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La vida es vida, ¡sálvala!

5.ª entrega de la serie sobre Dante Alighieri, al cumplirse 700 años de su muerte.
"La Divina Comedia es una genial obra literaria que nos habla de cómo somos aquí en la tierra".

POR EL P. GONZALO ABADIE

Hemos hecho una rápida alusión, en el artículo anterior, al sentimiento paradójico que invade a las muchedumbres agolpadas en las orillas del río Aqueronte, en los momentos en que Caronte irrumpe en escena con brutalidad y maneras despóticas, urgiendo a las almas allí concentradas a entrar de inmediato en la barca que los llevará a su destino final. La premura parece sugerida por lo menos por dos circunstancias. 

Por una parte, hay que evitar problemas de tráfico: “antes de que bajaran en la otra orilla, se reunieron de este lado nuevas multitudes”. Sin duda que este tipo de observaciones siguen teniendo un efecto en cada generación de lectores, incluso en la nuestra ―o acaso especialmente en la nuestra― en que la mera consideración de una existencia de ultratumba, un mundo después de este mundo, y peor todavía, la mera posibilidad de arruinar la oportunidad de vivir, es concebido como un síntoma de enajenación mental, un absurdo, una curiosidad medieval. Dante está provocando a sus lectores: ojo que aquí no damos abasto, Caronte está desbordado. 

“El objetivo de la Divina Comedia es fundamentalmente práctico y transformante” (Pablo VI), contiene “una palabra que quiere tocar nuestro corazón y nuestra mente, destinada a transformarnos y a cambiarnos ya desde ahora, en esta vida” (Francisco). Una palabra para conseguir que veas tu vida desde una perspectiva total, en un solo golpe de vista, en un tris de eternidad, desde el zoom definitivo, desde el foco de luz que arroja su haz desde la meta, desde la cima, confiriendo gravedad, belleza y grandeza a quien se interponga en su reflejo. Las multitudes aludidas nos recuerdan las palabras de Jesús cuando una persona le preguntó si son pocos los que se salvan:

“Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran” (Mt 7, 13-14).

El objetivo de la Divina Comedia es fundamentalmente práctico y transformante (Papa Pablo IV). 

En el libro “Un lápiz en las manos de Dios”, la periodista Franca Zambonini refiere que en una ocasión la madre Teresa de Calcuta vio colgado en una pared un poema que decía:

La vida es una oportunidad, aprovéchala.

La vida es belleza, admírala.

La vida es una bendición, disfrútala.

La vida es un sueño, afróntalo.

La vida es un desafío, enfréntalo.

La vida es un deber, cúmplelo.

La vida es un juego, juégalo.

La vida es un tesoro, cuídalo.

La vida es una riqueza, consérvala.

La vida es un misterio, descúbrelo.

La vida es una promesa, realízala.

La vida es dolor, supéralo.

La vida es un himno, cántalo.

La vida es un combate, acéptalo.

La vida es una aventura, arriésgate.

La vida es felicidad, merécela.

 

Teresa se acercó y añadió debajo: 

“La vida es vida, ¡sálvala!”.

Respecto de la premura de las muchedumbres para embarcarse, surge un segundo elemento, asombroso. Ya Dante había preguntado a Virgilio, ni bien franqueada la puerta del Infierno: “¿y qué ley los obliga a parecer tan impacientes por pasar, como percibo en esta claridad tan débil?”. ¿Impacientes por cruzar el Aqueronte? Deseosos por seguir a quien les ha dicho: “No esperen ver el cielo jamás. Vengo para conducirlos a la otra orilla, a las tinieblas eternas, al fuego y al hielo”. Este es el aspecto desconcertante. Esa gente, de la que se nos dice que estaba deshecha en lágrimas y abatida, se mantiene sin embargo en pie de guerra, presa de la rabia y la indignación, rechinando los dientes, desafiando su destino, despotricando contra él, y, simultáneamente, anhelándolo, apurando el desenlace, precipitándose en el odio contra todos y contra todo. En el momento supremo, en la hora en que se sella la condenación, en el instante en que su verdugo con ojos de fuego, Caronte, se dispone a la ejecución, la caterva de condenados entona su credo de repudio en medio del griterío y la congoja remota en las playas malditas. Se sienten en su mundo, es el mundo en el que quieren estar y que sufren al mismo tiempo:

“Blasfemaban de Dios y de sus padres, de la especie humana, de la hora en que nacieron, de la prole que habían engendrado”.

¡Su ingreso en el Infierno es un acontecimiento que hace justicia! ¡Ellos así lo desean!: “los que murieron maldiciendo a Dios se juntan aquí desde todas partes, dispuestos a pasar el río, pues la divina justicia los empuja y el temor se les vuelve deseo”. El miedo cede ante el fervor que suscita la inminencia del paso hacia el otro lado. Y la divina justicia los empuja, va a su favor, respeta lo que ellos han elegido, y no solo ahora, sino que han traído ya decidido de sus días en la tierra. El deseo de las almas protervas concuerda con el orden que rige en la creación. El impulso subjetivo autodestructivo de los desdichados, su afán de autoaniquilación, concuerda con la ley divina, con la justicia de Dios, que es la razón que mueve la creación, una fuerza y una palabra objetivas que no se puede torcer. Y así, misteriosamente, Dios, que “quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4), respeta a cuantos libre y voluntariamente se oponen a ese designio: los que se oponen a ese orden de salvación, los que se oponen a la verdad. En este sentido, lo que llamamos “infierno” es una creación humana, es una realidad impuesta a Dios a la fuerza y contra su querer. No es un castigo; es un autocastigo. Es una autoexclusión, una suerte deseada, buscada… anhelada. 

Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno (Catecismo de la Iglesia Católica - N° 1033). 

“El destino eterno del hombre —sugiere Dante narrándonos las historias de tantos personajes, ilustres o poco conocidos— depende de sus elecciones, de su libertad” (Francisco). “Porque el salario del pecado es la muerte ―dice san Pablo―, mientras que el don gratuito de Dios es la Vida eterna, en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 6, 23). Dante, que ha “alimentado e intensificado la llama del ingenio y la virtud poética obteniendo inspiración de la fe católica”, que ha “cantado con acentos casi divinos los ideales cristianos” (Benedicto XV), que “es nuestro, nuestro, es decir de la fe católica” (Pablo VI), eleva a poesía, infunde emoción narrativa, abre a la ficción novelesca el anuncio del evangelio redentor que él mismo vive a flor de piel. El Catecismo expresa de modo categórico la naturaleza de la condenación: «Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno”» (n.º 1033).

La puerta del Infierno, de Rodín.

Ahora podemos contemplar la inscripción en la puerta del Infierno y comprenderla:

«Por mí se va a la ciudad doliente,

por mí se va al eterno dolor,

por mí se va entre la perdida gente.

 

»La Justicia movió a mi supremo autor;

me hicieron la divina potestad,

la suma sabiduría y el amor primero.

 

«Antes que yo no hubo cosa creada,

sino lo eterno, y yo permaneceré eternamente.

Ustedes, los que entran, abandonen toda esperanza».

Este sinsentido de obstinación ―no olvidemos que Virgilio explicó a Dante que al Infierno entran “los que han perdido el bien de la razón”, los que no han usado la cabeza, los que no han querido entender cómo funcionan las cosas, porque las cosas funcionan hacia arriba, hacia el Cielo, no hacia abajo―, esta sinrazón que conduce a alguien a desear entrar en el Infierno para perpetuar en la eternidad el modo de vivir (de no vivir) de la existencia terrena, un deseo tan grande que logra superar lo comprensible, lo lógico, y hasta el mismo miedo que tal situación conlleva, enlaza el mundo de ultratumba con la vida en la tierra. Los personajes que encontramos están “atrapados” en las obsesiones, en los propósitos ―en los “pecados”, decimos en el lenguaje religioso― que los extraviaron en vida, en un instante eterno que cifra el curso de su existencia. Nuestra peregrinación por el Infierno nos permite ver no tanto el futuro de los personajes que nos son mostrados, sino más bien cómo fue su vida aquí, cómo fue el infierno de su vida aquí en la tierra. Por eso, cuando Dante nos habla del más allá, quiere hablarnos del más acá. La Divina Comedia es una genial obra literaria que habla de cómo somos aquí en la tierra, de cómo buscamos colmar el deseo de vivir y alcanzar las estrellas, símbolo de la felicidad, cuál es el camino extraviado que nos embrutece y cuál nos lleva al Paraíso. Entrar con él por los mundos de ultratumba nos conduce no solo a una experiencia estética, sino moral y espiritual. ¿Cómo estoy viviendo?, ¿qué he hecho en la vida, qué he buscado?, ¿hacia dónde voy?, ¿qué está pasando con mis vínculos?, ¿cómo uso mi cabeza? Los personajes, las reacciones de Dante, la palabra de Virgilio, todo es como un revulsivo inquietante, un retiro espiritual que nos aguarda en cada canto, en cada capítulo, golpe tras golpe. “Si un libro no te cambia quiere decir que no lo has leído”, reza un apotegma que, en el caso de la Comedia, es incontestable. Todavía nos queda seguir descendiendo por el Infierno dantesco en los próximos artículos. Sé que entre algunos lectores existe el mismo deseo de Dante, de “ver de nuevo las estrellas” cuando salgamos de él. Todo a su tiempo.

Comentarios(2)

  1. Camilo Genta says

    Estimada Selva, aquí van los enlaces a las dos entregas que requieres. https://icm.org.uy/el-deseo-del-infierno/ (cuarta entrega) y https://icm.org.uy/lo-que-nunca-fue-dicho/ (segunda entrega)

  2. selva ruth pereira parada says

    No he recibido la 2a. y la 4a. entrega. ¿Cómo hacer para obtenerlas? Gracias

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