cómo se entienden y cómo se responde a estas palabras de Jesús? 

Hoy en nuestra Iglesia particular y en la vida de cada uno de los fieles, las palabras “santo” y “santidad” se han hecho presentes de un modo nuevo, han entrado por una puerta nueva que tiene el nombre de don Jacinto Vera.

Los que hoy nos encomendamos a su intercesión, encontramos en su enseñanza un aporte iluminador respecto de este misterio de la santidad y del ser santos que es central en la tradición de judíos y de cristianos.

Frecuentemente asociamos la condición de santo con una existencia moralmente perfecta, con personas que han escogido profesiones o desarrollan servicios generosos, desinteresados y altruistas, claramente merecedores de elogio y reconocimiento, pero, ¿es esto la santidad?

Hagamos memoria.

La palabra “santo”, en hebreo kadosh, no alude a “lo social” sino a “lo separado, lo especial,  lo exclusivo de Dios”. Lo santo es experimentado como algo a lo que se accede mediante una purificación previa, algo que permite vislumbrar lo sagrado,  que supera lo humano, lo conmueve, lo transforma y lo coloca en el lugar que le es propio, su ser y su estar ante Dios.

En el Antiguo Testamento la noción de santidad se define en función de su fuente. Dios es “el Santo” y de él deriva toda santidad que no aparece como mérito humano sino como don divino. El Dios de Israel se reserva un pueblo, un lugar, un tiempo y unas personas que por ser suyos son santos. 

Se diferencia la santidad de Dios, que le es propia, de la que es concedida al pueblo y a las personas que se constituyen en sus testigos. 

Se habla de una santidad vivida y, en consecuencia, dinámica, en proceso, haciéndose en el tiempo.

Yahvé es el Santo en grado superlativo, lo que en hebreo se expresa por repetición del término. Cuando el profeta proclama: “Santo, Santo, Santo es el Señor”, está diciendo que solo él es Santo y que no hay santidad sin él (Is 6,3; Ap 4,8).

La fuente legítima de santidad es, y sigue siendo, una y la misma.

El Concilio Vaticano II, en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, habla del Pueblo de Dios diciendo que es un “pueblo nuevo” que surge de una “alianza nueva” lo que solo es posible porque es “voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, […] constituyendo un pueblo que le confiese en verdad y le sirva santamente […] “como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo” (LG 10).

Dios, en su santidad, ha querido tocar nuestra humanidad al punto de hacerse uno de nosotros gestando su carne en la carne de María la Virgen santa, “sin pecado concebida”.

En la persona de Jesús, el Cristo, las dos naturalezas, humana y divina, son plenas, su santidad es la de Dios en tanto él es el Hijo encarnado por voluntad del Padre y por obra del Espíritu Santo. 

Por la fe y por el bautismo los cristianos reciben esta gracia de Dios en Cristo y por él participan de la santidad divina.

Ya en los primeros siglos, los cristianos fueron conocidos como “los santos”, seguramente entonces, como ahora, sabían que esa condición era, a la vez, un don recibido, un llamado a responder y una tarea a realizar.

Este tema, de algún modo, aparece en todos los documentos del Concilio y en Lumen Gentium ocupa un capítulo completo. En su título se expone el centro mismo del Misterio de la Iglesia asumiendo la “Universal vocación a la Santidad en la Iglesia” (LG 39). 

Allí se afirma que «creemos que la Iglesia es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo, amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla, la unió a Sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el Don del Espíritu Santo para gloria de Dios. 

Por ello, en la Iglesia, todos, tanto los que pertenecen a la Jerarquía, como los apacentados por ella, están llamados a la santidad. […] “Porque esta es la voluntad de Dios vuestra santificación” (1Tes 4,3; Ef 1,4)».

“Por tanto todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de ellas, se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe, venido de la mano del Padre y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta, […] la caridad con que Dios amó al mundo” (LG 41)

La fuerza y el peso de esta enseñanza crecen y maduran en la experiencia de fe vivida por la Iglesia en la realidad histórica concreta de la que es parte activa y no espectadora pasiva.

En una de sus audiencias generales el papa Benedicto XVI se refirió a este llamado a la santidad diciendo: “Toda la historia de la Iglesia está marcada por estos santos, hombres y mujeres, que con su fe, con su caridad, con su vida fueron los faros de muchas generaciones y lo son también hoy para nosotros. 

Los santos manifiestan de muchos modos la presencia potente y transformadora del Resucitado. Ellos dejaron que Cristo tomara tan plenamente sus vidas que podían afirmar como san Pablo: “no vivo yo, es Cristo que vive en mí”. 

"Ya en los primeros siglos, los cristianos fueron conocidos como 'los santos', seguramente entonces, como ahora, sabían que esa condición era, a la vez, un don recibido, un llamado a responder y una tarea a realizar"

Insiste el papa citando a san Agustín que comenta la 1.ª Carta de San Juan diciendo: “Ama y haz lo que quieras. Que lo que hagas, lo hagas por amor, que esté en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien”. Y aún agrega: “Quien se deja dirigir por el amor, es dirigido por Dios”. Está en camino de santidad. 

Huelga mencionar y aun sugerir la lectura de la Exhortación Apostólica Gaudete et Exultate, (Mt 5,12) del papa Francisco, no obstante, citamos algunas palabras del autor.

“Puede haber muchas teorías sobre lo que es la santidad, abundantes explicaciones y distinciones. Esa reflexión podría ser útil pero nada es más iluminador que volver a las palabras de Jesús y recoger su modo de trasmitir la verdad. 

Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las Bienaventuranzas (Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano. 

Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: ¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?, la respuesta es bien sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en las Bienaventuranzas. En ellas se dibuja el rostro del Maestro que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.

No es de esperar aquí un tratado sobre la santidad, con tantas definiciones y distinciones que podrían enriquecer este importante tema, o con análisis que podrían hacerse acerca de los medios de santificación. 

Mi humilde objetivo es hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades. Porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió “para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en el Amor” (Ef 1,4)”.

Tal vez con estas claves podamos intentar una compresión más clara y más profunda de lo que los Padres conciliares han querido trasmitirnos respecto de nuestra vocación a ser santos, cuando en el cierre del mencionado capítulo nos dicen: “Quedan pues, invitados y aún obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad dentro del propio estado” (LG 42). 

Como cada vez que intentamos decir algo sobre Dios queda clara la enorme distancia que media entre nuestra limitada capacidad de comprensión y expresión y la infinitud del Misterio divino.

Entonces, una vez más, recurrimos al lenguaje poético y si el poeta es un santo, nuestro anhelo de encuentro con la Verdad en persona, se fortalece alimentado por la esperanza.

 

La santidad es levantar los ojos a los montes,

es intimidad con el Padre que está en el Cielo.

 

De esta intimidad vive el hombre consciente de su camino

que tiene sus límites y sus dificultades.

Santidad es tener conciencia de ser cuidados, cuidados por Dios.

 

El santo conoce muy bien su fragilidad,

la precariedad de su existencia y de sus capacidades,

pero no se asusta, se siente igualmente seguro.

 

Los santos a pesar de darse cuenta de las tinieblas que hay en ellos mismos,

sienten que han sido hechos para la Verdad.

 

San Juan Pablo II.

 

Será hasta la próxima.

 

En la búsqueda de nuestro camino de santidad, 

beato Don Jacinto Vera, 

ruega por nosotros.

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