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Al fin, ¡el pueblo!

Segunda entrega sobre la serie sobre la revolución Francesa. Por el P. Gonzalo Abadie.
Attribué à Jacques Louis David (1748-1825). "Le Serment du Jeu de Paume, le 20 juin 1789". Huile sur toile. Paris, musée Carnavalet.

Los Estados Generales de Francia, convocados por Luis XVI, atrapado en una crisis económica y financiera descomunal, con el fin de superar las dificultades políticas que lo tenían metido en un atolladero, dieron comienzo a una aventura que nadie podía ni siquiera imaginar, y que, una vez se echó a andar, se lanzó hacia adelante como un tren enloquecido que no puede reducir la velocidad que lo precipita en una geografía incierta, porque nadie lo conduce, mientras en su interior se libra una lucha terrible y despiadada, sin cuartel, día y noche, entre los diversos sectores de pasajeros, entre los que se van imponiendo los personajes más furibundos y bestiales, más violentos, que van impartiendo su furia, su palabra de hierro, aterrorizando y matando al resto de sus compañeros de viaje, que solo pueden implorar, o combatir o arrojarse al vacío. “Cuando te metes a liderar una revolución, lo difícil no es ponerla en marcha, sino detenerla”, dijo Mirabeau, que fue durante un tiempo uno de los cabecillas, ufano y grandilocuente, libertino e insolente, admirado y temido por todos, pero que un buen día se vio arrojado al vacío, cuando la turba avanzó sobre su vagón, como una vil mercancía, para morir poco después, en abril de 1791. 

Con todo, puede decirse que encontró una muerte oportuna, y su nombre, emblemático, aconsejaba una pompa fúnebre gloriosa, como en verdad la hubo, que depositara sus restos de héroe en el flamante Panteón, que no era otra cosa que la iglesia de Santa Genoveva, requisada por la Revolución para albergar a los nuevos dioses, como Mirabeau, el cual, sin embargo, fue expulsado de la prestigiosa morada un par de años más tarde. Bien pudo Borges, entre incontables casos que le ofrecía la historia universal, inspirarse en Mirabeau cuando escribió el cuento Tema del traidor y del héroe, que nos conduce a la revolución irlandesa, y a su gran líder, un tal Fergus Kilpatrick, amado por su gente, un gran estratega que sin embargo, se ve forzado a iniciar una investigación destinada a desenmascarar de una buena vez al traidor que hace fracasar la revolución una y otra vez. El historiador que investiga el caso halla una verdad sorprendente. La pesquisa llevada a cabo da con el autor de la conjura, que no es otro que Fergus Kilpatrick. Pero no convenía que se supiera, porque de tomar estado público la noticia, la causa de la revolución quedaría seriamente comprometida. 

Dos años después de la muerte de Mirabeau, estando prisionero Luis XVI en la fortaleza del Temple, se hallaron escondidas, en un armario secreto, cartas entre este y el rey, que revelaban su doble juego, y que llevaron al monarca a la guillotina, y expulsaron los huesos de Mirabeau fuera del Panteón de París. El cuento de Borges quiere poner de manifiesto que la historia que conocemos está moldeada por los intereses de los que triunfan, y que se nos han administrado grandes cuentos, tanto como los que él pergeña en su libro Ficciones

En este sentido, la historia es un campo de batalla, la batalla por la verdad, la batalla por ocultarla o revelarla. Los historiadores que se animan a encontrarla deben pagar un alto precio si se atreven a darla a conocer: el descrédito, la marginalidad universitaria, el desprecio de las editoriales. En este sentido también  “la verdad raramente es grata; casi siempre es amarga”, sostuvo Aleksandr Solzhenitsyn. Veremos más adelante cómo el gobierno francés de Miterrand buscó disuadir, sobornar y amenazar al historiador que desenterró los sucesos ignominiosos de La Vandée.

Uno de los grandes cuentos de la Revolución francesa es el que atañe a las gestas democráticas de las diversas asambleas que fueron dadas a luz a partir de los Estados Generales, énfasis magnificado por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que encabezó la Constitución de 1791 promulgada por la Asamblea Constituyente. La práctica e ilustración de esos derechos ―ya inventados, ciertamente, muchos siglos antes de la rimbombante declaración― enseña que el documento debió catalogar más bien las distintas formas de violación de los derechos humanos que la Revolución prodigó de modo ejemplar.

Pero fijémonos hoy tan solo en el desarrollo normal de las diversas modalidades que adoptaron aquellas asambleas tan singulares ―la Constituyente, la Legislativa, la Convención―, que tuvieron su sede en Versalles, durante los primeros meses, y luego en el Picadero, ubicado al norte de los jardines de las Tullerías, en París, en los años siguientes. La historia de la asamblea está determinada, en realidad, por grupos externos a ella, especialmente por el Club de los Jacobinos, así llamados, como se sabe, porque se reunían en el Convento de los dominicos, conocidos popularmente como frailes jacobinos, en la calle Saint-Honoré, aunque ya se reunían en Versalles, con el nombre de Club Bretón. Entre sus nombres se cuentan algunos muy famosos, sanguinarios y brutales, como el frío, austero y demencial Robespierre ―‘el Incorruptible’―, o el turbulento y repulsivo Marat, o Georges-Jacques Danton, “el Mirabeau del arroyo”, de legendaria fealdad y labia hipnótica, surgido del distrito de los cordeliers, donde rápidamente se dio a conocer como consumado agitador callejero. 

"En este sentido, la historia es un campo de batalla, la batalla por la verdad, la batalla por ocultarla o revelarla. Los historiadores que se animan a encontrarla deben pagar un alto precio si se atreven a darla a conocer..."

Los jacobinos se reunirán siempre a puertas cerradas, para cocinar, sin ser molestados, la sopa política que se disponían dar de beber a otros, y para brindar el apoyo estratégico a sus diputados, y para volver un infierno la vida de aquellos que querían eliminar del camino. Contaban con cientos y cientos de imprentas y periódicos, algunos importantes y otros de medio pelo, y dominaban la prensa de una punta a otra, por medio de la cual introducían consignas revolucionarias o públicas amenazas, hasta saturar el ambiente y encender la mecha, y hacían sentir el hostigamiento y la intimidación a sus adversarios y enemigos, que eran la mayoría, que eran todos los que no pertenecían a su club, mientras ellos no dejaban de arrojar las palabras que irradiaban la superstición revolucionaria, que infundían el terror en sus oponentes: ¡el pueblo!, ¡el soberano!, ¡la patria!, ¡la libertad!, ¡la igualdad! Cuando a uno le dirigían una de esas palabras, sabía que estaba sentenciado. Ubicados en el extremo izquierdo de la asamblea, marcarán la agenda política, por las buenas o por las malas, con el chantaje o el crimen, y quienes quieran salvar sus vidas deberán ir corriéndose hacia la izquierda, aunque tampoco eso les servirá de gran cosa. A medida que hagan desaparecer los sectores ubicados en el otro extremo, considerarán de derecha a los grupos que venían perteneciendo a la bancada de la izquierda, y a los que aplicarán la misma medicina revolucionaria.

Durante la Asamblea Constituyente, el sector monárquico, que ocuparía los escaños en el sector de la derecha respecto de la tribuna del orador y del presidente de la asamblea, fue el primero en experimentar la dura realidad de un parlamentario en tiempos de la Revolución francesa. Ese numeroso sector, la mitad de los diputados, fue objeto de una persecución furibunda que determinó rápidamente la disminución o silenciamiento de sus miembros, que, dicho sea de paso, incluían partidos o agrupaciones con diversas posturas. Estaban quienes admitían una monarquía constitucional, a la inglesa, y estaban ‘los negros’, que abogaban por la monarquía absoluta. 

Retrato de Maximilien Robespierre, anónimo. Fuente: Wikipedia

Los jacobinos dominaban las galerías, es decir, los gradas que por los restantes tres costados ocupaba ‘el público’, ‘el pueblo’, bien adoctrinado y movilizado por ellos, y que eran unos mil, que acosaban a los diputados monárquicos, como harán más tarde con los que comenzaron siendo de centro izquierda, como el abate Gregorio, revolucionario de la primera hora, que debió abandonar ―uno de tantos― el Picadero diciendo que “no volvería a poner los pies en una asamblea que se había convertido en un antro faccioso”. Los diputados que querían tomar la palabra se anotaban en una pizarra, y luego, siguiendo el orden, dirigían la palabra desde la tribuna. Si podían. Porque el pueblo ―la barra brava de la época― no permitía hablar a los diputados de la oposición (a los jacobinos). Les bastaba abuchear al tribuno o lanzarle todo tipo de insultos, de amenazas, de gritos, rechiflas e incluso si era necesario buscaban sacarlo a la fuerza. Aun así hubo hombres de un coraje sobrenatural, como el abate Maury, líder de los negros, un orador implacable, mordaz, irónico, muy temido por los jacobinos por su talento para ridiculizarlos sin ambages, que llegó a lanzar unos cuantos puñetazos para mantenerse en la tribuna. ¡Había que tener una enorme valentía para atreverse a hablar allí! Más de una vez se pidió que se desalojara la sala, que pudiera votarse en secreto, no a mano alzada, pero siempre se obtenía la misma respuesta: “Las tribunas son todas del pueblo”.

Pero esto era solo parte del… estrés de un diputado que no pertenecía al bando ‘patriótico’. Quizá fuera incluso lo de menos. Fuera del Picadero (una sala de equitación que sirvió de escenario a la Asamblea) solía haber multitudes que abarrotaban el lugar y no habían podido ingresar a la sala de equinos, colmada a reventar, y los diputados indeseables era acosados y perseguidos p or las terrazas de Les Feuillants ―que dan sobre la actual calle Rivoli―. Y más grave todavía, sus nombres eran publicados en panfletos o en los diarios, como antirrevolucionarios, apelando por esta vía a acciones violentas contra ellos por parte del populacho fanatizado. Era esta una de las especialidades del doctor Jean-Paul Marat, que incluso añadía una descripción del diputado en cuestión y la dirección de su casa, y largaba frases tal como que se trataba de uno de los sujetos “que deben ser apuñalados”. Los militantes distribuían incontables viñetas en que se ridiculizaba a sus opositores, o se mostraba un dibujo en que determinado diputado o grupo social ―nobles, clero― era aporreado o ejecutado en la horca, invitando a reproducir en la realidad semejante representación. 

Por tanto, la tarea de un diputado era de supervivencia. Los jacobinos irrumpían en las reuniones del Club Monárquico, como modo de acoso, hasta que lograron que la alcaldía lo clausurara después de denunciar perturbaciones al orden público, que eran las provocadas por ellos mismos. La siguiente sede en la que intentaron reunirse, que era la mansión de uno de sus miembros, requirió menos esfuerzo: la vandalizaron. Los derechos del hombre y del ciudadano estaban allí, fresquitos, pero todavía no era posible hablar ni reunirse, ni lo sería por mucho tiempo. 

Por lo demás, las elecciones de diputados para las distintas asambleas, incluso las relativas al Tercer Estado, fueron todas manipuladas por los jacobinos. Pero, visto lo que no se ha contado todavía, podemos decir que lo reseñado en este artículo corresponde al aspecto más amigable y pacífico de la Revolución.

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