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Los asados de la Revolución

Último artículo de la serie sobre la Revolución francesa. Por el P. Gonzalo Abadie.
Guerre Vebdée, de Paul Émile Boutigny

En momentos en que el nuevo régimen de igualdad y fraternidad veía despegar a Robespierre a las alturas de un personaje cuasi divino, por encima de sus predecesores los monarcas, y ni qué decir del ‘ciudadano’ de a pie, se producían agitaciones y rebeliones en buena parte del territorio francés, aunque de modo anárquico y fragmentado. No así en el oeste, no así. Especialmente compacta emergió la insurrección de una amplia región, que el gobierno minimizó reduciéndola al nombre de rebelión de la Vendée, en marzo de 1793. 

El llamado Comité de Salud Pública (o de Salvación Pública) regirá los destinos de la Revolución en este período ―luego del golpe de Estado a la Convención girondina―, conocido como el Terror (¡cómo sería la cosa!), que culminará con un nuevo golpe, este dado en el cuello de Robespierre, un año más tarde. El tren sin frenos de la Revolución, propulsado por la máquina de la locura, no conseguía detenerse. “La revolución es como Saturno. Devorará a todos sus hijos”, había sentenciado el girondino Vergniaud.

El general François Westermann ―quizá elegido para la campaña en homenaje a su apellido― fue el encargado de sofocar la rebelión del Oeste. Un par de decretos de la Convención le ordenaban quemar, destruir y matar a cuantos bandidos le fuera posible. Se empeñó en ello. Durante cuatro meses el ejército azul sufrió derrotas resonantes de parte del ejército de bandidos, formado en un abrir y cerrar de ojos, y cuyos dos tercios eran campesinos armados de rastrillos, sables caseros, fusiles de caza y cuanta herramienta contundente tuvieran a mano, hasta que pudieron hacerse de las armas de sus enemigos. Era una fuerza rústica, informe y sin uniforme, aunque se distinguían por llevar cocida en sus casacas la imagen del Sagrado Corazón, y algún lazo blanco que indicara su lealtad al rey ―el pequeño Luis XVII, de ocho años, cautivo atormentado en el Temple, donde moriría dos años después―, a quien aclamaban en medio del combate. 

"Era una fuerza rústica, informe y sin uniforme, aunque se distinguían por llevar cocida en sus casacas la imagen del Sagrado Corazón"

Los vandeanos causaban pavor entre los soldados de la república, no solo por un coraje que no conocía límites, sino por sus tácticas de combate novedosas, como la de una formación que se extendía en abanico invisible, y que terminaba atenazando sorpresivamente, como surgida de la nada, a la fuerza enemiga, que se veía acosada por la lucha cuerpo a cuerpo, de la que rehuía, con que los insurrectos preferían machacar a sus oponentes blandiendo armas blancas empuñadas como garras que agitaban con bravura y estrépito, refriegas en que se dirimía, entre sudores y resuellos malolientes, cara a cara, como en una pesadilla, la contienda entre la vida y la muerte. A esto se sumaban las emboscadas en los bosques y entre las malezas, donde los rebeldes ―los más jóvenes tenían apenas trece años― se desempeñaban como consumados expertos, cayendo sorpresivamente sobre sus víctimas, que se movían en ascuas por las tierras ingratas y turbulentas de la Vendée, presintiendo que en cualquier momento podían echárseles encima esos “animales del bosque”. La deserción y huida de los republicanos fue moneda corriente durante toda la guerra, lo que llegó a ocasionar incluso el suicidio de un general. 

La región se sublevó casi en su totalidad, y las mujeres participaban activamente, no solo cargando sobre sus espaldas el trabajo agropecuario, sino participando en la misma guerra, obstruyendo los caminos con árboles tumbados, proveyendo de alimento y sustento a las tropas, y, muchas de ellas, participando del mismo combate. El ejército patriótico descubrió demasiado tarde el sistema de comunicaciones con que los vandeanos, apostados en lo alto de los molinos, los vigilaban secretamente, escrutando sus movimientos, anunciándolos a los suyos por medio del movimiento o posición de las aspas. 

El asalto a la ciudad de Nantes, en el mes de junio, habría decidido la guerra a favor de los bandidos, en opinión de Napoleón. Pero eso no ocurrió. Entonces la suerte ya no corrió a favor del ejército católico y real. Westermann redobló su política de aniquilación del enemigo con el debido refuerzo de sus tropas, quemando todo lo que se encontraba a su paso, y obligando al ejército vandeano a cruzar el río Loira hacia el norte, junto a sus mujeres y niños, que veían arder sus hogares, lo cual haría enormemente gravoso y trágico “el gran éxodo”, facilitando el acecho fanático emprendido por los republicanos, que cazaban a sus víctimas escondidas entre los arbustos, arrastrándose, harapientas, en los lodazales que se enfriaban a medida que avanzaba el invierno, ensartándolas con las bayonetas o decapitándolas, y formando montañas de cadáveres al borde de los caminos, mientras incendiaban todo cuanto podía ser presa del fuego. La desesperación, la hambruna y la persecución despiadada y sin cuartel signaron la huida del ejército asediado que recorrió todo el noroeste francés, la Bretaña, la Normandía, para volver sobre sus pasos e intentar cruzar, nuevamente, el Loira, donde no encontraron barcos y fueron objeto de increíbles matanzas, a tal punto que, hacia fin de año, Westermann informaba a París: “Ya no hay Vendée… He exterminado todo”. La guerra había terminado.

"La región se sublevó casi en su totalidad, y las mujeres participaban activamente, no solo cargando sobre sus espaldas el trabajo agropecuario, sino participando en la misma guerra"

Sin embargo, faltaba lo peor. Un nuevo general en jefe, Louis Turreau, era enviado a la región con orden de no dejar ningún bandido vivo, sin discriminar sexo ni edad, y de convertir lo que había sido la riquísima comarca en un campo de cenizas. Turreau quiso prevenirse, cubrir sus espaldas ante eventuales cambios políticos que lo pudieran incriminar en el futuro, escogiéndolo como chivo expiatorio. Solicitó una orden por escrito, varias veces, hasta que el Comité de Salud Pública, es decir, Robespierre, le dio la orden de solución final, de genocidio: “extermina a los bandidos hasta el último, ese es tu deber”. Bandido era sinónimo de vandeano, de sublevado. Comenzaba así la etapa que es conocida, que lentamente es comenzada a conocerse, como “genocidio de la Vendée”, en que se procedió a la aniquilación total y sistemática de la región, barriendo todo el territorio por medio de las llamadas “columnas infernales”, dos ejércitos organizados en seis divisiones y doce columnas, ubicados en puntos opuestos, que trazaron un plan en que debían encontrarse al cabo de la empresa. 

Entonces se procedió a la quema de las casas, las aldeas, los pueblos, los castillos, los campos, las cosechas, los bosques, todo lo que pudiese arder, dejando a salvo tan solo los bienes que se consideraban propiedad de los patriotas. Naturalmente, estas medidas produjeron nuevos levantamientos y la reorganización del ejército insurrecto superviviente, pero ya muy debilitado. La quema iba acompañada de la matanza, para lo cual se introdujo la novedad de las “deportaciones verticales”, o “bautismo patriótico”, o “bañera nacional”, como denominaron al asesinato sistemático de miles de vandeanos conducidos, maniatados, a barcazas que eran dispuestas en decenas de puntos en el centro del río Loira. Se abrían boquetes a hachazos en la vieja madera para que el agua pudiese ingresar y hundir la embarcación. El Loira se transformó en un cementerio náutico, primero por las noches, luego ya en pleno día. Una variante la constituyó el “matrimonio republicano”, que consistía en atar a una muchacha junto a un muchacho desnudos, para que compartieran una muerte más íntima. Y luego siguieron los hornos encendidos, en los que echaban a las mujeres y los niños, y, por no detener la diversión, en varios de ellos fueron arrojadas también mujeres patrióticas. También esta modalidad encontró una especialización, conseguida colocando a las mujeres sobre parrillas de hierro, debajo de las cuales se ubicaban grandes calderas, y así se obtenía la extracción de grasa femenina. Así en Crisson, por ejemplo, donde fueron asadas ciento ochenta de ellas: “Envié diez barriles a Nantes ―testimonia un soldado―. Era como la grasa de momia: servía para los hospitales”. 

Antes de matarlas, los soldados solían violarlas. Una modalidad de ejecución era la de colgarlas atadas en los árboles, y, en ocasiones, boca abajo, colgadas de las piernas, para seccionarlas en dos. Los ancianos e inválidos fueron asesinados en sus camas y los niños degollados junto a sus madres. A muchos se los decapitaba, y se mostraba luego sus cabezas, a la manera macabra del Daesh. Los cadáveres de los hombres eran despellejados con el fin de obtener pantalones de montar destinados a los oficiales superiores. “La piel que proviene de hombres ―escribió Saint-Just en un informe― es de una consistencia y de una bondad superiores a la de las gamuzas. La de los sujetos femeninos es más flexible, pero presenta menos solidez”. Solo mencionamos algunas barbaridades cometidas en nombre de la Revolución y sus cacareados derechos humanos. “Las atrocidades que se han cometido ante mis ojos han afectado de tal manera mi corazón que no sentiré nunca la vida…”, confesó el general de brigada Danican. Algunos oficiales quisieron atenuar las medidas, pero se trataba de una orden de exterminio que comprometía la misión. Hacia fines del 94 Turreau se dirigía al gobierno de París para informar que la Vendée “no es más que un montón de ruinas”.

"El presuntuoso movimiento de las luces y de la razón había desembocado en la violencia más inhumana y atroz, enemiga de toda disidencia"

En el año 1986 el historiador Reynald Secher, que entonces tenía 30 años, publicó su tesis doctoral, contra viento y marea, y a pesar de los pesares. Faltaban tan solo tres años para los fastuosos festejos del bicentenario de la Revolución francesa, que encabezaría el presidente François Mitterrand. Secher no había podido ser disuadido por el círculo de Mitterrand, que gobernó entre 1981 y 1995, que intentó sobornarlo, y que no debía permitir, bajo ningún concepto, que esa bomba estallara así nomás. El entorno académico, entre ellos algunos docentes que alentaron su trabajo, le había advertido que eso le costaría su carrera académica, tal como aconteció, ya que Secher debió renunciar a su puesto de profesor y no pudo aspirar nunca más a ocupar un puesto en la universidad, y su vida personal se volvió un infierno. Se le hizo saber que “el principio de la Revolución no podía ser mancillado”. Pero, gracias al coraje de este hombre, la historia que él desenterró del silenciamiento, se va conociendo más y más. El propio Secher sentía vergüenza de su condición de vandeano ―nació en Nantes―, ya que sobre su tierra pesaba la acusación de reaccionaria. Pero, cuando comenzó a investigar, se topó con una verdad enterrada, que expone el primer genocidio moderno, ordenado por la más alta instancia del poder revolucionario, iluminado y enloquecido, un hecho extremadamente traumático y vergonzante para la Francia republicana, que se regodea de su Revolución modélica, al precio, claro, del mito y la falsificación histórica. El presuntuoso movimiento de las luces y de la razón había desembocado en la violencia más inhumana y atroz, enemiga de toda disidencia. Las bases de la Francia moderna huelen a podrido, un hedor nauseabundo que se intenta ventilar, pero que penetra y corrompe inexorablemente uno de los grandes mitos de la modernidad. Y con total cinismo se prefiere hablar de los tiempos oscuros del medioevo. 

Commentario(1)

  1. María del Carmen Moirón says

    Interesante visión sobre la Revolución Francesa que espero sea leída por muchos, antes de que se estrene en Uruguay la película «Vencer o morir»
    Hay mucha ignorancia al respecto.
    Bendiciones 🙏🏻

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