No comments yet

Educar

Sexta entrega de la serie "Concilio Vaticano II. Un paso. Un camino". Por Emilia Conde.
El papa Juan XXIII durante la misa de inauguración del Concilio Vaticano II. Fuente: Lothar Wolleh (1930-1979)

¡Vaya palabra!  Interesante y rica palabra. Especialmente para los que se permiten recurrir a la etimología. En ella encuentran el término educere, que tiene que ver con “criar” y “alimentar” y también con “extraer desde adentro”, algo así como un “dar a luz”, lo que nos recuerda la mayéutica griega, el método con que las matronas asistían a las parturientas.

Si hablamos de Grecia pensamos más en filosofía que en partos, pero la historia nos sorprende una vez más, hablándonos de Fenáreta, madre de Sócrates y partera quien, seguramente, motivó a su hijo a crear su propia “mayéutica”. 

El objetivo de la mayéutica socrática, no es otro que ayudar al discípulo a “dar a luz la verdad” que está en la hondura de su ser. 

“Conócete a ti mismo” fue el camino propuesto por el griego y cuatro siglos más tarde de labios de un romano se escuchó “la Verdad”: “He aquí al hombre” (Jn 19,5).

Un método y un objetivo que, para muchos, conserva vigencia por cuanto educar es buscar la verdad, y la verdad es encuentro con aquel que es la Verdad en persona (Jn 14,6).

Claro que los tiempos han cambiado. Hoy por hoy, hablar de la Verdad, de dar a luz la Verdad o, al menos, “una verdad”, que nos permita vislumbrar la fuente que da sentido a nuestra propia existencia, tiene sus complicaciones.

Sin embargo, con una mirada algo más atenta es posible percibir en el hombre de hoy un subyacente anhelo que, de modo consciente o no, rechaza el absurdo.  

Podemos confiar en que la búsqueda de sentido sigue siendo el aliento que enciende a la humanidad.

Si la Verdad es una realidad al mismo tiempo presente y oculta en todo hombre, la educación deberá estar a su servicio para que, descubriéndola, se conozca a sí mismo, a sus semejantes y al sentido último de su ser.

Por tanto, no hay que andar demasiado para entender que un proyecto educativo es la expresión concreta de una cierta experiencia del hombre y del mundo.

Algunos distinguen entre una humanidad digna de recibir y administrar la educación que recibe, y otra humanidad, en la que no se reconoce mérito ni necesidad alguna de recibir educación, porque no hace a la función social que se le asigna, lo que habla de un mundo que es admitido como propio y amigable para unos, pero ajeno y castigador para otros. 

De algún modo, con formas más sutiles y elaboradas, estas ideas siguen presentes en la cultura ambiente y deberían cuestionar nuestra conciencia.

Los Padres del Concilio Vaticano II fueron sensibles a estas realidades y así lo transparentaron en sus documentos.

En lo que hace al tema de la educación, y la educación católica en particular, nos confiaron una alta responsabilidad en la declaración Gravissimum Educationis (GE) ―Extrema Importancia de la Educación― afirmando, desde la primera línea, el “deber ser” de la educación cristiana, dada “la importancia decisiva de la educación en la vida del hombre y su influjo cada vez mayor en el progreso social contemporáneo. […] Porque los hombres, mucho más conscientes de su propia dignidad y deber, desean participar más activamente en la vida social, económica y política. […] y tienen oportunidad de acercarse al patrimonio cultural del pensamiento y del espíritu, y de apoyarse mutuamente con una comunicación más estrecha […] entre los pueblos” (GE Proemio).

Al mismo tiempo reconocen que hoy “se realizan esfuerzos para promover más y más la obra de la educación; se declaran y se afirman en documentos públicos los derechos primarios del hombre y sobre todo de los niños y de los padres con respecto a la educación […] se hacen grandes esfuerzos para llevarla a todos”.

“Todos los hombres de cualquier raza, condición y edad en cuanto a su dignidad de personas, tienen el derecho inalienable de una educación que responda al propio fin, al propio carácter, al diferente sexo, y que sea conforme a la cultura y sus tradiciones y, al mismo tiempo, esté abierta a las relaciones fraternas con otros pueblos en pos de la unidad y la paz”.

En cuanto a lo propio de la Educación Católica afirma que: “Los niños y los adolescentes […] tienen derecho a que se les estimule a conocer y amar más a Dios. El Concilio ruega encarecidamente, a todos los que gobiernan los pueblos o están al frente de la educación, que procuren que la juventud nunca se vea privada de este derecho” (GE 1).

De modo que, “Conscientes de su vocación, se acostumbren a dar testimonio de la esperanza y promuevan la elevación cristiana del mundo, para que los valores naturalmente contenidos […] en el hombre redimido por Cristo, contribuyan al bien de todos”.

El Concilio ―y el abundante magisterio al que da lugar― “recuerda a los pastores la extrema importancia de su obligación de proveer a todos los fieles de la educación cristiana y, sobre todo, a los jóvenes, que son la esperanza de la Iglesia” (GE 2).

El papa Juan XXIII momentos antes de anunciar el Concilio Vaticano II. Fuente: Vatican Media

Son afirmaciones responsables que no ignoran la demanda de atención y esfuerzo permanente que conllevan, puesto que: “Aunque la Iglesia ha contribuido mucho al progreso de la cultura, nos consta, por experiencia, que […] no siempre se ve libre de dificultades al compaginar la cultura ―no cristiana― con la educación cristiana” (GS 62).

El reconocimiento de la urgencia del tema se plasmó en el replanteo de la pregunta por la identidad propia de la educación católica, que solo se entiende integrada y evidenciada en la identidad y misión de la misma Iglesia esto es: “iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo que resplandece sobre su rostro” (LG 1). 

Dejarse arder en esa Luz es la misión que determina la Identidad de la Iglesia y, en consecuencia, la de la Educación Católica. Es el difícil rol del mediador, del que se espera, simultáneamente, absoluta fidelidad a quien le envía y a quien es enviado.

San Pablo nos recuerda que solo “reflejamos como un espejo la gloria del Señor” y que ese es nuestro ser (2 Cor 3,18).

Los cambios surgidos en el mundo y asumidos por la Iglesia en Vaticano II no han desaparecido sino que se han diversificado, extendido y profundizado aceleradamente.

En las etapas más recientes de este largo proceso destaca la iniciativa del papa Francisco que en 2019, llamó a un Pacto Educativo Global. 

Entonces decía: “Hoy más que nunca, es necesario unir los esfuerzos por una alianza educativa amplia para formar personas maduras, capaces de superar fragmentaciones y contraposiciones y reconstruir el tejido de las relaciones por una humanidad más fraterna” en un proceso de transformación cultural a través de la educación que “es siempre un acto de esperanza que, desde el presente, mira al futuro”.

La misma “urgente necesidad” sigue reclamando atención. Hace poco más de un año la Congregación para la Educación Católica abordó y actualizó el mismo tema en la declaración sobre La Identidad de la Escuela Católica para una Cultura del Diálogo (Roma 2022). 

Frente a lo que considera “conflictos y recursos causados por diferentes interpretaciones del concepto tradicional de identidad católica de las instituciones educativas y, ante los rápidos cambios de los últimos años en los que se ha desarrollado el proceso de globalización junto con el crecimiento del diálogo interreligioso e intercultural”, se entendió oportuno ofrecer “una reflexión y unas orientaciones más profundas y actualizadas sobre el valor de la identidad católica de las instituciones educativas en la Iglesia, para ofrecer unos criterios adaptados a los retos de nuestro tiempo, en continuidad con los criterios que siempre han sido válidos”. 

En la misma línea el papa Francisco afirmaba: “No podemos construir una cultura de diálogo si no tenemos identidad” y dirigiéndose a los colegios jesuitas en Latino América les alentaba a cimentar esa identidad siguiendo el modelo de Jesús: 

“Que nuestros colegios formen corazones convencidos de la misión para la que fueron creados con la certeza de que la vida se alcanza y madura a medida que se entrega para dar vida a los demás, porque la vida que se guarda termina siendo un objeto de museo con olor a naftalina, y eso no ayuda.

Que nuestros colegios enseñen a discernir, a leer los signos de los tiempos y a la propia vida, como don para agradecer y compartir.   

Que tengan una visión crítica sobre los modelos de desarrollo, producción y consumo que empujan vertiginosamente hacia la inequidad vergonzosa que hace sufrir a la gran mayoría de la población mundial”.

En la perspectiva del Concilio, apenas diez años más tarde, el papa Pablo VI nos aportó su exhortación Evangelii Nuntiandi.

Reconocida la identidad y la misión de la educación católica en la identidad y la misión de toda la Iglesia, la relectura de unas líneas de este documento pueden resultar de interés para muchos.

En los numerales 21 y 22 se definen dos puntos altos en la propuesta del papa: la “Importancia primordial del testimonio” y la “Necesidad de un anuncio explícito”.

Respecto del primero, afirma: “Todos los cristianos están llamados a este testimonio y en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores” (EN 21).

Respecto del segundo, reconoce y aclara que lo dicho resultará “insuficiente, pues el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado, […] y explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús”.

La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. 

No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino y el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios”.

La tarea de la educación católica transcurre ante la paradoja de un mundo que, urgentemente necesitado de Dios, se ha convertido en su negador sistemático.

Queda un largo camino por andar y a la Iglesia como Madre y Maestra le asiste el derecho y el deber de cuidar y de conducir.

Es hora del Espíritu.

Escribir comentario