En su adolescencia sobrevivió a un accidente que casi le cuesta la vida. Pero lo que realmente la transformó no fue la adversidad, sino la certeza de que Dios nunca la dejó sola.
Durante mucho tiempo, para Valentina Liuzzi, la fe fue algo que simplemente estaba ahí. Era parte de su vida, como la misa de los domingos o las imágenes religiosas en su hogar. “La tenía presente desde chica, recibí esa educación y fui a colegio católico, pero hasta ahí”, reflexiona. Como ocurre con tantos adolescentes y jóvenes de su edad, su relación con Dios era cercana pero tranquila, sin sobresaltos, sin grandes preguntas.
Pero el 29 de diciembre de 2023, a sus diecisiete años, todo cambió. Lo que comenzó como una tarde más en el Yacht Club Paysandú, a orillas del Río Uruguay, se convirtió en un punto de quiebre tan radical como profundo. Un accidente inesperado, un barco en llamas, y meses y meses de internación y lucha marcaron su historia. Y en medio de esa cruz, la fe —aquella que parecía heredada, casi dormida— se convirtió en su fortaleza diaria.
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Antes de que todo ocurriera, la rutina de Valentina no difería demasiado de la de cualquier adolescente. Había crecido en una familia sencilla y creyente, asistió al colegio Los Candiles y al Liceo Nuestra Señora del Rosario, recibió educación católica y ya había recibido la confirmación. “Iba a misa con mi familia. Sobre todo, con mi mamá, que es la más creyente de la casa. Mi papá creía, pero no era practicante”, recuerda.
En su infancia, una pasión comenzó a despertarse: la navegación. Es que su familia tenía un pequeño barco, al que llamaba ‘crucerito’ y salir a navegar en él se convirtió rápidamente en parte de su día a día: “Siempre crecí alrededor del agua, de la naturaleza. Navegar me encantaba. Era mi lugar de disfrute, de libertad, de conectar con todo ese paisaje y de estar conmigo misma”.
Valentina usaba el barco con sus padres, Claudia y Pablo. También con amigos, o en ocasiones simplemente por su cuenta. Cuando Pablo fue diagnosticado con una enfermedad oncológica, su familia dejó de utilizarlo por un tiempo.
Una tarde cualquiera, Valentina decidió salir sola. El motor no encendía. Insistió. De pronto, el barco explotó.

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El fuego se expandió en segundos. Valentina saltó al agua en un acto reflejo, mientras las llamas devoraban la pequeña embarcación. Estaba en el agua, pero no podía respirar. Salía a flote. Gritaba. Se volvía a zambullir. Volvía a gritar.
“Me sumergía para tratar de aliviar un poco el dolor. Fue eterno. Cuando llegó la ayuda y salí del agua, me di cuenta ahí mismo cómo no tenía piel en muchos lugares. Simplemente se me caía”, relata.
Pasaron aproximadamente veinte minutos, tal vez treinta, que se sintieron como horas. Llegó la ambulancia y fue internada en CTI. Dos días después ya había sido trasladada a Montevideo, más precisamente al Centro Nacional de Quemados (Cenaque).
Valentina ingresó en coma, con cerca del setenta por ciento de su cuerpo quemado. Su madre y abuela la acompañaron hasta la capital. En tanto, su padre se quedó acompañado y cuidado por sus hermanos. Todos los días eran una incertidumbre. Durante semanas, osciló entre la vida y la muerte:
“Me reanimaron varias veces. Me entubaron e ingresé a block con anestesia general más de cien veces. El dolor era insoportable”. A medida que avanza con su relato, su voz se entrecorta. “Fue muy difícil, incluso a veces deliraba por la medicación. Estaba atada de manos y pies para evitar que, en medio de la desesperación, me moviera. Me quería ir, sobrellevar cada día era un enorme desafío, y el calor del Cenaque era inaguantable. Los quemados necesitan estar a una determinada temperatura, pero para mí era un dolor agobiante, que no puedo describir”.
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No eran días fáciles para Valentina y su familia. Ella estaba en Montevideo, junto a su madre y su abuela. Su padre, en tanto, se quedó en Paysandú cuidado por sus hermanos. “Mamá nunca volvió a Paysandú hasta mayo de 2024, cuando la salud de papá empeoró. Finalmente falleció el 8 de mayo. Los planes de Dios solamente él los conoce. Tenía fe ciega en que se mejoraría, pero también sé que a partir de su enfermedad fue que él se convirtió”.
En medio de ese sufrimiento extremo, Valentina encontró su sostén donde menos lo habría imaginado varios años atrás: en la oración. “Le pedí a mi mamá que rezara conmigo, y rezaba un rosario tras otro para pasar las horas. Le pedía a Dios que me salvara o que terminara ese sufrimiento. Supe que se armaban cadenas de oración, que muchísima gente rezaba incluso sin conocerme. Sé que si salí adelante también fue por la oración que muchos entregaron para ayudarme. Sin ese apoyo, no sé si hubiera podido soportar todo lo que pasó”.
También fueron claves las visitas semanales del padre Luis Ferrés, para acercarle la eucaristía en medio del dolor.
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Es noviembre de 2024, y ya transcurrieron once meses después del accidente. Los médicos citan a Claudia para hablar sobre la situación de Valentina, pero no son buenas noticias. Le cuentan que ya no hay nada por hacer. Su estado es el mismo con el que ingresó. En ese momento, Valentina y todo su entorno deciden encomendarse diariamente a san José.
“Vimos un video de Juan Manuel Cotelo [periodista, director, guionista, productor y actor español, además de fundador de la productora Infinito+1] en el que decía que había que rezarle al santo y ponerlo incómodo, así que nos encomendamos a san José todos los días. En ese mismo mes, comienzan a aparecer las primeras mejorías.
“Rezamos intensamente, todos los días. Toda la gente que conocíamos se unió. Incluso mi mamá me contaba que se levantaba de madrugada para ir al baño y veía a mi abuela, a sus ochenta y tres años, de rodillas y a los pies de la cama, rezando”.
Semana a semana se mantiene el progreso, y Valentina y su familia empiezan a soñar con el alta médica. Primero rezan y piden estar fuera para Navidad. Luego para fin de año. Después, para su cumpleaños, el 7 de marzo.
El 19 de marzo de 2025 los médicos llaman, una vez más, a Claudia. Esta vez las noticias son muy buenas: Valentina va a recibir alta. Curiosamente, ese mismo día nuestra Iglesia celebra la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y padre adoptivo de Jesús.
“Yo sé que no fue casualidad. Dios me escuchó y san José intercedió. Estoy convencida”, afirma Valentina con convicción.

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La fe no evitó el dolor, pero le dio sentido. “Siempre pensé en Jesús. Él cargó con su cruz, sufrió. Yo también tenía que cargar mi cruz”, explica, para posteriormente complementar: “Y mi madre fue como María, porque estuvo siempre a mi lado”.
A sus jóvenes diecinueve años, Valentina habla con una llamativa madurez y serenidad de cosas que para muchos serían insoportables de narrar. Y lo hace con la tranquilidad de saberse sostenida por algo más grande. “Nunca dudé de Dios, aunque muchas veces le recé para que me salvara o para que me dejara partir. Me preguntaba por qué tenía que vivir todo esto. Pero en medio de eso, siempre supe que Él estaba conmigo”.
La enfermedad de su padre, la distancia con Paysandú, el dolor diario, la incertidumbre. Todo fue parte de un camino de fe compartida en familia. “Después de todo esto, nos unimos mucho más. Sin duda, Dios también obró ahí”.
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El alta fue apenas el comienzo de otra etapa: la recuperación fuera del hospital. Permaneció un tiempo en Montevideo antes de regresar a Paysandú. “En Semana Santa volví por primera vez. Recién ahora estoy empezando a retomar algo parecido a mi vida normal”, cuenta Valentina.
Cuando se le pregunta a qué siente que está llamada después de atravesar algo así, guarda silencio por un largo rato. “Es una pregunta compleja”, admite. “No sé si tengo claro cuál es mi misión aún. Pero sí sé que no quiero llegar al cielo sola. Quiero hacerlo con muchas almas de la mano. Deseo que otras personas se acerquen a Dios, y que cuando me salve, si es así, que no sea solamente yo”.
Su historia no es la de alguien que esquivó el dolor, sino la de una joven que —sostenida por la fe, la oración y el amor de su familia— aprendió a encontrar a Dios en medio de la tormenta.
“Jesús sufrió. La Virgen también. Y si a Dios le tocó eso, también puede tocarnos a nosotros”, concluye. “Pero no estamos solos. Él siempre está”.
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3 Comments
Excelente historia
Gracias por compartir tu testimonio. Que Dios te bendiga por tu inmensa fe.
La nota hace un relato claro ! Dificil de imaginar, que en medio de tanto sufrimiento perdió a su padre , y su familia dividida en km .. su padre solo por su enfermedad , acompañado de hermanos ! Pero sin su hija ! Lo que pasó esa familia es una locura ! Y solo la fe podría sostener !!