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Edificados sobre la roca

Segunda entrega de la serie "Concilio Vaticano II. Un paso. Un Camino".
San Juan XXIII, en la apertura del concilio. Fuente: CNA

Como cada vez que el viento amenaza volarnos los techos, nuestra mirada se vuelve a los cimientos. Hoy los vientos cruzados van y vienen por todo el planeta y la pregunta obligada pasa a ser ¿cómo están nuestros cimientos?

Hemos hablado de lo que nos toca como Iglesia y concluimos que, sin excusas, habrá que discernir el próximo paso que, una vez más, será en medio de la tormenta.

Hoy tenemos en la mano el aporte del Concilio Vaticano II y la experiencia del esfuerzo y el compromiso de las comunidades en busca de la comprensión y la vivencia de su enseñanza.

Se dice con justicia que el Vaticano II es el más eclesiológico de los concilios, que se define en un claro cristocentrismo, y denota una fuerte impronta trinitaria.

¿En qué nos ayuda esto? Tal vez lo primero pase por aceptar que hoy, como entonces, necesitamos redescubrir quiénes somos y qué esperamos de nosotros mismos. Será el momento de bajar la cabeza, abrir los ojos y el corazón, y entonces sí, mirar nuestros cimientos y, sin vacilaciones, preguntarnos ¿dónde y cómo están?

Esta es la mirada del concilio, claramente definida en la Constitución Lumen Gentium (Luz de los Pueblos). Como vimos, este documento fue aprobado después de seis redacciones con 2651 votos en 2656 votantes. Lo que, a nuestro juicio, habla de celo, cuidado y compromiso de los padres conciliares respecto de lo que se trasmitiría a los fieles y a todo el mundo. Redactaron una Constitución Dogmática sobre la Iglesia, y el primer punto que desarrollaron fue su propio misterio.

Ese es el título del primer capítulo: “El misterio de la Iglesia”. Y su objetivo expreso es “presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal” (LG 10). Puede sorprender que, pretendiendo trasmitir “con precisión” su identidad y su misión, los padres hayan empezado hablando de ‘misterio’.

Cabe aquí precisar cuál es el sentido y el significado de esta palabra en este contexto. Ciertamente no se habla de una novela o una película “de misterio” sino que apunta a una realidad compleja, “visible y espiritual al mismo tiempo”, humana y divina a la vez. El concilio “la compara, por una notable analogía, con el misterio del Verbo encarnado” (LG 8) que se ha revelado a un tiempo, perfectamente humano y perfectamente divino.

En consecuencia, no podemos pensar la Iglesia como una “institución más”, entre otras. Podemos hablar de historia de la Iglesia, investigarla, escribirla, publicarla y hasta enseñarla pero no habremos superado los límites de lo humano e histórico.

La eclesiología apunta más allá de estos límites, se nutre de un saber que nos es dado, que nos permite descubrir la realidad divina en la realidad histórica de la Iglesia.

La Iglesia se reconoce prefigurada en el proyecto del Padre (LG2); a los creyentes, elegidos en el Hijo antes de la creación del mundo (LG 3) y santificados “para que tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (LG4).

Tal es la reflexión trinitaria explicitada en el Concilio Vaticano II, reeditada en cada fiel que siente la presencia activa del Espíritu Santo en su propia vida y en la experiencia eminentemente transformadora de la eucaristía que nos devuelve al principio fundante del ser de la Iglesia, Cristo mismo.

“Cristo es la luz de los pueblos”. Son las primeras palabras de Lumen Gentium. Deja claro que su ser se define en orden a Cristo y a los pueblos. Uno es “la luz” en singular absoluto y siempre en presente. Los otros son la realidad concreta de la condición humana que no sobrevive en la tiniebla y solo se reconoce en la luz.

El lugar de la Iglesia es en medio y al servicio de ambos para “iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura con la luz de Cristo que resplandece sobre la faz de la Iglesia” (LG1). La imagen que muestra el concilio es elocuente, la Iglesia deberá mantener su mirada en Cristo para que la luz que refleje sea la de él y no la del mundo.

Los Padres de los primeros siglos encontraron la forma de trasmitir bellamente esta idea en la contemplación de la luna que, como la Iglesia, no tiene luz propia pero es capaz de iluminar nuestras noches reflejando la luz que recibe del sol.

La luz hace a la vida del mundo y hace a la vida del hombre. Pero esta vida se hace realmente humana cuando es vivida con otros y con Dios.

También aquí hay tarea para la Iglesia, “porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento”, esto es, como un “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG1).

¿Es realista afirmar algo así? ¿No es mucho decir? Es posible, pero Pablo ya les confiaba a los romanos que: “A los que conoció el Padre, antes de todos los siglos, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primero entre muchos hermanos” (Rom 8,29).

El concilio aclara nuestras dudas acerca de qué podemos esperar realmente del hombre afirmando que “el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado […] que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina. Esto vale no solo para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible” (GS 22).

Una Iglesia cristiana, una comunidad cristiana, una vida cristiana tendrá como centro vital a Cristo mismo o será otra cosa.

Esta reflexión cristocéntrica del Vaticano II se hace carne viva en la sucesión de Juan XXIII. En la apertura de la segunda sesión del concilio, Pablo VI presentaba esta reflexión diciendo: “Ojalá este Concilio ecuménico tenga claro su vínculo, uno y múltiple, fijo y estimulante, misterioso y evidente, exigente y suave que une a la Iglesia llena de vida y santidad, es decir, a nosotros mismos, con Cristo. Él es nuestro principio, nuestra vida y nuestro fin. En nuestra Asamblea conciliar no debe brillar otra luz sino Cristo, que es la luz del mundo”.

Una conciencia eclesial así madurada, se trasluce en todos los actos y decisiones de la Iglesia y, especialmente, en sus orientaciones pastorales.

Al respecto resulta esclarecedora la palabra de Juan Pablo II en su Catechesi Tradendae: “En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret. El fin definitivo de la catequesis es ponernos, no solo en contacto sino en comunión, en intimidad con Cristo. En ella se trasmite la Verdad de Jesucristo, la Verdad que Él es. Lo que se enseña en la catequesis es a Cristo, el Verbo encarnado, Hijo de Dios y todo lo demás es en referencia a Él” (CT 5-6).

También Benedicto XVI, sensible a este tema, en un encuentro con sacerdotes en San Juan de Letrán, decía: “quisiera agradecer la contribución que se ha dado aquí al cristocentrismo, a la necesidad de que nuestra fe esté siempre alimentada por el encuentro personal con Cristo. Porque el cristianismo es en primer lugar un Acontecimiento, una Persona con la que nos hemos encontrado. Si nosotros hemos encontrado al Señor y si Él es la luz y la alegría de nuestra vida, ¿estamos seguros de que a quien no lo ha encontrado, no le falta algo esencial y de que no tenemos el deber de ofrecerle esa realidad esencial?

¡Vaya preguntas las del papa! Tan incisivas y tan tiernas a la vez.

En la misma línea encontramos también al papa Francisco. En su Evangelii Gaudium leemos que “el primer anuncio debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial”. “El primer anuncio es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar. […] Por ello, también el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizador”. “Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio” (EG 164).

¿Qué podríamos agregar a esto? Los vientos arrecian. Desde la ventana vemos un mundo tan despiadadamente herido que nos asusta. Cerramos las persianas, nos volvemos, y vemos nuestra casa tan sacudida que nos desconcierta. ¿Resistirán nuestros cimientos? ¿Se caerán nuestros techos?

El pastor y el rebaño necesitan refugio, lo buscan y lo encuentran: “El que oiga mis palabras y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca, cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y embistieron contra aquella casa, pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca” (Mt 7, 24-25).

El Señor es nuestra roca y nuestra piedra angular (Lc 20,17). La Iglesia es su cuerpo pero un cuerpo no crece en base a fracturas y mutilaciones sino en función de la armónica complementariedad de todos sus miembros, un sano alimento común y un amoroso cuidado mutuo.

¿Hay que decir esto aún hoy? El concilio ha dicho de modo fuerte y claro que sí hay que hacerlo.

Sinceramente creemos que, como Iglesia peregrina, en el amanecer de cada día, debemos dar gracias por encontrar, de nuevo, la roca bajo nuestros pies para que, desde ella, reemprendamos el camino con un norte irrenunciable: Amar a Dios con todo nuestro ser y al otro como a nosotros mismos.

No somos un grupo reunido al azar, sino una comunidad fundada en Cristo, un “Pueblo que le confiesa en verdad y le sirve santamente” (LG 9).

El cimiento está firme.

 

Por: Emilia Conde

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