Última entrega de la serie sobre el Infierno de Dante, al cumplirse 700 años de su muerte.
Por el P. Gonzalo Abadie
Un callejón sin salida, una encrucijada dura a la que llegó sin saber bien cómo, una situación que el protagonista, narrador y personaje a la vez ―Dante― ha descrito como una selva salvaje, áspera y fuerte, pero también como un desierto, o como una hondonada o un valle oscuro rodeado de fieras criminales que lo cercan, o como un pasaje del que nadie salió vivo jamás… Es el dolor de la soledad y el sinsentido, simultáneamente. Solo el auxilio de alguien ―Virgilio― podrá sacarlo de allí, pero para eso habrá que seguir otro camino, más arduo. Para salir de ese infierno será necesario entrar en él, comprender su trama, y así, paradojalmente, desandar el camino y dirigirse hacia aquella luz que vio brillar en lo alto de la colina y cuyo ascenso vedaron las bestias voraces.
Entrar y viajar por el interior del infierno es un recorrido espiritual por medio del cual Dante podrá ir despertando del sueño que lo tenía adormizado, según él mismo refirió. Estaba viviendo sin darse cuenta, sin tomar conciencia de lo que estaba sucediendo, sin usar su cabeza, su inteligencia, sin decidir realmente hacia dónde quería ir. Su viaje le permitirá recuperar gradualmente la razón, las luces que ha ido perdiendo. Pero no solo se trata de comprender el porqué, el cómo funciona el mundo, el hallazgo del camino que va hacia las estrellas, sino de caminarlo. Es una travesía de transformación, en la que Dante no puede evitar verse involucrado, reflejado en los pecados y pecadores que va encontrando a su paso. Y tampoco nosotros, lectores, conseguimos mantenernos al margen, refugiados, como si asistiéramos al solo relato de una gran historia, indemnes, sino que nos vemos sorprendidos y afectados, incluidos en esa peregrinación, como si el profeta Natán nos fuese a decir: “ese hombre eres tú”. Al leer Infierno nos vamos leyendo a nosotros mismos, se van evocando personas y episodios de nuestras propias biografías, y somos emplazados para dar cuenta más responsablemente del modo en que vivimos. Es un itinerario iniciático en que la ocasional identificación con los personajes, incluso los más abyectos, es inevitable.
No es fortuito que la Comedia nos acoja ya en su primera línea: “En el medio del camino de ‘nuestra vida’ me encontré en una selva oscura”. Aquí no solo hablo de mi vida, sino también de la tuya, parece decirnos Dante. Tal vez, como yo, te encuentres en el medio de la selva, ¿no te gustaría también salir de ella? El Infierno no deja de ser una investigación sobre los diversos registros del mal, pero, al mismo tiempo, su lectura es una inyección de estímulos, una invitación a la conversión, a volver a empezar, a buscar la luz cierta que alumbra en la lejanía para ser conquistada, la felicidad que fascina desde lo alto y despierta el deseo de infinito. Sus páginas, curiosamente, son sobre todo una fuerza de esperanza. Revelan que la realidad que nos circunda ―desnuda y sin engaños―, la creación, que nos ha sido dada, tiene forzosamente límites invulnerables. Muestran al hombre que, siendo hombre y perteneciendo a la tierra, desea con locura lo que está allende sus límites. La palabra ‘deseo’ se deriva de otra latina, desidera, que significa “aquello que viene de las estrellas”. Los que decidieron alcanzarlas violentando las reglas del juego para imponer las propias, descartando el camino dispuesto por el mismo Creador para acceder a aquellas, ciegamente ―pues han obrado a oscuras, contra la inteligencia― fueron fatalmente abandonando así toda esperanza, bajando al Abismo donde no hay firmamento ni brillan los astros. La voz de Dante anuncia de este modo que ha concluido su peregrinación por el báratro: “hasta que pude ver las bellezas del cielo por un agujero redondo. Por donde salimos para ver de nuevo las estrellas”.
Las páginas del Infierno presentan la desdicha que sobreviene a quienes no aceptan la constatación del límite, a quienes pretenden subvertir esta experiencia concreta y pedagógica, a quienes ofuscan y pervierten la racionalidad humana simulando que las cosas no son así, postulando que se puede ir contra la realidad, forzándola hasta romperla, o a quienes practican la ilusión de reescribir el abecedario con que está escrito el universo a fin de dar a luz una nueva creación bajo una nueva palabra. El Infierno deja expuesto el artificio de esta vasta ruptura y, al hacerlo, la impostura del pecado y los pecadores adoptará las formas de la parodia, que es la expresión plástica del mundo fallido y grotesco por el que se han afanado.
Las diez fosas concéntricas del octavo círculo nos ofrecen un paseo por este mundo de espejismos donde las cosas no son lo que parecen, porque allí reina el mundo de la simulación, el vano intento de ser lo que no se es. Las atractivas y doradas capas y capuchas que llevan puestas los hipócritas de caras pintadas ocultan el plomo con que están hechas y que apenas les permiten andar. El fingimiento por ser alguien distinto a quien soy resulta una carga insoportable. Un trémulo resplandor de llamas reúne a los malos consejeros, los que saben persuadir con su piquito de oro, la boquita encantadora de la que brotan las palabras que irradian el hechizo del fuego. Las almas condenadas son las mismas lenguas, gárrulas y flamígeras, cuyos vértices se contorsionan, verbosos, mientras conversan con los repentinos huéspedes sin abandonar sus antiguas mañas y astucias. Así lo hace Ulises, a quien Dante le inventa un último viaje hacia lo imposible, para lo cual convence a otros tantos, a los que conduce a una muerte ineluctable en los confines de remotos mares. Algunos sumos pontífices ―como Clemente V, que trasladó el papado a Aviñón exponiéndolo al dominio francés― han sido ‘plantados’ de cabeza en la fosa de los simoníacos ―los que han negociado con las cosas de Dios―, y solo sus piernas y sus pies humeantes se asoman fuera de la superficie. Dante se da el gusto de plantar aquí a su archienemigo, el papa Bonifacio VIII, a quien culpa de su destierro. La imagen habla por sí sola: tú, que eres la cabeza de la Iglesia, estás gobernando con los pies.
Los sembradores de discordias, militantes de la cizaña, especialistas en promover la división en el cuerpo social o en el de la Iglesia, para moldearla a su gusto, son presentados, ellos mismos, con sus cuerpos mutilados, deturpados, irreconocibles. En esta fosa se roba la escena el trovador Bertrán de Born ―que logró enemistar al rey de Inglaterra con su hijo―, decapitado, que camina portando en el brazo alzado su propia cabeza, sostenida por los pelos, como si fuera un farol, como enseñando el estupor que le produce una parte de sí mismo, como queriendo soltar el horror al que sin embargo está aferrado de manera irremisible. En la última fosa, claro, nos esperan los falseadores de todo tipo, los falsificadores del mundo, los que se han propuesto sustituir la realidad por otra distinta, algo imposible, claro, para lo cual necesitan vender su mentira a las masas incautas. Allí están los que hoy podríamos llamar ingenieros sociales, los ideólogos de la perversión, y que en el mundo dantesco reciben el nombre de alquimistas, entendidos como usurpadores del poder divino, empeñados en actuar sobre la naturaleza y la creación.
Hemos dejado atrás a los seductores, los aduladores, los corruptos y prevaricadores, y sobre todo, los fosos más inolvidables por la fuerza visual con que quedan prendidos en la retina, como sucede con la fantástica aparición de los adivinos y magos de la fosa cuarta que deambulan desnudos, lloriqueando:
“vi con asombro que cada uno estaba como del revés, desde la barba al principio del pecho, de modo que mostraban el rostro vuelto hacia la espalda y tenían que andar para atrás, pues les era imposible ver hacia adelante”.
¡Tienen la cabeza girada hacia atrás, por lo cual no pueden mirar sino hacia esa dirección, y caminan a tientas! Quienes presumían de penetrar el futuro insondable y fingían tener puesta la mirada en las cosas venideras, claros manipuladores del destino, desligando la confianza en la única magnitud en la que nos es dado vivir, que es el presente, ahora no pueden sino contemplar el propio camino que han recorrido, con los ojos clavados hacia el pasado, con los ojos situados, ya no siquiera para orientar sus pasos más inmediatos, sino apenas míseramente por encima de las porciones carnosas y redondeadas, como gusta definirlas el académico diccionario:
“Si Dios te permite, lector, sacar fruto
de esta lectura, piensa por ti mismo
si yo podía tener secos los ojos
cuando vi de cerca la imagen humana
tan torcida, que las lágrimas
bajaban hasta las nalgas por la hendidura que las divide”.
El tono burlón y más vulgar lo reserva Dante para aquella caricatura de compañía militar compuesta por diez demonios que se ofrecen a acompañar a los visitantes hasta la próxima fosa, y cuyo jefe usa “el nuevo clarín” que pone en marcha el cortejo, y que no fue otro que un estentóreo flato infernal: “¡él dio la señal de partida usando el culo como trompeta” (“ed elli avea del cul fatto trombetta” / “y él había del culo hecho trompeta”).
Hemos dejado atrás la fosa de las serpientes ―condenados que han adoptado esta figura― que atacan a otros condenados con apariencia humana, abrazándolos lascivamente y robándoles su identidad, permutando sus apariencias por otras nuevas y ajenas, dando lugar a las más cinematográficas metamorfosis, como si Dante echara un vistazo rápido al siglo XXI, en que se ha introducido la ilusión de la invención de un cuerpo, de la creación de una nueva identidad, o de muchas simultáneas: “Todo aspecto anterior había desaparecido; a las dos y a ninguna se parecía la nueva imagen”.
Hemos alcanzado los umbrales del noveno y último círculo, el de los traidores, ubicados en el fondo del pozo de los gigantes, cuyo cerco hay que franquear para llegar a ese inmenso desierto de hielo y ubicua soledad donde reina el silencio gélido más absoluto, a pesar de que hay miles de condenados pero brumosamente distinguibles, pues “se veían al trasluz como paja tras un vidrio”, porque están debajo del cristal congelado del lago Cocito por el que caminan Dante y Virgilio, irrompible y sombrío, en cuyo centro está enterrado hasta la mitad del pecho, y como clavado, Satanás ―o Dite, nombre con el que lo encontramos en el Infierno― agitando impotente las alas desaforadas ―que a la distancia le habían sugerido a Dante ser estandartes que encabezaban una procesión―, y en cuya cabeza multicolor se conciertan tres rostros. Dite es el gran traidor, el mentiroso por excelencia, el que no se conformó con ser la criatura más alta, y, descontento con eso, quiso crear su propio universo sustitutivo, quiso ser su Creador. La apoteosis de su fracaso se exhibe en esta imponente escenografía de la derrota, una parodia bufonesca y patética a la vez, un intento mamarrachesco de quien ha querido remedar la gloria de Cristo y el misterio de la Santísima Trinidad.
En los siguientes enlaces se puede acceder a la serie completa de Dante e Infierno del P. Gonzalo Abadie
Primera entrega: Las calles de Dante
Segunda entrega: Lo que nunca fue dicho
Tercera entrega: La selva oscura y salvaje
Cuarta entrega: El deseo del Infierno