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El misterio se abre paso

Primera entrega de la serie sobre primer anuncio El eslabón perdido
Fuente: Cathopic

Cualquier cristiano, como cualquiera de nosotros, podría compartir jugosas anécdotas de como suscitó, de manera totalmente inesperada y a veces casi sin proponérselo, que alguien entrase en contacto con la persona de Jesús. En la sobremesa familiar, en el ámbito laboral, en una reunión de amigos, en alguna sala de espera o tomando unas cervezas en un bar. ¿Quién no propició o hizo de puente para que alguien se encontrara personalmente con Jesús? Alguien que lo solicitaba explícitamente, o que estaba en búsqueda, o que no encontraba el sentido de la vida o que necesitaba reencontrar el rumbo en su camino.

Alguien podría preguntarse: ¿Eso es el primer anuncio? Otros podrían decir: Eso ya lo hacemos. ¿A qué viene todo esto ahora? ¿Dónde está la novedad?

¿Qué pasaría si, por los cambios acelerados en la sociedad, muchas personas se encontrasen alejadas, indiferentes o en total desconocimiento de la persona de Jesús? ¿Qué pasaría si los propios cristianos habituales hubiesen convertido su fe en un conjunto de creencias y prácticas, muy piadosas y generosas, pero sin la pasión y el fuego de la amistad personal con Jesús en su corazón?

Todos corremos ese riesgo, cierto y permanente. Es por tal motivo que el papa Francisco nos invita a todos los cristianos “a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso” (Evangelii Gaudium, 3.) Quizás muchos puedan recobrar la alegría y la fuerza, el entusiasmo por la vida, un nuevo horizonte en su camino, que brotan a partir del encuentro, o reencuentro, con la persona de Jesús, con su amor y su amistad, alimentados, luego, y fortalecidos con la iniciación cristiana (catequesis), la meditación de la Palabra de Dios y la oración, la vida sacramental y la liturgia y el calor de la comunidad.

Hemos hablado mucho del “primer anuncio” y la expresión no es novedosa. Aparece en documentos del Concilio Vaticano II —como en el decreto Ad gentes sobre la actividad misionera (1965)—, en la encíclica del papa Pablo VI sobre el “anuncio del Evangelio hoy” (1975), en el documento de Juan Pablo II sobre la catequesis (1979), en la encíclica sobre la validez del mandato misionero de Juan Pablo II (1990) y en el Directorio General para la Catequesis (1997).

Decía en este mismo quincenario, en un artículo publicado en agosto de 2015, el P. Manuel José Jiménez: “Lo novedoso no es el término. La novedad se encuentra en la prioridad que hoy se le da al primer anuncio en la práctica evangelizadora y educativa en la Iglesia. Este hecho sugiere varias preguntas: si se ha venido hablando desde tiempo atrás del primer anuncio y de su importancia pastoral y pedagógica, ¿por qué hasta ahora no nos hacemos conscientes de ello? ¿Por qué, por el contrario, hablamos como si fuéramos expertos en su teología y en su pedagogía? ¿Por qué, si muchos de nosotros leímos y estudiamos estos documentos del magisterio, hasta hace pocos años no nos dimos a la tarea de recuperar, para la pedagogía de la fe y de la conversión, lo propio del primer anuncio?”. Creo que estas preguntas siguen vigentes.

De lo contrario, aunque hablemos de primer anuncio, aunque sea ya un término cada vez más habitual entre nosotros, nos costará un trabajo inmenso asumirlo como práctica pedagógica cotidiana y como primer paso indispensable en la educación en la fe.

Quizás nos resulta más fácil hacer crecer la fe que ayudarla a nacer. Es un desafío apasionante aprender a despertar en nuestros interlocutores la curiosidad y el interés por la persona de Jesús.

Despertar, suscitar... ¡Qué desafío! ¿Y cómo? ¿De qué manera?

¿Cómo hablar del Misterio que nos supera infinitamente? ¿Cómo evocar y suscitar, cómo dejar huellas en el corazón de los demás a partir de la experiencia del encuentro con el Dios viviente, que cambia la vida? Solo podremos hablar de Jesús partiendo de aquello que él ha hecho por nosotros, en nuestra vida, en nuestra historia. Es esa experiencia de la iniciativa libre y gratuita de su amor y la nostalgia y la búsqueda de su rostro presentes en el inquieto corazón de los hombres.

Para intentar lograr esto se hace imprescindible el silencio como parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos.

“Callando se permite hablar a la persona que tenemos delante, expresarse a sí misma; y a nosotros no permanecer aferrados solo a nuestras palabras o ideas, sin una oportuna ponderación. Se abre así un espacio de escucha recíproca y se hace posible una relación humana más plena” nos decía el papa Benedicto XVI en la Jornada de las Comunicaciones Sociales del año 2012.

Cómo acoger si no, por ejemplo, los momentos más auténticos de la comunicación entre los que se aman: la comunicación corporal, la expresión del rostro, el cuerpo como signo que manifiesta a la persona. Es a partir del silencio que hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que justamente desde esta experiencia encontramos una forma de expresión particularmente intensa. Es desde el silencio, por tanto, que brota una comunicación más exigente todavía, que evoca la sensibilidad y la capacidad de escucha que generalmente nos muestra lo profundo y lo verdadero de las relaciones.

Hoy las palabras, los mensajes y la información son sobreabundantes. Justamente aquí el silencio se vuelve esencial para discernir lo que es importante, lo que es fundamental, de lo que es irrelevante y accesorio. Por esto, es necesario generar espacios propicios, casi una especie de “ecosistema” que sepa equilibrar silencio, palabra, imágenes y sonidos.

En estos días las redes sociales e internet a través de los motores de búsqueda son el punto de partida en la comunicación de muchas personas. Incluso muchas de las veces dando respuestas a preguntas que la gente nunca se hace y satisfaciendo necesidades que el individuo nunca se planteó.

¿No nos pasa lo mismo en la Iglesia? ¿No nos vemos respondiendo a preguntas que la gente jamás se hace? ¿No hablamos en un lenguaje incomprensible para la gente?

El silencio es en este tiempo esa experiencia valiosísima para poder discernir entre los tantos estímulos y respuestas que recibimos. Para reconocer e identificar las preguntas verdaderamente importantes. Y para nosotros, discípulos y testigos, en el ámbito que sea, si esas preguntas no están debemos ser nosotros quienes las hagamos surgir y emerger desde lo profundo del corazón de las personas: ¿quién soy?, ¿soy feliz con mi vida?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?

A través de la extensa constelación del lenguaje, verbal, visual, auditivo, que a su vez nos ayude a invitar a vivir una experiencia que deje huellas en la vida de la gente, que invite al encuentro con la persona de Jesús, que haga tomar orientaciones y rumbos decisivos en sus vidas, que no solo haga pensar, que no solo cuestione, sino que también emocione y movilice. Debemos dar la posibilidad en los ámbitos en los que desarrollamos nuestra tarea evangelizadora a las mujeres y hombres de hoy a reflexionar, interrogarse, pero también espacios de silencio, momentos de meditación, oportunidades para la oración y para compartir la Palabra de Dios. El Dios de Jesús habla también sin palabras, nos habla en el silencio. Este silencio nos lleva a contemplar el insondable amor de Dios por nosotros, por nuestros seres queridos, por aquellos con los que compartimos la vida a diario, nos lleva a descubrir sus huellas. A partir de esta contemplación nace como un torrente desde dentro de nuestro corazón que nos lleva a la misión, la necesidad imperiosa de “comunicar lo que hemos visto y oído”.

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