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La Bastilla

Primera entrega de una serie de la Revolución Francesa. Por Pbro. Gonzalo Abadie.
La toma de la Bastilla de Jean-Pierre Houël. Fuente: Biblioteca Nacional de Francia.

Hace unas semanas atrás, acosada por disturbios callejeros, que estallan de tanto en tanto, y con notable violencia, Francia celebraba su fiesta nacional del 14 de julio, fecha emblemática de la Revolución francesa, acontecimiento paradigmático no solo de las revoluciones que vendrían después, sino también de la sociedad moderna que ha querido ver en ella una de sus mayores fuentes de inspiración. Todo estudiante que pase por el liceo deberá escuchar y repetir las alabanzas que ritualmente se le dedican, a modo de afirmación democrática y de adhesión irrestricta al eslogan de igualdad, fraternidad y libertad, y a modo de iniciación para una vida saludablemente civil y civilizada, gracias a la cual llegaron al mundo los derechos humanos y pudieron ser superados los tiempos más oscuros y siniestros dominados por la fe, entendida como enemiga de la razón, de la ciencia, del conocimiento, etcétera, etcétera. Unos cuantos esquemas pedagógicos y teóricos, desligados de la trama de los sucesos reales y concretos, se encargarán de machacar estos contrastes, de tal modo de exaltar las pretendidas bondades revolucionarias y sepultar los siglos tenebrosos precedentes, cuyo conjunto es descartado, globalmente, como una época de lamentable vileza y atraso. Sobre este mito se funda la nueva Francia, la de los últimos doscientos cincuenta años casi, un mito que, sin embargo, hace enormes esfuerzos para sostenerse, para defenderse de la divulgación de lo realmente sucedido en aquellos años tumultuosos, y cuyo conocimiento resulta tremendamente inquietante. 

Una de las últimas historias sobre la Revolución francesa, la de Claude Quetel, ¡Cree o muere!, enfrenta a los lectores con los hechos desnudos que se van precipitando, que se desatan aquí y allí, como en las calles de París, iluminados por testimonios de los protagonistas, a veces conocidos, a veces no, extranjeros que se encuentran oportuna o inoportunamente en el lugar, que dejan para la posteridad lo que están presenciando desde, por ejemplo, la ventana de su casa, como sucedió al abate Andrés Morellet ―enciclopedista por otra parte, o sea, partidario de ‘las luces’―, que en la sobrecogedora noche del 13 al 14 de julio observó cómo las turbas, “hombres de la plebe más vil”, armados con fusiles, armas blancas y picas se detenían al pie de las casas y exigían se les entregara dinero y armas: “debíamos esperar todos los horrores que, desde siempre, han acompañado a situaciones semejantes”. Había comenzado el terror, mucho antes del período del Terror, con el que los apologetas de la revolución han querido salvar los años anteriores. Como si la revolución se hubiese desarrollado razonablemente y luego, y solo entonces, hubiese derivado en el horror. Claude Quetel observa que el terror se halló presente desde el primer día, y este es el punto verdaderamente original de su obra. 

Unos días antes, a dieciocho kilómetros, en los palacios de Versalles, una asamblea convocada por el cándido rey, puntualmente, para una consulta de índole económica, en vistas a dar solución a la situación de bancarrota del reino, se había levantado en asamblea permanente, en Asamblea Constituyente, sin que el rey Luis XVI se atreviese a impedirlo. Poco antes, cuando había amagado a disolver la asamblea, Mirabeau, que ya destacaba como uno de los personajes más prominentes y carismáticos de la asamblea, temido por su elocuencia, su verbo rudo y salvaje en que relumbraban las imágenes grandiosas y atrevidas, que hablaba más a la piel y al corazón de la gente que a su cabeza, le dijo a su enviado: “solamente la fuerza material podría desalojarnos”. El rey solo atinó a murmurar, sin carácter ninguno: “¡A la mierda! ¡Que se queden!”. La debilidad política del rey daba la impresión, no errada, de que todo estaba permitido, por lo cual la anarquía se asomaba por los cuatro costados. La fuerza policial parecía inactiva. Los regimientos del rey tampoco eran convocados o movilizados. La revuelta se envalentonaba. La voz de la rebelión se propagaba por la capital e inmediaciones. No había pan, y el único que podía conseguirse, estaba duro y negruzco. Los panfletos incendiarios de los revolucionarios exhortaban al alzamiento. Por la ciudad proliferaban muchos vagabundos y desempleados, y el hambre cundía. Los motines y algaradas brotaban como la hierba: una discusión en el mercado por el precio de un producto, provocaba de inmediato un tumulto, y un agitador aprovechaba de inmediato la ocasión para propiciar una manifestación y proveer una consigna política desviada del origen de la querella, pero que terminaba atizando los ánimos predispuestos para la protesta contra las autoridades.

La turba intimidante que Morellet presenció desde su ventana en la calle Saint-Honoré, en la noche del 14 podía andarse impunemente por la ciudad. El día anterior varios sucesos habían conmovido la capital, por cuyos distritos una multitud de amotinados, al redoble del tambor, había logrado reclutar cuarenta y ocho mil hombres para conformar una fuerza ‘patriótica’ ―el término ‘patria’ surge como antinomia de “el reino”―, que llevó el nombre de Guardia Nacional. Pero, ¿por qué está urgente leva entre la población para conformar una brigada popular? Porque Camille Desmoulins había estado arengando, un par de días antes, subido a una mesa en el Palacio Real ―importante centro de agitación política, patrocinado por el primo del rey, el duque de Orleans―, alarmando a los afiebrados asistentes con la noticia de que fuerzas del rey entrarían en la noche para degollar a los sublevados. Pero eso no era cierto. En cambio, miembros de la caballería que se dirigían por los Campos Elíseos fueron atacados por una horda de manifestantes, sin defenderse, porque había orden de no disparar. En una situación así, el jefe de policía resolvió retirar la fuerza y “abandonar París a sí mismo”, escribió después. Zona liberada.

Invariablemente, la acción de las revueltas encontraba la renuncia a una respuesta efectiva de parte de la autoridad, minada por la propaganda de décadas de los enciclopedistas y ‘filosofistas’ (militantes ideológicos conocidos como los philosophes), que a partir sobre todo de los años 50 habían desatado el “terror seco”, como lo llamó el historiador Agustín Cochin, es decir, la calumnia, la burla, el insulto, la violencia verbal contra todo aquel que buscara oponerse a sus ideas, valiéndose de panfletos, de viñetas y caricaturas despiadadas, de verdaderos hostigamientos propagados desde los salones literarios, cafés y clubes políticos. 

"Unos cuantos esquemas pedagógicos y teóricos, desligados de la trama de los sucesos reales y concretos, se encargarán de machacar estos contrastes, de tal modo de exaltar las pretendidas bondades revolucionarias y sepultar los siglos tenebrosos precedentes, cuyo conjunto es descartado, globalmente, como una época de lamentable vileza y atraso"

El terror seco, el terror del pensamiento ―que hoy nos hace pensar en la cultura de la cancelación―, precedió y preparó el terror sangriento, como también sucedió en la revolución rusa. El historiador Richard Pipes da cuenta de cómo Lenin había aprendido ese principio revolucionario, y cómo admitió la validez (in)moral de apelar a la calumnia como arma contra el enemigo, si eso coadyuvaba al éxito político buscado. En 1907 reconoció con desfachatez, ante un tribunal socialista, haber difamado a los mencheviques de traición a los obreros. Decía Lenin en esa ocasión: 

“Mi formulación [= mi calumnia] no está destinada a persuadir, sino a romper las filas del adversario, no a corregir el error del adversario, sino a aniquilarlo, a borrar de la faz de la Tierra su organización. Mi formulación tiene en efecto tal carácter que provoca las peores ideas, las peores sospechas respecto del adversario…”.

Años de silencio de parte de la corte, habían acomplejado gravemente su suerte y su existencia, que estaba inoperante, como lo estaba su rey, que contemplaba pasivamente lo que acontecía bajo su mirada, paralizado. En las calles de París convivían simultáneamente el furor y el miedo, como dos caras de una misma moneda.

La Guardia Nacional, que exhibía la escarapela roja y azul, ya estaba conformada. Faltaban las armas. A las nueve y media de la mañana del 14, unos siete mil hombres asaltaron los sótanos de los Inválidos, que albergaban depósitos de armas, de donde se llevaron treinta mil fusiles y algunos cañones. Tampoco los regimientos que los custodiaban opusieron resistencia. En la tarde, tocó el turno de la fortaleza de la Bastilla, no porque fuese el símbolo despiadado y sombrío del despótico Antiguo Régimen, de acuerdo a la propaganda de la Ilustración, sino simplemente porque allí se encontraba custodiada la pólvora y las municiones que no se habían obtenido todavía. Otra vez, el gobernador Bernard René Jourdan, débil, irresoluto, incompetente, prefirió parlamentar con algunos voceros de los quince mil amotinados, entre ellos muchísimos curiosos, que, impotentes, se hallaban ante la fosa de la imponente Bastilla. Hubo tan solo alguna detonación. Pero el gobernador, amistoso, ordenó finalmente bajar el puente levadizo. A cambio le cortaron la cabeza y la ensartaron en una pica, que pasearon por las calles de París. Había festejos, bailes, algarabía desconcertada, pero todo cambiaba al ver pasar la procesión que aparecía ante la mirada de la gente que la veía asomarse a una esquina, como le pasó a un inglés que se encontraba en las inmediaciones del Palacio Real y escribió: “Era un espectáculo horrible, que ponía los pelos de punta”.

Sobre la Bastilla se había exagerado hasta lo imposible acerca de los prisioneros políticos del régimen. En efecto, los asaltantes liberaron a los prisioneros, unos escasos siete, tan solo. Cuatro de ellos, falsificadores, aprovecharon para escabullirse en la confusión. Los otros tres fueron exhibidos jubilosamente por los manifestantes, y recibían el homenaje admirado y rendido de los amotinados, que veían en ellos a tres héroes de la libertad envilecidos por un monarca insensible y terrible que los había arrojado a la celda abominable, en medio de tormentos inconfesables. Pero pronto la caravana del júbilo patriótico notó algunas rarezas llamativas en dos de los cautivos liberados: estaban rematadamente locos. Pronto fueron encerrados en el asilo de Charenton. Por fortuna quedaba un séptimo para poder ser elevado a la gloria revolucionaria, pero también se hizo humo en cuanto pudo, porque estaba condenado por incesto, y no quería pasar de los aplausos y la veneración popular, que le parecían un sueño, a las paredes de una nueva prisión. Y puesto que la Bastilla se mostraba tan ingrata con las consignas revolucionarias, los patriotas decidieron dejar de fingir para ingresar decididamente en el terreno de la ficción. Decidieron inventar un octavo prisionero, al que le asignaron el nombre de Lorges, y una dramática historia de prisionero político, que llevaba décadas aherrojado por unas crueles cadenas, liberado finalmente por el pueblo sublevado. Comenzaba el mito de la Bastilla.

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