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Jacinto Vera. Una mirada real

Discurso pronunciado en representación de los laicos por el Dr. José María Robaina Ansó, en la Catedral de Montevideo, el día 6 de mayo de 1981, al término de la misa concelebrada en el acto de homenaje a monseñor Jacinto Vera con motivo del centenario de su fallecimiento.
El beato fue reconocido por propios y extraños. Fuente: R. Fernández

Pienso que, en esta hora, mi voz se levanta no solo para recoger la emoción y el homenaje de los laicos de hoy, sino además para asumir en la mía las voces que legendariamente vienen de la historia y que congregan, en un gran coro, a las multitudes de laicos que formó y organizó el gran prelado de la vida admirable.

Contraigo, entonces, la misión histórica de hablar, también, por ellos, que nos precedieron con honor en el trabajo evangelizador y que, de alguna manera, constituyen el ejemplo sobre el que debiéramos orientarnos más allá de las circunstancias concretas.

Si no lo hiciera así, nuestro homenaje a monseñor Jacinto Vera quedaría extenuado por injustas limitaciones.

Somos, también, hijos de una historia engrandecida por la virtud de nuestros padres, lo sean por la sangre o por la cultura.

En esa historia —que es historia patria, historia de la patria,— está el obispo de la santidad testimoniada por la unanimidad de sus contemporáneos.

Su figura emerge desde el humus más rico y profundo de la tierra misma y nos mira desde una altura a la que llegó por sus virtudes evangélicas y su perfil criollo. Advertimos que su fuerza nos compromete, porque esa fuerza no fue solo la de la carne y la sangre canarias, no fue solo la que ganó bajo el sol y en los surcos de chacarero trabajador en los campos del Toledo nuestro. Fue, sobre todo, la fuerza que ganó por la autenticidad con que vivió el Evangelio; por la caridad que derramó a manos llenas; por su inalterable vocación misionera; por su oración continua; por su sacerdocio sencillo, pobre y piadoso; por la contracción y el esmero con que ejerció su oficio episcopal de santificar, como administrador de la gracia del Supremo Sacerdote.

Por todo eso y por su ciencia y por sus dotes de gobierno y por su capacidad para aglutinar una sociabilidad entonces en formación, no solo organizó en nuestra tierra la Iglesia. Gravitó, —además— en forma singular y misteriosa sobre la integración misma de la personalidad nacional.

Este país que, por tantas razones, le debe a la Iglesia alguno de sus rasgos más profundos, le debe en concreto a monseñor Jacinto Vera mucha de la savia que alimenta su decoro histórico y tanto más de la raíz de su estilo abierto, democrático y dialogante en dimensión universal.

Venía de los años fundacionales. Su ambiente inicial fue el de las grandes batallas y el de los grandes ejemplos patricios, cuando el país comenzaba a ser y a pensarse, aunque fuera intuitivamente.

Su ingreso a los estudios contó con apoyo de Lázaro Gadea, un cura patricio de enjundia y valor. El sitio de sus estudios primeros fue el Convento de San Bernardino y sus maestros fueron los franciscanos. ¡Otra vez el Convento y los frailes apareciendo en nuestra historia! Sintió de niño y de adolescente las grandes voces que saludaron el nacimiento de la patria.

Sabía lo que era la patria esencial. Estuvo cerca de la sangre y la gloria. Todo esto se incorporó a su personalidad y nutrió su afán por una unidad nacional por la que luchó e intercedió. Sentía que la unión de los uruguayos tenía que ser un hecho encumbrado por la devoción de todos.

Digamos que hay una historia que comienza el día de su nacimiento. Luego fueron 68 años de virtud; 40 de sacerdocio ejemplar; 20 de gobierno eclesiástico sin decaimientos y con amor. Frente al espectáculo singular de esta vida útil, Zorrilla de San Martín podrá decir que, en conciencia, no le recuerda ninguna imperfección.

¿Qué le debemos los laicos? ¿Por qué razón tenemos algo especial que decir esta noche, en el ámbito solemne y emocionante de la que fuera su catedral?

Nuestra deuda, por lo menos, radica en lo siguiente:

1.º) La autenticidad de la docencia en el reino de las almas;

2.°) La independencia del testimonio frente a todas las subordinaciones temporales;

3.°) La fidelidad al Padre que está en Roma. En esta perspectiva ¿puede olvidarse, acaso, su imagen casi imponente, caminando casi solo por las turbulentas calles de la Roma de 1870, con el objeto de llegar hasta Pío IX a fin de testimoniarle su lealtad, su fidelidad, su simple amor en el instante de la gran crisis?

4°) Su preocupación por integrarnos hasta la participación efectiva en la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo. Este lenguaje del Vaticano II fue intuido conceptualmente por nuestro obispo cien años antes.

Por eso y para eso bautizó incansablemente; confirmó incansablemente; confesó todos los días y a todas las horas; predicó vigorosa e incansablemente; misionó por todo el país (aquel país desierto) hasta cerca de cien veces; le abrió los caminos de la Redención y de la Gracia a todos los hombres, hasta llegar a los más abandonados y solitarios y lejanos.

Por eso y para eso, trajo congregaciones religiosas, les entregó colegios y los fundó, dándoles su sonrisa y su bendición; fundó y estimuló instituciones culturales y periodísticas y les entregó a sus más ilustrados sacerdotes. ¿Acaso Isasa es necesario evocar los nombres de Soler, o Bentancour? En esta y para esto, confió en los primeros laicos que iniciaban la gran tarea evangelizadora.

Abrió, así, los caminos para la síntesis "ciencia-fe", "oración y cultura".

5°) Creó el Seminario y formó un clero virtuoso y culto. Los laicos necesitamos junto a nosotros a sacerdotes virtuosos y sabios. Estamos junto a ellos en el Pueblo de Dios y juntos somos, en buena parte, los responsables de la unidad y de la evangelización.

6) Pienso que le debemos nuestra historia de hoy. De alguna manera, los "laicos de monseñor Vera" nos precedieron en la evangelización. Somos los hijos de su historia, uno de cuyos primeros actos formales podemos encontrar en el gran Congreso Católico de 1889 —a ocho años de su muerte—, en el que se advirtió una presencia laical sin precedentes, encumbrada por grandes hombres y por grandes nombres. Nuestros nombres históricos. Era el primer fruto, el gran fruto de su preocupación por nosotros.

Tenemos que conocerlo, amarlo y servirlo en el orden del Cuerpo Místico y en la concreta adhesión a sus sucesores, los obispos de hoy.

Desde su rostro bondadoso, nace una ternura que, incluso, nos invita a pensar en perspectiva eclesial y a orar mirando hacia el sitio de la Última Cena.

Su mirada nos parece, es, una mirada real.

¡Lástima que no podamos verle levantar su mano para bendecirnos!

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