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Relato mata dato

Escribe el Pbro. Gonzalo Abadie.
En pesebre lo pequeño se transforma en lo realmente grande. Fuente: DECOS Montevideo

La misma condición de la noche induce el ánimo a cierto recogimiento. El deseo de volver a casa antes de que oscurezca, y encontrarse con los suyos, y buscar el refugio, la comodidad, el reposo, la conversación amigable. Como si el espacio público y compartido se disipase con la luz, y nos quedásemos, gratamente, en el pequeño mundo del hogar, del seno familiar, el de los padres, los hermanos, los hijos, los amigos. 

Tuve la fortuna, en mis años mozos, de presenciar al gran director de teatro, el maestro Eduardo Schinca, siempre con el saco a cuadros colgado sobre los hombros, sin enfundar los brazos en las mangas, como si fuese una capa, y su pipa inseparable, dirigir dos grandes obras clásicas: Don Gil de las calzas verdes, de Tirso de Molina, y el El mentiroso, de Carlo Goldoni, a mediados de los noventa. En una ellas, dos actores ensayaban en el escenario, sin escenografía ni vestuario, librados a su imaginación, una escena que se desarrollaba al aire libre. En cierto momento los interrumpió, ligeramente contrariado: 

No, no, por favor dijo desde una fila que podría ser la décima, de la platea vacía del teatro Odeón, edificio vecino a la iglesia de Lourdes y San Vicente Pallotti, que se esfumó con un incendio tiempo después. Por favor, esta conversación se produce en la noche. Y en la noche no se habla de la misma manera que durante el día. El tono y el volumen se vuelven más tenues, más íntimos, las palabras resuenan con otros ritmos y pausas.

Es cierto que mucha gente trabaja en las horas en que el resto del mundo duerme, como personal de hospitales y hoteles, de lugares de entretenimiento o diversión, y están los agentes de seguridad, porteros, celadores, bomberos o taximetristas, y la gente de mala vida, pero, de cualquier modo, todo discurre de acuerdo a la medida propia de esas horas, sea para sintonizar con ella, sea para transgredirla.

En la noche de Belén estaban los pastores cuidando los rebaños, relevándose por turnos en la vigilancia. Son los trabajadores nocturnos de entonces, que duermen de a tramos en sus carpas, lejos de sus casas y familias, fuera de la ciudad, que ha sido desbordada por peregrinos de una y otra parte con motivo del censo dispuesto por el emperador romano, que obligaba a trasladarse a la ciudad de origen para inscribirse debidamente. Entre las tantas personas que van y vienen en el ajetreo y bullicio de Belén, alcanzamos a ver a una mujer embarazada, que camina con dificultad, ayudada por José, su marido. Han llegado después de un viaje que imaginamos penoso, inoportuno, de unos ciento cincuenta kilómetros, y no precisamente por carretera, como en la actualidad. Israel era un territorio minúsculo, del tamaño de Salto y Paysandú reunidos, pero atravesado por una cadena montañosa. ¿Llegaremos a tiempo? ¿Habrá alojamiento? No, no, la posada está repleta. Sí, pero mire cómo está mi mujer. Lo sentimos, no hay más lugar. Y la noche se va cerrando.

La suprema autoridad, el emperador Augusto, había ordenado el censo en todo el mundo, a lo largo y ancho del inmenso Imperio Romano. La suprema autoridad emana órdenes desde su despacho, rodeado de su corte y sus ministros, en torno a una amplia mesa de noble madera, y no piensa en esas minucias de cómo se va a arreglar la gente para dar cumplimiento al mandato imperial. Piensa en cuán grandes son sus dominios, cuán numerosos sus súbditos. Un censo arroja datos muy interesantes, que permitirán definir tal estrategia, y promover tal y cual iniciativa. Hoy hay verdadera pasión por los censos y la devoción demoscópica es una de las grandes supersticiones modernas. Lo dicen los números. Dato mata relato, dicen. Pero hay mucho dato suicida. Las encuestas han devenido en una forma del azar. El hombre de poder planifica y piensa que tiene todo en el puño. 

Pero la realidad se desliza, se escabulle, siempre presenta fisuras, accidentes, imponderables que irritan a los augustos que circunstancialmente han sido elevados a la cima, o han luchado por alcanzarla, augustos que se embriagan con los números, las mediciones, las cantidades, a las que rinden pleitesía, y caen bajo el hechizo de las cifras. Ahora con la digitalización y la robótica Augusto va a solucionar todo, es solo pulsar una tecla, ni siquiera eso. La inteligencia artificial traerá la igualdad, la participación, el conocimiento a todos. Solo tenés que estar conectado y permitir que te conecten. Augusto gozaba de los títulos de salvador, y aun de dios.

¡Pero un detalle puede echarlo todo a perder! 

El niño fue el detalle de la noche. Ese niño que cruzó la Palestina de norte a sur, en la locura del censo, dentro de la panza de su madre, María, de acuerdo al relato de Lucas. El extenso mapa escrutado por Augusto en su palacio, satisfecho y orondo, se oscurece con la noche, y solo un punto del globo queda iluminado, un sucucho, una gruta húmeda y de techos bajos, en los alrededores de un pueblo remoto. La liturgia de nochebuena se inclina y se recoge sobre este misterio, que pone en el centro de la escena a un bebe que también es presentado, irónicamente, como el Salvador, como el Rey (Mesías) y como Dios (Señor), pero todo en familia, como una más de las que busca llegar a casa para encontrarse en la intimidad del hogar, aunque se tratase de uno maloliente, sucio e improvisado, ya que no había lugar en la posada. 

Es raro, por supuesto. Casi una cachada, es cierto. El emperador en su palacio no rechina, es lo acostumbrado, lo esperado, lo inevitable al menos. Pero, este otro rey, ¿qué hace en una cueva?

Los primeros que vienen a adorarlo son los pastores que han recibido el anuncio del Ángel. No son las personas influyentes de Israel, ni están aquí las delegaciones diplomáticas ni los corresponsales de prensa, ni los grandes noticieros. Es raro. Y tan raro que el Ángel les dice que esa rareza es la que podrá permitirles reconocerlo:

“Y esto les servirá de señal: encontrarán un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.

La señal la encontramos en las palabras finales. La información de “un niño recién nacido envuelto en pañales” no es ninguna señal, sino la propia realidad anunciada ya: “Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. Tienen que buscar al niño, pero, ¿cómo encontrarlo? ¡La señal consiste en que está acostado en un pesebre, en un cajón en el que los animales meten la cabeza para comer el pienso y el forraje! Lo van a encontrar en una gruta, en el lugar de los animales. 

Pero no se trata de una mera señal para poder ubicar físicamente el lugar donde se halla el niño rey. La gloria del Señor iluminó a los pastores mientras recibían el mensaje del ángel. Y en seguida una multitud de ángeles irrumpió glorificando a Dios. Esa es la buena noticia, esa es la gran alegría, ¡el signo! En ese signo resplandece la gloria de Dios.

La nochebuena nos conduce a contemplar la gruta, en que lo más grande ha encontrado un lugar en lo más pequeño, pobre y miserable, y ese acontecimiento constituye la gloria de Dios. Este rey se presenta como un salvador no porque ocupe el lugar del poder, que tiene Augusto, en la cima, sino precisamente por lo contrario, porque asume como punto de partida la debilidad humana, el no poder, la impotencia. No es reconocible de por sí. No coacciona, ni impone órdenes que deben ser obedecidas por la fuerza. Y ese hecho inadvertido, por lo raro, silencioso, por la discreción de la noche, representa la fisura por la que terminan desmoronándose los imperios que, para salvar al hombre en abstracto, lo someten y esclavizan en lo concreto. En la venida del Hijo de Dios está contenido ya lo que vendrá, el relato evangélico. Ya en el nacimiento se haya insinuada la confrontación entre dos modos de salvación. El evangelio es el relato del acontecimiento que mueve la historia, salvándola de otros ídolos e imperios que dicen rescatarla pero se suceden unos a otros como opresores del hombre. Aunque se trate de un aparente detalle insignificante. Porque en la noche no se habla de la misma manera que durante el día. Porque relato mata dato.

Commentario(1)

  1. Gisela Fiorito says

    Muy bueno!!!

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