El hermano misericordista celebró medio siglo en su congregación y se prepara para cumplir cuarenta años de sacerdocio en noviembre.
Roberto Villa ingresó en los Hermanos de Nuestra Señora de la Misericordia —misericordistas— con dieciséis años. Algo común en aquella época, aunque hoy el derecho canónico establece como edad mínima un año más.
En su congregación, la vida religiosa empieza con la ‘vestición’: el momento en que se pone la sotana por primera vez y que suele hacerse al comenzar el noviciado. De aquel día pasaron cincuenta años.
Nacido hace sesenta y seis años en Lissone, una pequeña ciudad al norte de Italia, a veinte kilómetros de Milán, Villa llegó por primera vez a Uruguay en 1983, cuando la dictadura cívico-militar entraba en su último tramo.
En noviembre de 1985, ya instalada la democracia en el país, recibió la ordenación sacerdotal en el Santuario Nacional del Sagrado Corazón de Jesús. De aquel día pasaron casi cuarenta años.
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Es martes 14 de octubre. De camisa de manga corta, chaleco y pantalón azul, con la cruz visible sobre el pecho, Villa camina por los pasillos del Colegio Misericordista —en el Cerrito de la Victoria— como un anfitrión, un hombre de la casa, alguien habituado a su entorno.
“Mi alma es alma de educador”, dice en una sala donde, en una de las paredes, cuelga un retrato de Víctor Scheppers, el fundador de su congregación. “Soy maestro y toda la vida di catecismo en todos los niveles. Aunque ahora me dedico a otras cosas, siempre me gustó estar en el aula”.

En la actualidad es el coordinador de pastoral del Colegio Misericordista y acompaña el resto de las obras de la congregación: el CAIF y el merendero que llevan el nombre de Padre Víctor, y el centro interdisciplinario Tabor, que ofrece atención en psicomotricidad, fonoaudiología, psicología y psicopedagogía.
Pero su vocación lo lleva más allá. También acompaña a una comunidad terapéutica que se formó este año y no depende de la congregación. “Es una asociación civil que se llama El Puente. Digo que estoy cerca porque se ha hecho un comodato para que ellos ocupen un sector del campo deportivo que tenemos en el barrio Capra”.
Sobre su vocación, sus cincuenta años de vida religiosa y su servicio en la Pastoral Penitenciaria, Villa habló con Entre Todos.
¿Cómo surgió su vocación religiosa?
Cuando me empecé a plantear un camino vocacional, pensé en ser hermano. Me crié en un colegio de hermanos de la congregación y me atraía mucho la figura del hermano, sobre todo el hermano educador. El deseo de ser sacerdote vino después.
En algunas ocasiones es presentado como hermano y en otras como sacerdote. ¿Por qué?
Nuestra congregación es laical: la mayoría de los miembros son hermanos consagrados que han hecho los votos de pobreza, castidad y obediencia.
A lo largo de la historia, cien años después de la fundación, la congregación introdujo a los sacerdotes por un motivo pastoral. En realidad, nuestro fundador no quería sacerdotes, quería hermanos. El sacerdocio en nuestra congregación ha sido pensado para estar al servicio de la comunidad de los hermanos, porque a veces era difícil encontrar un capellán que celebrara misa todos los días. Y también para atender las obras: colegios, hogares de ancianos y obras sociales. Por eso nos gusta mantener nuestro carácter laical y conservamos el título de hermano. Prefiero que me llamen hermano y no tanto padre.
¿Y venía de una familia católica?
Más o menos. Mi mamá era de ir a misa el domingo. Tengo alguna imagen muy borrosa de aquellos tiempos. Ella murió joven, con treinta y nueve años. Nosotros teníamos un pequeño almacén de barrio. Y ella, antes de abrirlo, iba a misa y me llevaba. Mi papá era creyente, pero no practicante. En realidad, no puedo decir que toda la familia fuera practicante. Pero no contraria al cristianismo o la propuesta de fe.
¿Y por qué optó por la Orden Misericordista?
Ante la ausencia de mamá, papá me mandó de pupilo a un colegio de los hermanos. Estaba con ellos todos los días. En aquel tiempo eran muchos los hermanos, y uno los tenía presentes en todos lados: en el comedor, en el patio, en las clases. Y hasta de noche siempre había uno que acompañaba en los dormitorios. La presencia era constante. Al estar todo el día en el colegio, y ante la ausencia de mamá, sentía la presencia y la guía de los hermanos. No de nadie en particular, fueron varios los que me acompañaron en mi vida y con quienes tuve un vínculo afectivo.

¿Hubo alguna experiencia que dejó huella en su vida religiosa?
Hay una experiencia dolorosa que ocurrió en 1986. En una salida, un chico se ahogó en el Río de la Plata. Fue una experiencia que me marcó porque, en lugar de restar a la entrega con los jóvenes, un hermano que me acompañaba me hizo ver lo contrario: que era la oportunidad para comprometerme más. Quizá no solo de pasar lindos momentos con los chicos, sino también desde la experiencia del dolor y la pérdida. Por eso quise especializarme en Pastoral Juvenil y Catequesis. Me instalé en Roma durante tres años para estudiar con los salesianos y obtuve la licenciatura en Pastoral Juvenil y Catequesis.
Es asesor eclesiástico de la Pastoral Penitenciaria, ¿cómo vive esta experiencia?
Empecé a acercarme al mundo de las cárceles en Santiago del Estero, donde viví durante diecisiete años. Cuando regresé a Uruguay, en 2013, quería continuar esta experiencia y entré a la Pastoral Penitenciaria. En aquel tiempo el padre Javier Galdona era el asesor. Yo entré como uno más visitando el Comcar, cosa que hago hasta hoy. Cuando Javier se retiró de la asesoría de la pastoral, le propuso al obispo que yo diera continuidad a su presencia. El obispo me hizo la propuesta y acepté.
Es una realidad donde vivo muy profundamente mi carisma: el carisma de la misericordia y la compasión. La cárcel es un mundo de dolor, de olvido, de marginación. Nuestra única intención no es ir a redimir, sino compartir la vida desde la presencia, el silencio y la escucha. Tratamos de estar cerca de la persona a quien deseamos no solo la libertad física, sino también la libertad de todo aquello que aún la encarcela. Se trata de llevar la certeza de que Dios los ama, porque son sus hijos y, quizás, los hijos más necesitados.
Cada viernes voy al Comcar, donde hay unos cinco mil presos, junto con casi veinte agentes pastorales. Nos dividimos por módulos, aunque a veces no podemos entrar porque están trancados o no se permite a los internos salir de la celda, ya sea por castigo o por otro servicio. Sin embargo, somos presencia de la Iglesia. Una Iglesia que, de manera muy sencilla, va a las periferias geográficas y existenciales. Cada vez que voy, no me siento solo el hermano Roberto. Siento que la Iglesia de Montevideo está allí. Con humildad lo digo. Es una presencia que es reconocida.

¿Qué aprendizaje personal le deja acompañar a personas privadas de libertad?
Siempre digo una frase, que no sé si es acertada o no: “Los malos no son tan malos, como los buenos no son tan buenos” [risas]. Esto me ha llevado a acercarme sin prejuicio a la persona privada de libertad. Le fui perdiendo un poco el miedo al otro, que muchas veces es estigmatizado. En ese sentido, esta experiencia me llevó a ser más tolerante.
Descubrí cómo, a pesar de que la cárcel es un lugar horrible, es un lugar de la presencia de Dios. Ellos lo reconocen, porque lo conversamos. Y puedo decir que también algunos, a su modo, han descubierto la fe, la cercanía de Dios en su vida.
Me impacta mucho lo agradecidos que son con nosotros. Nuestra presencia es muy agradecida por parte de ellos. Valoran que vamos gratuitamente —porque saben que no nos paga nadie—, que dedicamos nuestro tiempo e invertimos nuestra plata —porque tratamos de llevar algo para compartir—. Lo ven como un gesto de gratuidad.
¿Cómo combina la vida cotidiana con su trabajo pastoral y la vida en comunidad?
Uno de los motivos por los que fui destinado de nuevo a Uruguay fue para acompañar a dos hermanos que vienen de Burundi, África, y están aquí para estudiar. El objetivo es hacer comunidad con ellos. Nuestro momento más fuerte es la mañana: celebramos juntos la eucaristía, rezamos el breviario y realizamos otras prácticas de piedad. Al mediodía tratamos de almorzar juntos, y lo mismo en la noche. Ellos estudian por la mañana y, por la tarde, tienen sus actividades. También están involucrados en el servicio en Inisa [Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente].
¿Por qué quisiera agradecer?
Agradecer la paciencia que Dios me tiene [risas]. Lo decía cuando hicimos la celebración por los cincuenta años: si tuviera que volver a empezar, haría lo mismo. Quizás con menos mediocridad. Me parece que muchas veces no lo di todo. Aunque muchas veces me he rebelado, veo que Dios me ha indicado el camino. Y más en los últimos años, la paciencia de Dios me ha ayudado a ser un poquito más paciente para que las cosas se encaminen de a poco.
Gracias a América Latina porque la mayor parte de mi vida la hice aquí y porque “me ha dado tanto”, como dice la canción [Gracias a la vida, de Violeta Parra]. En América Latina aprendí a ser hombre. Antes no conocía ciertas realidades como es estar en contacto con las familias que luchan, el mundo de los pobres y vivir una Iglesia diferente. Siempre admiré esta Iglesia de comunión y participación. Cuando llegué a Uruguay, me impactó mucho la pastoral de conjunto, que en los ochenta era muy fuerte, y me ayudó a sentirme más involucrado y más parte de la Iglesia.
Agradezco también a la congregación por haberme confiado algunas responsabilidades desde que era joven. No sé si porque no había otro [risas]. Pienso que no fue por mérito, pero he sentido la confianza de la congregación en mí en muchas oportunidades. Quiero agradecer al Señor por eso.
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3 Comments
Excelente entrevista y excelente respuesta de este hombre consagrado… gracias gracias por tanto
Hermosa nota al Querido Hermano Roberto Soy ex Alumna del colegio MISERICORDISTAS el querido Mise para los que seguimos en contacto actualmente mi hija Anna concurre y le cambió la vida ella tuvo intentos de quitarse la vida en una época difícil como la pandemia y sus consecuencias y el grupo de directores, ascriptas y psicóloga la han ayudado tanto que hoy en día está muy bien y es parte del grupo de adolescentes del Santuario Nacional del Sagrado corazón de Jesús y forma parte del grupo de Animadores y Recreadores ya recibida del Misericordista. El l hermano Roberto siempre está presente en todas las actividades y lo queremos mucho en la familia es un valor muy grande para el colegio y liceo y en nuestras casas es el respeto y la adoración a la virgen de la Misericordia para nosotros.
Gracias hermano por su ejemplo de vida, por muchos mas años