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Palabras más para sentir que para decir

Una reflexión para el tiempo de Adviento. Escribe el Pbro. Gonzalo Abadie.
La luz que penetra y transforma todo. Fuente: Shutterstock

Leo esta preciosa línea acerca de lo que sucede en el ámbito de la liturgia, y especialmente, por tanto, en el de la eucaristía, que es el sacramento de los sacramentos:

“El Misterio de la Resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro viejo tiempo con su poderosa energía…”.

Y esta otra dice lo mismo, pero con una variación de la imagen:

“A partir del ‘Triduo Pascual’ [= esos tres días en que Cristo pasó de la muerte a la vida], como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la resurrección llena todo el año litúrgico con su resplandor. De esta fuente, por todas partes, el año entero queda transfigurado por la Liturgia”.

Una poderosa energía puede penetrar nuestro viejo tiempo, puede alcanzar tus días con un golpe de luz, y cambiarlo todo. Y eso apenas con un resplandor, un destello que llegaría, al parecer, desde el pasado, desde una fuente de luz que pudo abrirse al ser rasgado el cuerpo de Cristo en el madero. O tal vez desde el futuro, a causa de la brecha abierta en las murallas de la muerte, por la que se filtra la luz del octavo día, que se encuentra después del Tiempo, después de la Historia, después del fin, después de los días conocidos y viejos y gastados, la luz del día sin ocaso donde brilla un sol que nace allá en lo alto, una luz de luz. Esa nueva creación de la que hablan las últimas páginas de la Biblia. Un nuevo mundo, la reedición de este, sí, pero transfigurado, incorruptible, inmarcesible, acezante, expectante de los que vendrán, de los que lo habitarán. Un mundo en que las nostalgias del primer día ―el del jardín y la inocencia―, esas nostalgias que no nos dejan vivir en paz, y pueblan de sueños y de culpas nuestras existencias, se dejarán permear totalmente por la luz que penetra el viejo tiempo, el viejo mundo, que ya lo penetra. ¿Qué otra cosa es el Adviento sino esta certeza?

"Una poderosa energía puede penetrar nuestro viejo tiempo, puede alcanzar tus días con un golpe de luz, y cambiarlo todo"

Vienen a mi mente el cura de Ars, y fray Escoba ―san Martín de Porres―, y el padre Pío, cuyas biografías dan cuenta del resplandor que diversos testigos confiesan, algunos con perplejidad y temor, haber visto irradiar en los rostros o figuras de estos santos, transfigurados, como Jesús en el Tabor, por esa luz que expresa la vida de Dios que se manifiesta en nosotros, y entre nosotros. Por supuesto que no se trata de una luz material, sino pascual, que se irradia desde el punto donde se cruzaron el cielo y la tierra: “Yo soy la luz del mundo”. Pero no hace falta explicarlo, todos sabemos lo que se siente cuando la vida invade, de pronto, inesperadamente. Sabemos que en un segundo todo puede cambiar, y que todo lo que soñamos puede estar allí, en un instante que nos desliza en la eternidad. ¿Qué otra cosa es la fe sino esa sensación emocionante, ese despertar? ¿No empieza así el camino? ¿No comienza con este hecho inesperado? Así lo revela un verso porteño: “Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno”.

Santa Teresa la grande diría que estas son palabras más para sentir que para decir. Es una frase que nos deja al llegar a las últimas moradas de su viaje espiritual. Las palabras se multiplican, se contuercen, se estiran y retraen, se expanden, y hasta se aprenden. Pero siempre queda la pregunta: ¿cómo será eso? Un grafiti en la rambla del Buceo, a cien metros de la marisquería, reza así: “No te disculpes por sentir”. Es una frase solitaria, que podríamos parafrasear: “No te disculpes por vivir”. La fe no es exactamente el encuentro con palabras, no solamente con la Palabra. La traducción de ‘evangelio’ como ‘buena noticia’ es terriblemente pobre y equívoca. Hace pensar excesivamente en que se trata solamente de conocer algo que se dice, algo que se puede aprender y retener. (Una vez aprendido, ¡qué aburrido!). Y con demasiada frecuencia, incluso, esa buena noticia se ha convertido en una fastidiosa noticia, reducida a escombros, que versa sobre comportamientos morales, valores y esas yerbas, una ley vacía de resplandores y poderosa energía. ¿Y las cosas grandes que se llaman ‘evangelio’?

Celebrar la Navidad es celebrar que Dios está en la historia. Fuente: Cathopic

¿No estamos atiborrados de palabras, de palabras devaluadas, previsibles, que degradan a menudo en ñoñerías y exaltaciones burocráticas? Palabras que no nos advierten que ahí afuera brilla el sol. ¿No hemos ocultado las grandes palabras, las portentosas imágenes que dominan las Escrituras y nos hacen ver lo que el mundo no nos ha de mostrar? El Adviento nos invita a despertar ante tantas supercherías y baratijas, para buscar y aguardar lo que verdaderamente está en juego. Hay Alguien que nos ama y viene a despertarnos del sopor de nuestra incredulidad, del pudor con que rehuimos de la belleza y el escándalo de la fe, y de las palabras grandes. Alguien que quiere ser aguardado como el suceso más decisivo. El evangelio no solo es una Palabra, sino una palabra con poder, con fuerza, con potencia. O sea, una palabra que tiene vida propia, que obra, que comunica salvación. “Yo no me avergüenzo del Evangelio ―dice Pablo―, porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen”.

"El Adviento nos invita a despertar ante tantas supercherías y baratijas, para buscar y aguardar lo que verdaderamente está en juego"

La carta de Francisco sobre la santidad, Gaudete et exsultate (Alégrense y regocíjense), insiste en esta falsificación de la fe, que se presenta bajo dos formas fundamentales, un hecho que ha acompañado la vida de la Iglesia: el gnosticismo, que sustituye el misterio por el conocimiento, la doctrina a secas, las ideas abstractas, y que pronto deriva en la ideología; y el pelagianismo, que sustituye el misterio por la voluntad, lo que nosotros hacemos y decimos, un clásico enganchado de nuestros éxitos. Ambas formas son distorsiones de la santidad, que es el fruto del encuentro con Cristo vivo. Ambas forman dejan al Señor al costado del camino. Y entonces, ¿qué se puede esperar, qué vale la pena esperar, qué debemos celebrar? Nuestras palabras, nuestras obras. Y eso no conduce sino a la frustración.

"¿No estamos atiborrados de palabras, de palabras devaluadas, previsibles, que degradan a menudo en ñoñerías y exaltaciones burocráticas? Palabras que no nos advierten que ahí afuera brilla el sol"

Cuando Dante entra acompañado de Virgilio en el primer círculo del Infierno, “el primer círculo de los que rodean el abismo”, observa que “no había llanto, sino suspiros que temblaban en el aura eterna. Procedían del dolor sin martirio que soportaban grandes muchedumbres de niños, mujeres y hombres”. Virgilio le explica que los que allí se encuentran no cometieron ningún pecado, pero que eso no es suficiente, no basta. El sufrimiento de aquellos no es físico. No. Entre otros allí se encuentran los que “no adoraron debidamente a Dios”, pudiendo hacerlo. Prefirieron recluirse en lo propio. Virgilio se sabe incluido en ese grupo, porque él anunció en un poema de las Bucólicas el advenimiento de Cristo:

"Por esta falta, y no por otro pecado,

nos hemos perdido y nuestro castigo

es un deseo sin esperanza". 

El gran comentarista de la Divina Comedia, el italiano Franco Nembrini, entiende que la cultura actual, el estilo de vida de la sociedad de hoy, es el de un deseo sin esperanza. Algo terrible: “es desear algo y saber que nunca lo podrás tener”. “El amor verdadero no existe, la amistad no existe, una solidaridad humana es imposible. Y de Dios mejor ni hablemos”. Y añade:

“Y así, frente al cinismo de adultos desilusionados, ese deseo de infinito con el que venimos al mundo nos atormenta durante un breve período y, después, lo dejamos abandonado casi inevitablemente y empezamos a conformarnos, dejamos de levantar nuestra mirada”.

Y el Adviento viene a refutar esa dirección sombría de los acontecimientos, para trastornarlos con una Palabra con Fuerza, un Verbo con Soplo, que ha puesto la historia de la humanidad bajo el signo del resplandor del Resucitado.

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