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Libertad religiosa

Cuarta entrega de la serie sobre el Concilio Vaticano II.
El Concilio Vaticano II significó un hito a nivel mundial. Fuente: CNA

¿Les ha pasado que cuando hacemos el camino de todos los días casi no vemos el camino? El asfalto, las veredas, la parada de la esquina, los árboles y su sombra ahí están, pero no nos fijamos en ellos. Estamos “fijos” en otras cosas. Tal vez más hondas y, seguro, más propias. Hasta que un día, por un momento, el escenario se vuelve protagonista.

Caminamos con lo que somos, hombres y mujeres identificados con nuestra fe, habitantes de este territorio, ciudadanos de esta república, conocedores de su historia. Hasta que un día una alarma no programada, suena y reclama nuestra atención.

La Dirección del Hospital Vilardebó invitó a la reapertura de su capilla y a la celebración litúrgica que allí tendría lugar. 

Para algunos, con este hecho, la laicidad fue desconocida una vez más, para otros se violó la Constitución y para unos cuantos quedaron muchas preguntas por responder.

¿De qué se trata esto? ¿No tenemos libertad religiosa? ¿No existe la libertad de culto? ¿No es esto lo que dice nuestra Constitución? ¿Qué es entonces lo que se ha violado?

Si buscamos en los registros de nuestra corta memoria histórica, a modo de muestra colorida, revivimos dos escenas. La primera es casi una postal. El virrey Elío, en la muralla de Montevideo, expulsa a los frailes franciscanos: “Váyanse con sus amigos los matreros”. Eran “los curas de la patria”.

Mucho más acá y muy presente en estos días, aparece nuestro primer obispo, monseñor Jacinto Vera desterrado por el gobierno de la época con el que todavía existía, entre otras cuestiones de fondo, la tensión por la ley de patronato. 

Frente a esto don Jacinto tenía las cosas muy claras: “Puedo renunciar a mis derechos pero no a mis deberes”.

¿Cuáles eran sus derechos y cuáles sus deberes? ¿Son los de la Iglesia de hoy? ¿Los nuestros tal vez?

Miremos ahora al presente. Una vez más pongamos sobre la mesa los documentos del Concilio Vaticano II y busquemos nuestras propias respuestas.

Encontramos un título en el que nos paramos sin dudarlo: Dignitatis Humanae ―Dignidad Humana―, la Declaración sobre la Libertad Religiosa: El derecho de la Persona y de las Comunidades a la Libertad Social y Civil en Materia Religiosa. 

Allí leemos: “De la dignidad de la persona humana tiene el hombre de hoy una conciencia cada día mayor y aumenta el número de quienes exigen que el hombre en su actuación goce y use de su propio criterio y de su libertad responsable, no movido por coacción, sino guiado por la conciencia del deber”. “Esta exigencia de libertad en la sociedad humana mira sobre todo a los bienes del espíritu humano. Principalmente aquellos que se refieren al libre ejercicio de la religión en la sociedad” (DH 1).

Estas afirmaciones tienen como fuente y meta legitimadora la dignidad humana. Este concepto, central en Vaticano II, aparece destacado en la constitución pastoral Gaudim et Spes ―Gozos y Esperanzas―, sobre la Iglesia en el mundo actual. 

El concepto “dignidad”, que fue considerado justo entonces, sigue siéndolo hoy. Al decir “dignidad” no aludimos a un mérito adquirido, sino a una dimensión constitutiva del hombre, que demanda una valoración y un trato de la persona humana acorde a su condición. Hablamos de un trato debido a todo hombre sin excepción alguna.

La mirada cristiana va más hondo aun, mira a través del hombre hasta su origen. El hombre es creación, la creación es proyecto y el proyecto es voluntad creadora, única e incontestable: “Hagamos al hombre” (Gn 1, 26).

Gaudium et Spes reconoce la identidad y la dignidad del hombre hecho a imagen y semejanza de Dios. Único ser capax Dei, capaz de reconocer a Dios, de escucharlo y de responderle amando. La creatura humana, puesta por encima de todas las realidades creadas, es capaz de pensamiento, de discernimiento, de decisión y de acción. Es libre y es responsable.

El hombre es persona, es en relación. Hecho a imagen de un Dios que se revela comunidad de amor en sí mismo, no fue creado en solitario sino para la comunión. La condición humana no es límite sino apertura; a Dios, a sus pares, al mundo y a su propio misterio. Su vocación es autotrascendente.

“¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?” pregunta el salmista que encuentra respuesta cuando levanta la mirada y exclama: “¡Yahvé, Señor nuestro, qué glorioso es tu nombre en toda la tierra!” (salmo 8).

El mundo y… su circunstancia han cambiado, la pregunta y la respuesta no.

Desde aquí Dignitatis Humanae entiende que la libertad religiosa “consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción […] de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida actuar conforme a ella, en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos” (DH 2).

“Este derecho a la libertad religiosa se funda realmente en la dignidad misma de la persona humana”; en consecuencia, “debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que se convierta en un derecho civil” que garantice igualmente la libertad sicológica y la inmunidad de coacción externa de los ciudadanos (DH 2).

Desde la fe vivimos nuestra condición como una posibilidad única “de conocer cada vez más la verdad inmutable. Por ello cada uno tiene la obligación y en consecuencia, el derecho, de buscar la verdad en materia religiosa […] para que lleguen a formarse prudentemente, juicios de conciencia rectos y verdaderos” (DH 3).

La verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona recurriendo a la Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, a la oración compartida y a la vida de fe de las comunidades buscadoras de Cristo, la Verdad en persona.

Respecto al culto la declaración afirma: “El poder civil cuyo fin propio es cuidar del bien común temporal, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla, pero hay que afirmar que excedería sus límites si pretendiera dirigir o impedir los actos religiosos” (DH 3).

El reconocimiento de estos derechos propios de la persona también debe alcanzar a las comunidades religiosas en el ejercicio del culto público o privado, y en la elección, formación y nombramiento de sus autoridades (DH 4).

La autoridad civil debe evitar “el obrar con abuso del derecho propio y lesión del derecho ajeno” reconociendo a las comunidades su derecho “a la enseñanza y la profesión pública de palabra o por escrito de su fe. Sin coacción o persuasión deshonesta” (DH 4). 

El mismo amparo debe darse a la libertad religiosa de las familias en el entendido de que los padres tienen a la vez el derecho y el deber de “determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, […] sin imponerles ni directa ni indirectamente cargas injustas por esta libertad de elección” (DH 4). 

Queda claro el ánimo de promoción de la libertad religiosa expresado en esta declaración conciliar que propone un esfuerzo de todos los actores sociales comprometidos con el bien común. Estos son: los ciudadanos, los grupos sociales, las comunidades religiosas, y el poder civil. A este último le corresponde “evitar que la igualdad jurídica de los ciudadanos, que pertenece al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, ni que se establezca entre ellos discriminación alguna” (DH 6).

La promoción responsable de la libertad religiosa requiere un reconocimiento igualmente responsable de sus deberes en la búsqueda honesta del bien común, de “la Paz, de la ordenada convivencia en la verdadera justicia y de la debida custodia de la moralidad pública” (DH 7). (DH 7)

Esta es una tarea que requiere compromiso y trabajo de todos. Dignitatis Humanae nos recuerda que “Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad”, lo que genera un compromiso vivido, no desde la coacción, sino desde el amor filial. “Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que Él mismo ha creado y que debe regirse por su propia determinación en uso de su libertad” (DH 11).

La realidad del mundo, apunta a otra cosa, las cifras oficiales hablan de persecuciones cada vez más numerosas y encarnizadas que llegan a manifestarse aún en la violencia armada.

En la Jornada Mundial de la Paz de 2007, Benedicto XVI decía: “Hay regímenes que imponen una única religión. Hay otros que alimentan, no tanto la persecución violenta, sino el escarnio cultural sistemático de las creencias religiosas”. “Esto promueve una mentalidad y una cultura negativa para la paz”.

Las concepciones de Dios y del hombre cambian con las culturas, pero “hay que afirmar con claridad, que nunca es aceptable una guerra en nombre de Dios. Cuando una cierta concepción de Dios da origen a hechos criminales, es señal de que esa concepción se ha convertido en ideología”.

El papa Francisco en 2019 aprobaba una Declaración de la Comisión Teológica Internacional que tiene este título: Libertad Religiosa para el Bien de Todos, y en enero de este año 2023, en su discurso al cuerpo diplomático acreditado en Roma afirmaba: “La paz también exige que se reconozca universalmente la libertad religiosa”. Claramente aludía a los hechos de cruenta represión que siguen ocurriendo hoy, pero también a otra realidad a la que llamó “persecución educada”, que ha crecido en muchos lugares a la sombra de los llamados discursos de la modernidad y el progreso.

Atendamos a las fechas. 

¿Cómo es posible que en este siglo estos temas sigan abiertos? Dolorosamente abiertos. ¿Será que los grandes cambios necesitan de los pequeños cambios? ¿Los de cada comunidad? ¿Los de cada hombre?

¿Será este el momento de asumir lo que nuestro beato primer obispo nos ha legado? ¿Cuáles son los derechos a los que puedo renunciar? ¿Cuáles los deberes a los que no puedo renunciar? Será hasta la próxima.

Por: Emilia Conde 

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