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Concilio Vaticano II: Un paso. Un camino

Primera entrega de la serie sobre el vigésimo primer concilio ecuménico
El Concilio Vaticano II se realizó entre 1962 y 1965. Fuente: CNA

I - La renovación de un compromiso

La sola mención del Concilio Vaticano II es todo un compromiso. Hablar de un concilio es hablar de la Iglesia y en consecuencia, para muchos, es hablar de sí mismos. 

Agreguemos que “hablar de un concilio” es hablar de una Iglesia en apuros. La convocatoria a un concilio no es un tema de agenda sino consecuencia de una percepción y valoración responsable de la realidad histórica en que la Iglesia se encuentra, y que, entiende, le demanda una respuesta.

Mencionemos, a modo de ejemplos puntuales, el cuestionamiento a la divinidad de Cristo y la procedencia del Espíritu, al que la Iglesia respondió en los Concilios de Nicea y Constantinopla en el siglo IV. El Concilio de Trento debió responder a la realidad de la Reforma y a la separación de las iglesias protestantes en el siglo XVI. En todos los casos actuó según su fe en la palabra de Jesús el Cristo, de modo excluyente. 

Los concilios se hacen cargo de afirmaciones o conductas que pueden poner en riesgo la salvación del hombre, no sin pasar por discusiones encendidas, que deben ser superadas para llegar a una afirmación coherente que, no necesariamente,  complace a todos. 

Esto abre a la etapa siguiente, igualmente ardua, de conocimiento, difusión, comprensión y aceptación, o no, de las definiciones conciliares. 

Estas líneas generales se han cumplido a lo largo de los veinte siglos de historia de la Iglesia y de los veinte concilios ecuménicos que ha convocado. El número veintiuno no es la excepción.

Considerando la frustración del Concilio Vaticano I, interrumpido por la guerra en 1870, la necesidad de un nuevo concilio fue ganando lugar. Esta segunda posibilidad se concreta con el llamado “papa de transición”. Angelo Giuseppe Roncalli es elegido papa en Octubre de 1958 a sus 77 años de vida. De transición o no, el papa Juan XXIII marcó su tiempo de modo intenso para la Iglesia y para el mundo. 

Habiendo pasado comprometidamente por las dos guerras mundiales aprendió a leer la vida desde “el otro”, desde “todo hombre” según sus propias palabras. 

Escribe siete encíclicas, de las que mencionamos Mater et Magistra dirigida a “todos los trabajadores del mundo” y Pacem in Terris en la que aboga por la paz en el mundo, reconociendo que esta pasa por la paz interior de cada hombre. 

Su mirada sobre el mundo será siempre desde la misericordia, que en él no se queda en el discurso sino que pasa a la acción. Este es Juan XXIII, el papa bueno, el papa empático que convocó al XXI concilio ecuménico de la Iglesia católica: el Concilio Vaticano II.

La primera pregunta podría ser: ¿por qué?, y más aún ¿para qué? ¿Cuál fue su percepción del mundo, la cultura y la sociedad de su época? ¿Cuáles las urgencias y necesidades no atendidas que lo conmovieron? ¿Cómo valoró el rol de la Iglesia en ese contexto? ¿Sintió esa realidad como un vivir en deuda con Cristo y con el mundo?

Podemos buscar y encontrar respuesta a estas y otras preguntas en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962. El papa inicia con una acción de gracias a Dios por ese concilio y por todos los anteriores que considera pruebas de vida de la Iglesia. La Iglesia vive. Está viva y su vida tiene sentido. Vivir supone proceso, dinamismo, maduración, principio y fin. 

El papa hunde la raíz de su discurso en el magisterio de la Iglesia, quiere que llegue puro a “todos los hombres de nuestro tiempo”, para que desde él pueda avanzar “teniendo en cuenta los cambios, las exigencias y las circunstancias de la vida contemporánea”.

La cultura de la época moderna descree de Dios y de la Iglesia, deja al hombre desprotegido ante los embates de un mundo en transición, dividido en bloques radicalmente diferentes y ostensiblemente enfrentados. 

De un lado Occidente y sus declaraciones de democracia y libertad, del otro el comunismo colectivista de la URSS y una tercera presencia emergente que, precisamente, se llamó “tercer mundo”, nacido en parte de la descolonización de África y Asia y en parte de la situación de pobreza e inequidades en América Latina.

Juan XXIII quiso una Iglesia servidora y fiel a un tiempo, a quien la envía y a quienes es enviada. 

Él convocó un concilio que imaginó sensible a los “signos de los tiempos” que hablaban fuerte y claro de la necesidad de “un cambio”. El papa escuchó, entendió y encontró el camino. Más que reforma, más que cambio, diríamos que propone “conversión”. 

Una Iglesia cada día más de Cristo, entendiendo que él es el camino hábil para llegar más y mejor a las personas concretas para que puedan descubrir la presencia del amor de Dios en su propia vida. La matriz de este proceso en la Palabra. El Evangelio es su identidad y entregarlo a todos los hombres es su misión.

En el discurso citado se declara que el interés del concilio es que la fe cristiana sea la que oriente la vida de los hombres como ciudadanos de la tierra y del cielo: “Busquen primero el reino de Dios y su justicia... todo lo demás se les dará por añadidura”.

Insiste en que “Es necesario que la Iglesia no se aparte del sagrado patrimonio de la verdad recibido de los Padres, pero al mismo tiempo, debe mirar al presente, a las condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico”. 

“Por esta razón la iglesia no ha sido indiferente al admirable progreso de los descubrimientos del ingenio humano”, sin dejar por ello de recordar a los hombres que volvieran “sus ojos a Dios, fuente de toda sabiduría y belleza”.  

Es de todos conocida la frase del papa de que ha llegado el momento de “sacudir el polvo imperial de la silla de Pedro”, lo que reafirma en su discurso: “Una cosa es la sustancia de la antigua doctrina, del depositum fidei,  y otra la manera de expresarla”. “En tal caso la Iglesia católica quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad”.  

“No ofrece riquezas caducas a los hombres de hoy”, pero sí “los hace partícipes de la gracia divina que los eleva a la dignidad de hijos de Dios”. El concilio propone un mundo del que ya san Agustín había hablado con precisión: un mundo en el que “reine la verdad, la ley sea la caridad y la meta la eternidad”.

Al concluir su discurso ante los 2450 obispos participantes el papa dice que el concilio es “apenas la aurora”, que necesitará una clara docilidad al Espíritu para que el día se complete y que esto demandará a los padres conciliares “serenidad de ánimo, concordia fraternal, moderación en los proyectos, dignidad en las discusiones y prudencia en las deliberaciones”.

Superado el medio siglo del cierre del concilio, muchos de los que vivimos ese tiempo, podríamos pensar que este discurso no puede sino despertar una franca, serena y unánime adhesión. Sin embargo no fue así durante su desarrollo, no lo fue en la etapa inmediata siguiente y debemos reconocer que aún no lo es.

¿Cómo explicar esto?, ¿dónde está el fundamento de los que claramente se identifican con su espíritu y su doctrina?, ¿dónde está el fundamento de los que no adhirieron entonces ni lo hacen hoy? ¿Cuáles fueron los temas discutidos en los que se lograron acuerdos con más o menos esfuerzo? y ¿cuáles los temas en los que aún no hay acuerdo?

Una simple lectura del índice de los diecinueve documentos emergidos del concilio nos muestra la variedad de temas abordados y el peso real de cada uno de ellos tanto hacia adentro como hacia afuera de la Iglesia.

Estas dificultades se constataron en la propia aula conciliar. Algunos de los documentos solo fueron aprobados después de largas discusiones y sucesivas redacciones. Se trataron temas extremadamente sensibles con efecto inmediato verificable en la Iglesia y con real proyección fuera de ella. Hoy, pasado más de medio siglo, creemos que sigue siendo necesaria una mirada sana y sin prejuicios que nos acerque a un conocimiento cabal del espíritu del concilio expresado en su magisterio. Contribuir en lo posible a este fin es nuestro compromiso en los próximos números de este quincenario.

Ya en el cierre nos permitimos una breve cita del destacado historiador Jean Comby, profesor emérito de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Lyon:

  • En una historia de la Iglesia no hay conclusión o punto final. 
  • La fidelidad al Evangelio de Jesús que obra el Espíritu Santo, permite a los cristianos de hoy asumir la tradición viva y transmitir la herencia recibida bajo formas renovadas en un mundo que cambia. 
  • Los cristianos de ayer hicieron frente a las dificultades de su tiempo. 
  • A los de hoy les toca enfrentarse con las suyas.

En la Iglesia hemos caminado un camino de veinte siglos. Hoy nos toca discernir el próximo paso.

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