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Porque uno es nuestro Padre…

Nueva entrega de la serie "Concilio Vaticano II. Un paso. Un camino". Por Emilia Conde.
La unidad de los cristianos: un gran objetivo en el horizonte. Fuente: CATHOPIC

Cuando nos damos un momento de reflexión, cuando serenamos nuestra respiración, cuando apagamos los ruidos y escuchamos lo profundo de nuestro ser, el anhelo que brota y llena el alma de todo hombre de todo tiempo, es el de la paz.

No obstante cuando miramos hacia atrás y repasamos nuestro tiempo de estudiantes de Historia Universal, la vemos muy parecida a lo que podríamos llamar una historia de las guerras en el mundo. Cuando entramos en las redes y buscamos cuántos conflictos armados activos se registran hoy en el mundo, como si buscáramos el índice del consumo de hamburguesas, en el mismo tono, nos dirán que son cincuenta y ocho y que están dispersos en todo el planeta. Parece una contradicción demasiado grosera como para que nos pase inadvertida.

Las causas determinantes de las guerras no son muy variadas: el poder y la codicia, en todas las formas imaginables y de modo más o menos evidente están siempre presentes en todas las guerras; pero, también se habla de guerras religiosas y hasta de “guerras santas”.

Entonces nos preguntamos ¿puede una guerra ser santa? ¿Puede una religión ser causa de una guerra?, y, en todo caso, ¿de qué “santidad” o de qué “religiosidad” se habla?

En busca de respuestas la Escritura, la Historia y el Magisterio de la Iglesia siguen siendo nuestros recursos inmediatos.

Si nos reenfocamos en los documentos del Concilio Vaticano II encontramos algunas señales que nos remiten al ser y el deber ser de la coexistencia humana que llaman nuestra atención. Concretamente en la constitución Lumen Gentium ―Luz de los Pueblos―, en su capítulo II, “El Pueblo de Dios”, leemos: “Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios” que “debe extenderse a todo el mundo en todos los tiempos”. “Así pues el Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra” (LG 13).

El documento ubica en el centro de ese nuevo pueblo de Dios a los fieles católicos (LG 14) a los que entiende “unidos por muchas razones con quienes estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos” y son reconocidos como tales “aunque no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro” (LG 15).

Reconoce también a los no cristianos, especialmente a judíos y musulmanes. A los primeros como “el pueblo que recibió los testamentos y las promesas y del que Cristo nació según la carne” (Rom 9, 4-5) y a los segundos como “los que confesando adherirse a la fe de Abraham adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día postrero”.

Aún afirma que “ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido” o “de aquellos que ignorando sin culpa el evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante a Dios con un corazón sincero”. “Porque cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos la Iglesia lo juzga como una preparación para el Evangelio” (LG 16).

De este cimiento se levantaron las torres que hoy permiten a la Iglesia ver al mundo desde otra perspectiva y se encendieron los faros que hoy muestran al mundo otros aspectos del ser vital de la Iglesia, su crecimiento y su maduración.

En 1960 el papa Juan XXIII dio a conocer el decreto Unitatis Redintegratio sobre el ecumenismo y el papa Pablo VI en 1965 promulgó solemnemente la declaración Nostra Aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.

Respecto al ecumenismo el actual Dicasterio para la Promoción de la Unión de los Cristianos tiene como cometido específico la concreción de medios que restauren esta unidad o al menos permitan avanzar en ella. A treinta años del Concilio su presidente destacaba el clarificador aporte del papa Juan Pablo II en su encíclica Ut unum sint ―Que sean uno― (Jn 17, 21-23) donde definía la intervención de la Iglesia en el Movimiento Ecuménico como “un camino irreversible para la Iglesia Católica” y agregaba que el ecumenismo era una de las prioridades de su pontificado.

Diez años más tarde el cardenal Walter Kasper, por entonces presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos hacía un valioso balance entre lo hecho y lo por hacer, entre lo entendido y lo aún necesitado de nuevas aclaraciones respecto a la unidad de los cristianos.

Entre los puntos altos expuestos por el cardenal se destaca el concepto de Iglesia escatológica. La Iglesia peregrina de la que habla Lumen Gentium 8, no es una realidad estática sino en movimiento, en crecimiento, en maduración, en definitiva, en proceso de conversión.

En la praxis ecuménica la Iglesia aporta de sí a las Iglesias reformadas, pero también recibe de ellas. De algún modo el ecumenismo apunta a una eclesiología que hace presente el modelo trinitario que no propone uniformidad sino relación de identidades no mezcladas, no confundidas, sino en comunión.

No todos los fieles entendieron entonces el valor de lo que estaban viviendo como Iglesia. Temiendo, no en todos los casos sin razón, que las cosas no pasaran de ser un “gusto por el cambio”, un “cierto irenismo”, o un “progresismo de la fe” que podría correr el riesgo de volverse banal.

“El camino ecuménico ―afirma el cardenal―, no es un camino de meta desconocida, la Iglesia será en la historia lo que es por definición. El espíritu ecuménico no rechaza nada de lo que hasta ahora ha sido valioso y positivo en la historia de las iglesias en el mundo y permanece fiel a ello”. El esfuerzo se orienta a reconocer y aceptar “lo nuevo que viene del Espíritu que viene de Dios”.

No se busca el desarraigo de la Iglesia de la tradición. Por el contrario, el concepto católico de tradición no es el de un tradicionalismo petrificado sino el de un patrimonio recibido vivo y en crecimiento para ser compartido y entregado del mismo modo (DV 8).

“Por tanto la contribución del decreto sobre el ecumenismo de Vaticano II distingue entre comunión plena y no plena y trata de encontrar la comunión sin pasar por la absorción o la fusión entre las iglesias”. “Se trata ―dice el cardenal Kasper―, de la contribución más importante que dio el Concilio a la cuestión ecuménica”.

Estos objetivos han tenido y aún tienen lecturas y aplicaciones diferentes en Oriente con las Iglesias ortodoxas y en Occidente con las Iglesias reformadas lo que debe hacernos conscientes del camino que aún queda por recorrer y las inevitables dificultades que habrá que superar.

Esto no debe ocasionar el descuido del segundo camino que el concilio puso por delante de todos, proponiendo una nueva valoración de las religiones no cristianas y haciendo expresa la necesidad de un diálogo constructivo con ellas, especialmente con el judaísmo y el islam considerando su presencia universal.

Va de suyo que el diálogo interreligioso es con los no bautizados, lo que supone el debido respeto a la libertad, la dignidad y la conciencia de cada uno de los dialogantes. El objetivo primario y expreso puede no ser la conversión del otro, ni la de ellos ni la nuestra, pero en modo alguno descarta el testimonio de fe clara y fielmente vivida de unos junto y ante los otros.

Una muestra elocuente de la posibilidad real de un diálogo así concebido la constituye la jornada de oración por la paz convocada en 1986 por Juan Pablo II en Asís y que, desde entonces reúne a los líderes de cada una de las religiones a rezar juntos por el bien común de la paz en el mundo, cada uno desde su creencia concreta.

¿Por qué y dónde se sostiene entonces la afirmación de “guerras religiosas”?

Muchas veces la motivación religiosa ha sido la etiqueta con la que se ha pretendido ocultar motivaciones de orden político, económico, ideológico o simplemente de odio.

Tal vez corresponda afinar los conceptos. Distinguir religión de fanatismo, de intolerancia, de fundamentalismo y, más aún, de terrorismo.

En la Iglesia Católica el cuidado y la disponibilidad al diálogo interreligioso ha sido notoria, permanente y productiva durante todos los pontificados que sucedieron al Concilio.

En los últimos años la actividad del papa Francisco en este tema ha sido particularmente intensa. Los viajes, los encuentros, las publicaciones que alientan y apoyan el diálogo interreligioso son numerosos y conocidos, Seguramente la sola mención de su Fratelli Tutti, título tomado de san Francisco de Asís, despierta en los lectores una conciencia fuerte y clara acerca de cuál es el verdadero rol de las religiones con respecto a la paz en el mundo.

Se las reconoce como agentes promotores de paz en tanto su testimonio debe ser de fraternidad efectivamente asumida y de diálogo genuino entre ellas y con el mundo.

Todas y cada una en busca de un conocimiento objetivo de la identidad de la otra. Todas y cada una involucradas con los dolores y las alegrías que tocan a todo hombre de tiempo y de todo lugar.

Hoy resultan particularmente removedoras las palabras del papa Francisco:

“Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad.

Entre todos: He aquí un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una hermosa aventura. Nadie puede pelear la vida aisladamente. Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia adelante.

¡Qué importante es soñar juntos! Solos, corremos el riesgo de tener espejismos en los que vemos lo que no hay, los sueños se construyen juntos.

Soñemos una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (FT 8).

Hoy, desde aquí, recordemos una vez más que “uno es nuestro Padre”. Será hasta la próxima.

 

Por. Emilia Conde

Commentario(1)

  1. Cristina fortunato rocca says

    un abrazo Emilia y gracias por tanto, siempre recordando tus aportes

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