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En la vida como en la muerte

6.ª entrega de la serie sobre Dante Alighieri, al cumplirse 700 años de su muerte.
Grabado de Capaneo en el Infierno de Dante, del inglés William Blake

Por el P. Gonzalo Abadie

La emoción contenida contagia el ánimo del lector que, canto a canto, va descendiendo ―junto a Dante y su guía Virgilio―, la espiral de círculos, nueve en total, que se adentran hasta el centro de la tierra donde se encuentra su amo. El genio de Dante alterna los escenarios como un experimentado director teatral que conoce los tiempos psicológicos y anímicos del espectador, y sabe cuándo ha llegado el momento de conducirlo hacia una nueva atmósfera en que la sorpresa, nuevamente, y otra vez más, y otra también, volverá a conquistar su atención, su curiosidad, y a surtir su imaginación con las más variadas y espectaculares ambientaciones, de tal modo que es en el interior de esta dinámica expansiva y evocadora de las imágenes poéticas donde escuchamos la voz de los protagonistas, o el rumor incierto y lejano de los lamentos anónimos, o el fragor incandescente de un río de sangre donde bullen los criminales, los tiranos, los violentos salteadores de caminos o los bandidos de la calle, que parecen cocinarse en el elemento que ellos mismos han derramado. Es el río Flegetonte, sobrevolado por un centauro que lleva en su cabalgata aérea a los peregrinos de ultratumba quienes, sin que advirtamos una transición forzada, ingresan en un bosque sombrío e íntimo de dolor melancólico, y se confían a la cadencia más sosegada del diálogo que allí tiene lugar con uno de los condenados, transformados en zarzas rugosas y plañideras ―“Hombres fuimos y ahora estamos convertidos en leños”―, convertidos en el mismísimo bosque donde habitan los que voluntariamente han despreciado el cuerpo que ya no habrán de recuperar el día de la resurrección de los muertos.

El genio de Dante alterna los escenarios como un experimentado director teatral que conoce los tiempos psicológicos y anímicos del espectador...

Mientras discurre esta pausa susurrante y umbrosa, el escenógrafo tiene ya preparada la impactante escena que se desarrollará ni bien se salga de la espesura y el letargo, cuando se abra ante nuestra vista un arenal ardiente sobre el que llueven incesantes copos de fuego. Ahora la escena está despejada, abierta y rutilante, de tal modo que en el centro de nuestro campo visual destaque un condenado desnudo, uno gigante, que “yace desdeñoso y torvo, como si la lluvia no le afectara”, ni las candentes playas, indiferente a la suerte que corren los otros miserables chamuscados y tatuados por las llagas. Es Capaneo, grotesco y soberbio, cuya estampa desafiante se planta agresivamente ante el ojo del lector y la visita, contrastado por el resto de desdichados que se agitan, inflamados, con desesperación, de tal modo que su fiereza se eleva hasta el paroxismo:

“sin descansar jamás, proseguía la danza de las míseras manos de acá para allá, tratando de alejar de sí el ardor, siempre renovado”.

Cada tanto, Dante sitúa en primer plano a uno de estos personajes marcados por el orgullo casi caricaturesco. Los soberbios no están destinados a un círculo especial del Infierno, sino que la soberbia es la raíz que se encuentra en cada historia de los condenados, porque es el pecado original, es decir, aquel en que tiene origen todo pecado. Unos círculos más atrás había tenido su momento estelar el florentino Felipe Argenti, “que fue en el mundo un soberbio”. Lo vimos emerger de las fangosas aguas de la laguna Estigia, y finalmente ser acometido “por las otras sombras enlodadas”, irascibles como él, que lo cercaron y abordaron para aporrearlo al grito de “¡A Felipe Argenti!”, mientras este “se desgarraba a sí mismo con los dientes”. Los soberbios de la Comedia son consumidos por la rabia, invariablemente. Más adelante será el turno de Vanni Fucci, ladrón de objetos religiosos, en apariencia un ladrón más, pero que revela su condición al alzar airado y repentinamente los puños cerrados hacia el cielo que ya no existe para él, con los sendos dedos mayores dirigidos hacia lo alto, como empuñando dos blasfemias, una en cada mano: “¡Tómalas, Dios, que van para ti!”. Ni bien entrado a escena se había presentado a sí mismo diciendo: “Soy Vanni Fucci, la bestia”. Capaneo, por su parte, tendido en el brasero de arena y bajo la lluvia maldita de fuego, al advertir la presencia curiosa de Dante que lo observaba a la distancia y al resguardo del peligro, prefirió ahorrarse todo preámbulo e ir al grano: “Tal como fui en vida, soy en la muerte”. Si bien Capaneo finge ser invulnerable al fuego abrasador que tiene a todos sus compañeros en jaque, no puede sin embargo disimular, él tampoco, como sucede a Felipe Argenti y a Vanni Fucci, el ardor interior que lo devora y somete, y así se lo hizo saber Virgilio:

“¡Oh, Capaneo! El solo hecho de que tu soberbia no mengua nunca es tu mayor castigo. Ningún martirio como la rabia que te consume sería tan adecuado a tu furor”.

Retrato alegórico de Dante, de autor anónimo. Florencia siglo XVI, actualmente en el National Gallery of Art.

Como se ha señalado anteriormente, el Infierno es el aquí visto en toda su verdad, es la humanidad contemplada por Dante bajo el haz luminoso de la redención cristiana. La soberbia conduce a la autodestrucción, a la evidencia de la autoaniquilación, que contiene en sí misma un castigo, y es el de consumirse en el furor de no poder conseguir lo que se quiere, de chocar con la realidad, la cual impone límites infranqueables que nos ayudan a ubicarnos, o que nos destruyen si emprendemos una lucha ciega contra ellos. Capaneo se jacta de su modo de ser en medio de un entorno desolador, aislado de todo y de todos, como si dijera: a mí no me importa nada, yo soy como soy aunque me caiga una lluvia de fuego y no haya dónde poner un pie, yo sigo así, contra lo que venga. Y aunque me digan que las cosas no son como quiero verlas, me importa un bledo, aunque todo se convierta en un infierno, y no haya marcha atrás, porque a mí nadie me impone una frontera, y no necesito rectificar el camino, ni responder ante nada ni nadie. Las pasiones no solo gobiernan a Capaneo, sino que su inteligencia está a favor de esta relación de fuerzas. Su inteligencia está a favor del mal y la estulticia. Por eso Capaneo está en el círculo de los violentos contra Dios, contra el acto creador de Dios. Porque él se opone a la realidad, a una certeza palmaria que nos enseña la vida: no somos dioses que podamos reinventar lo que somos. La estupidez del soberbio está en la jactancia de Capaneo, que se ufana de la derrota patética que lo condena a una guerra interior atroz, de inútil indignación contra sí mismo: “Tal como fui en vida, soy en la muerte”. Él se rebela contra Dios, porque Dios representa el límite de lo que Capaneo es: una criatura, alguien necesariamente puesto en relación con otros y con el entorno, alguien necesariamente dependiente, alguien que debe aceptar su humanidad. No es que Dante quiera hablarnos de los soberbios de ultratumba, sino de los que ha conocido en Florencia, de los que han desatado el infierno en su ciudad, porque no les importaba nada ni nadie. Los condenados que nos cuentan su historia en el Infierno lo han querido todo, lo han deseado todo ―y eso es bueno, cree Dante, porque el hombre ha sido creado para las estrellas―, pero lo han pretendido sin inteligencia. Argenti, Capaneo, Fucci, como tantos otros, simbolizan la estupidez.

Como se ha señalado anteriormente, el Infierno es el aquí visto en toda su verdad, es la humanidad contemplada por Dante bajo el haz luminoso de la redención cristiana.

En el último sector del Infierno, el de los Malosfosos (Malebolge), los diez fosos malditos, una suerte de valles concéntricos de piedra ferruginosa que rodean el reducto final, se encuentran los que han torcido la inteligencia, los que han desvirtuado la razón, no porque no la hayan usado, sino porque la han desviado de la dirección natural plasmada en ella. La han pervertido usándola para el mal. Y si la razón es la llave para alcanzar las estrellas y la luz ―la meta verdadera―, aquí se encuentran los grandes pecadores que la han adulterado, invirtiéndola, usándola ―contra su propia naturaleza―, para el engaño, la mentira, el destino contrario a la verdad, que es el destino de la Humanidad. Por eso los fosos malditos son el lugar de los fraudulentos. Para Dante no es lo mismo un asesino arrastrado por una pasión bestial ―que encontramos en el círculo de los violentos contra el prójimo, como hemos visto―, que uno que ha calculado bien las cosas, aunque vista de traje y sea respetable socialmente. A este último lo ubica en las zonas más profundas del abismo, en el octavo círculo de las fosas, o bolsas, como las llama el autor.

Entramos así en el territorio de la ambigüedad, donde las cosas no son lo que parecen, donde la naturaleza animal incrementa su presencia invasiva, ya no solo bajo la figura de seres horripilantes como sucedía en el primer sector ―el de los incontinentes―; ni manifestando una mayor cercanía, codo con codo, lado a lado, como en el segundo sector ―el de los violentos―, donde vemos centauros (mitad hombres, mitad caballos), o el Minotauro (mitad hombre, mitad toro), o las arpías del bosque (cuerpo de ave, rostro de mujer)… En el tercer sector la penetración de lo bestial se infiltra y desquicia la propia humanidad, haciendo que los hombres se transformen en animales, y los animales en hombres. Está presidido por Gerión, cuyo rostro de hombre justo pero cuerpo de serpiente venenosa, es el emblema de la simulación. Tiene el poder que “rompe los muros y las armas”, es decir, que no puede ser resistido, porque puede corromperlo todo: “he aquí la que contamina el mundo”.

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