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Hora de ponerse los pantalones

Tercera entrega de la serie sobre la Revolución Francesa. Por el Pbro. Gonzalo Abadie.
"Guillotina", autor anónimo. Foto Bulloz/RMN-GRAND PALAIS

En setiembre de 1792 se produjeron escenas horripilantes en las cárceles de París, atestadas de prisioneros políticos: sacerdotes, miembros de la nobleza y guardias suizos que estaban encargados de la defensa del rey, y eran fieles a él. Era el cuerpo de corps, que había sido destruido el 10 de agosto, otro día sangriento, macabro más bien. 

Los masacrados de setiembre fueron el blanco de una operación de limpieza, una más de las innumerables que presentan los tremendos años de la Revolución francesa, marcada por un aumento de la bestialidad, un compendio del asesinato, la tortura y el terror, que colmó la medida con el genocidio de la Vandée, hechos que se mantienen aún como sombras marginales o simplemente silenciados. 

Ambos acontecimientos, los de agosto y setiembre, son aludidos en las películas sobre la Revolución francesa, pero distorsionadas o edulcoradas convenientemente. Si muestran algún exceso u horror, se cuidan de insinuarlo apenas, y asignarlo a algún grupo que actuó por libre cuenta, esos exaltados que hay en todas partes y que son incontrolables en tiempos de agitación social y política. Algo normal. Pero en realidad fueron fríamente dirigidos por los cabecillas revolucionarios, que procuraron permanecer tras bambalinas para mantener cierta apariencia, y mandar al frente a otros.

Luis XVI, que era un hombre inteligente pero cándido, sumamente pacífico, y de carácter débil, se había mostrado dócil a las exigencias de las asambleas revolucionarias, aceptando mal que bien las medidas que conspiraban contra sus prerrogativas reales, y que habían conducido el reino hacia una monarquía constitucional. Veía con desconcierto y perplejidad el curso de los acontecimientos, inéditos, que se precipitaban rápidamente, y que no le hacían ninguna gracia, pero no era lo suficientemente tonto como para no advertir los sucesivos golpes de Estado que se iban produciendo bajo la fachada de elecciones, diputados, Constitución y leyes respectivas. 

El monarca sabía muy bien cómo los jacobinos ejecutaban la música que bailaban todos los demás, cómo manipulaban la Asamblea, y lo que sucedía cuando alguien les ofrecía resistencia, por pequeña que fuera. Recordaba bien los sucesos del 5 y 6 de octubre del 89, cuando lo forzaron a abandonar el Palacio de Versalles contra su voluntad, para dejarlo en una posición, casi de prisionero, en el Palacio de las Tullerías, en París. Unas diez mil mujeres, a las que se habían sumado algunos contingentes de patriotas como escolta, marcharon sobre Versalles con la consigna de pedir el pan, pero el objetivo era otro: sacarlo del palacio. Como él se rehusó a abandonar Versalles cuando se lo invitó a ello, un grupo armado ingresó como por arte de magia en los aposentos reales, luego de una noche de jarana, fogatas, baile y alcohol en la explanada. Mataron a unos guardias suizos que salieron a su paso, y casi se introdujeron en las habitaciones de María Antonieta, que escapó por un pelo. La multitud bramaba fuera. La Guardia Nacional, que siempre descuidaba las puertas y desaparecía, llegó finalmente cuando la situación había llegado al límite. Pero el rey se vio obligado a apaciguar a la multitud fervorosa que exigía saliera al balcón. Y alguien gritó: “¡A París!”. Y él no pudo sino asentir y regresar humillado a la capital, en una procesión bufonesca que lo expuso a todo tipo de vilezas, una caravana grotesca que lo exhibía como un cautivo rumbo al matadero, un prestigioso cautivo forzado a marchar entre malhechores.

La suerte del rey se fue estrechando cada vez más, pero la Constitución promulgada por la Asamblea Constituyente aún le concedía el derecho al veto, que Luis se decidió a usar, ya desengañado del todo, especialmente de la cuestión contra la Iglesia y la fe del pueblo francés, que lo tenía lleno de remordimientos. La persecución era cada vez más terrible. 

La desesperación por remediar la bancarrota económica había excitado la codicia de los diputados resueltos a quedarse con los bienes de la Iglesia sin que mediara ningún tapujo moral ni impedimento legal, así que arremetieron contra la propiedad privada y los proclamados derechos humanos del hombre y los ciudadanos, de los que se ufanaban como garantes. Es cierto que ese día rugían las masas fuera de la Asamblea, que espontánea y milagrosamente cayeron a las seis de la mañana, para gritar y amenazar a los diputados que osaran resistirse a la medida. Las masas enardecidas siempre estaban allí rodeando la Asamblea, y dentro de ella, con puntual espontaneidad, cada vez que se reclamaba su presencia. 

El espíritu de odio a la fe que estaba en las entrañas de la Ilustración y las nuevas ideas, fue invadiendo el ánimo de los revolucionarios en la misma medida que el sector extremista, radical y ateo, iba ganando terreno, presurosamente. Paralelamente la destrucción y pillaje de los bienes de la Iglesia iría extendiéndose por todo el territorio, sometiendo a la demolición, robo y mutilación toda presencia religiosa que se remontaba a trece siglos de existencia. Abadías, iglesias, conventos, pinturas y obras de arte geniales, lienzos y cuadros, objetos litúrgicos, esculturas, bibliotecas famosas y manuscritos únicos, revestimientos de madera, entarimados, hierros forjados, rejerías, vitrales, frescos, artesonados, rosetones, claustros… Todo sería arrasado. ¿Quién podría detener la vorágine adanista que trastornaba los ánimos afiebrados de los jacobinos, la presunción de incendiarlo todo para empezar desde un nuevo origen, un nuevo paraíso inmaculado, puro, incorrupto? Un hombre nuevo, una nueva creación, moldeada ya sin el influjo de las tinieblas de la religión, sino según las luces de la razón. 

"El espíritu de odio a la fe que estaba en las entrañas de la Ilustración y las nuevas ideas, fue invadiendo el ánimo de los revolucionarios"

Tres meses después, la Asamblea decretó la supresión de las congregaciones religiosas. Bueno, en realidad las congregaciones ya estaban en la calle, porque los religiosos no tenían dónde vivir una vez que fueron secuestrados los conventos. En las argumentaciones de rigor que precedieron estas resoluciones, se escucharon barbaridades, del tipo: la Iglesia se dedica a la caridad, al servicio de la comunidad, así que en esta hora debe ofrecer sus bienes al pueblo; o bien, con cinismo más desembozado: la nación está por encima de las leyes, y puede cambiar estas,  cuantas veces lo considere necesario. O sea: podemos hacer lo que se nos dé la gana. Este fue Mirabeau, cuando se enfrentó al hecho de que lo que se estaba perpetrando constituía un grave delito. Los bienes eran en su inmensa mayoría, como es sabido, donaciones de los fieles. “Nuestras propiedades garantizan las de ustedes. Hoy somos atacados, pero no se engañen; si somos despojados, ustedes también lo serán”, profetizó entonces el abate Maury, rodeado por la jauría, inútilmente.

Un año después de la Bastilla, la Asamblea dio un paso que no tendría marcha atrás, y que violentaría profunda y definitivamente la paz de Francia, al votar la Constitución Civil del Clero, una expresión totalitaria en sí misma. Es decir: el clero ha pasado a la órbita civil, estatal. A imagen de la Inglaterra del siglo XVI, el Estado se erigía en la cabeza de la nueva Iglesia, cuyos obispos y sacerdotes serían considerados en el futuro como funcionarios suyos, asalariados y nombrados por los ciudadanos. Según lo manifestado por Mirabeau “el servicio de los altares es una función pública”. Esto significaba la ruptura con la comunión católica, y, por tanto, con el papa. Unos y otros, obispos y sacerdotes, fueron emplazados a un juramento, cuya consumación o rechazo los pondría en la zona del bien o del mal. O estaban con la revolución o en contra de ella. Se llegaba así a una contradicción, una iniciativa que iba contra la razón, tan divinizada por los autodenominados patriotas: “La Revolución acababa de inventar una Iglesia de Estado sin una religión de Estado” (Claude Quetel). 

Luis XVI, de Antoine-François Callet. Fuente: Museo Nacional del Prado

Los obispos, en bloque, casi cien, salvo alguna excepción, se mantuvieron fieles. El clero, confundido, se repartió por partes iguales. Debieron jurar al terminar sus misas, presionados por las autoridades locales y sobre todo por las hordas de fanáticos que gritaban, abucheaban e insultaban, mezclados entre la feligresía, al sacerdote que debía jurar o convertirse en un apestado. Quienes se resistían, los denominados curas refractarios, llevarían el estigma de antirrevolucionarios, y debían marcharse. Ya no eran nada. Los juramentados podían seguir, ahora como funcionarios del Estado, que debería nombrar nuevos obispos y sacerdotes ‘juramentados’, que el pueblo, en toda Francia, rechazaría y hostilizaría. Algunos juramentados llegaban a sus parroquias acompañados por la fuerza pública, o se encontraban con las iglesias desiertas, o con las ropas en la sacristía presentando alguna sorpresa, sin una manga, o llena de agujeros. O no había hostias, ni vino, o las llaves desaparecían. 

En diciembre del 91 el rey volvió a vetar una ley que quería obligar a los sacerdotes refractarios a jurar fidelidad a la Constitución Civil del Clero. Luis XVI no estaba dispuesto a ceder, apesadumbrado por su responsabilidad en toda esta cuestión. En estos días pidió secretamente la intervención de Prusia. La presión sobre los sacerdotes recalcitrantes era cada vez más apremiante, y un diputado pidió que se los marcara en el rostro con un hierro candente. La guerra entre Francia y las potencias extranjeras se declaró en abril del 92. 

Era el momento para darle un nuevo golpe al rey y hacer entrar en escena a los sans-culotte, “una hez reclutada en las prisiones y entre los muchos vagabundos que pululaban en aquel país” (Alfredo Sáenz), y que algunos estudiantes temerarios toman por gentuza con mala suerte, o, incluso, mersa defectuosa, carente de un trasero notorio o sobresaliente o poco esponjoso. En realidad era una expresión irónica acuñada por los jacobinos, para aludir a un grupo opuesto a los nobles, que usaban culotte, pantalón corto ajustado a la rodilla. Son los de pantalón largo. Ellos serán las fuerzas que pondrá en movimiento Danton para sembrar el pavor, eliminar al rey y desatar el frenesí de sangre y violencia de agosto y setiembre de 1792, un nuevo escalón en la escalera del terror.

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