Quinto artículo de la serie sobre José Benito Lamas, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
Estando todavía el provicario Joaquín Reyna al frente de la Iglesia ―aún no había sido elegido el nuevo vicario apostólico, partió hacia Roma ―estamos en el año 1854― Salvador Ximénez, comisionado por el gobierno de Venancio Flores, con el fin de acelerar y concretar, de ser posible, algunas propuestas de mutuo interés entre la Santa Sede y el Estado uruguayo. Ximénez plantearía la cuestión del nombramiento, ya no de un vicario, sino de un obispo, un sacerdote que pudiera ejercer el ministerio episcopal como corresponde, evitando solicitar periódicamente autorización para, por ejemplo, celebrar el sacramento de la confirmación. Era una ‘vieja’ aspiración de la nueva república, y aun anterior a ella. Recordemos el deseo de Artigas, expresado en el artículo 3.º de las Instrucciones del Año XIII:
“Se promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable”.
La libertad religiosa que reclamaba el caudillo era precisamente esa: autonomía de la Iglesia oriental respecto del obispo de Buenos Aires. La Iglesia oriental, no obstante haber ganado para sí en el verano de 1825 su elevación a la categoría de vicariato, aún estaba sujeta, en rigor, jurídicamente, al obispado porteño.
Este anhelo no era nada fácil de materializar, puesto que esa imbricación de la estructura estatal en la eclesiástica, efecto de un malentendido, borroso y presunto régimen de patronato, suponía para el Estado determinados gastos que debía asumir para responder a su condición de ‘patrono’. Su pretensión de que la Iglesia local alcanzase su total independencia, solo se alcanzaría cuando el vicariato fuera elevado a la categoría de diócesis, lo cual representaría nuevas erogaciones, como la del mantenimiento de un Seminario donde se formasen los candidatos al ministerio sagrado, y el Cabildo diocesano. ¡Pero si la hacienda estaba extenuada, endeudada, y los gobiernos no podían afrontar, durante meses y largos períodos del año, ni siquiera los sueldos de los funcionarios!
El otro día me topé con dos grafitis frente al Antel Arena. Uno rezaba así: “Ya sabés lo que querés. No te distraigas”. Tal vez por esto más de uno ignore los semáforos y haya que andarse con cuidado para no terminar uno mismo estampado como nuevo grafiti en la pared. El gobierno de Flores sabía lo que quería, y no estaba dispuesto a distraerse. Pero en realidad la cuestión económica lo distraía siempre. Aquí se reproducía lo que en cualquier casa donde el hijo se pone bravo y amenaza con independizarse. Flores sabía que quería un obispo, y que ese debía ser Lamas, pero le pasaba como al muchacho adolescente. Y aquí es donde entra el segundo grafiti: “Yo tampoco sé cómo vivir. Estoy improvisando”.
Curiosamente el nuncio, Marino Marini, que se estrenaba como diplomático en el Cono Sur, al que hay que sumar Bolivia también, sugería a sus superiores la misma idea, antes que partiera Ximénez para Roma. Digo ‘curiosamente’ porque obtuvo una respuesta negativa de parte de su superior, el cardenal Antonelli, secretario de Estado vaticano, que el diplomático no atinó a advertir, siendo un hombre tan lúcido y perspicaz, alguien que sabía muy bien mantener el equilibrio en cualquier pista. No, para eso sería necesario que el Gobierno proveyese más recursos, tanto al nuevo obispo como al sostenimiento de un seminario.
Es cierto que tanto el gobierno como el nuncio, en previsión de las dificultades existentes, sugerían una solución intermedia: la elección de un obispo in partibus. ¿Por qué solución intermedia? Porque esta figura no es la de un obispo residencial ―aquel que ejerce su jurisdicción sobre una diócesis, el típico obispo en el que pensamos cuando pensamos en un obispo―, sino la de uno titular (cada disciplina tiene su jerga), que es aquel que, siendo obispo, no cuenta con una diócesis propia, como sucede en el caso de un obispo auxiliar. El obispo in partibus tiene un título que con frecuencia nos resulta imponente y estrambótico al escucharlo, porque alude a una diócesis pretérita, remota, hoy inexistente. Bueno, tanto el gobierno como Marino Marini pensaban, precisamente, en la elección de un obispo titular, que ejercería su jurisdicción no sobre una diócesis, sino sobre el vicariato. El territorio es el mismo, el de la república, pero el estatus jurídico, canónico, de diócesis, comporta otro nivel institucional, una estabilidad, desarrollo y madurez eclesial de la mayor jerarquía.
El gobierno había fundado sus esperanzas mucho más en el mensajero que en el mensaje. Sus esperanzas, en efecto, se concentraban en el personaje comisionado, el cónsul general pontificio en Montevideo, Salvador Ximénez, por el singular hecho de que treinta años antes, un hombre llamado Juan María Mastai Ferretti se había instalado a vivir en su casa, en la casa de Manuel Ximénez y Gómez, su padre, ubicada en la calle San Telmo, hoy llamada Rambla 25 de Agosto de 1825, n.º 580, clavada en la esquina con Juan Carlos Gómez, y que aún se mantiene vivita y coleando. Una casa de más de dos siglos, en nuestra ciudad, es ya mucho decir. Allí, en la fachada, podemos ver algunas placas indicativas de algunas instituciones que funcionan en la venerable casa solar ―la Casa Ximénez―, como la Liga Marítima Uruguaya y la Academia Uruguaya de Historia Marítima y Fluvial, y que pertenece al Museo Histórico Nacional. (A propósito, se puede visitar entre las 11 y las 17 horas, pero ojo, domingos cerrados). Bien podría haber una placa, aunque lacónica, o al menos un humilde grafiti que alertara al transeúnte inadvertido, que se pasea por aquella vereda arbolada, con añoranzas de adoquines: Aquí vivió el papa Pío IX. Tal vez alguna autoridad nacional o municipal se cruce con estas líneas y su sensibilidad histórica se conmueva en estas fechas inflamadas por tanta exaltación democrática, emotivista, numinosa, y sume a su campaña de felices promesas una más, ínfima, concreta, económica y necesaria: la colocación de una placa que recuerde la presencia de aquel ilustre visitante de veintisiete años, que recorrió las calles de nuestra ciudad, que gustaba celebrar la misa en el Altar del Rosario, en la Matriz, y que recordaría para siempre, con viva emoción, sus días juveniles en América, y los lugares más sorprendentes de este rincón del continente, para sorpresa de su eventual interlocutor, cuando recibía en el Vaticano una visita de esta parte del mundo, y le preguntaba si había conocido la Isla de Ratas, por ejemplo, o la de Lobos, o la de Flores, o el arroyo Quita Calzones o el Miguelete, o cuando rememoraba la figura, la sabiduría, las charlas con el padre Larrañaga, a quien el jefe de la misión diplomática que él mismo integraba, Mons. Juan Muzi, había nombrado primer vicario apostólico del país. Los recuerdos, vívidos y minuciosos, montevideanos u orientales, acompañaron al longevo papa hasta el último de sus días. La ciudad, desdeñosa, parece haberlos olvidado.
En cuanto a la erección de una diócesis, la gestión de Salvador Ximénez no podía resultar exitosa, pues se trataba de un asunto que excedía todo vínculo personal con el papa Pío IX. En cambio, la posibilidad de un obispo in partibus era más atendible, aunque también implicaba una erogación económica mayor para el gobierno, el cual ni siquiera podía cumplir con sus obligaciones ordinarias. Pero, mientras tanto, un episodio complicó las negociaciones, en momentos en que José Benito Lamas había ya sido designado vicario apostólico de Montevideo.
Habían transcurrido unos pocos meses de su gobierno eclesiástico, había atravesado ya su primera crisis al destituir a su provisor y vicario general, Joaquín Reyna, ‘aquel buen viejo’, al decir de Marini, pero de carácter destemplado y maneras algo brutales, de cuyo estilo Lamas quiso distanciarse, de cuya persona quiso desprenderse, cuando un suceso, más violento y aún más sonado pero menos iluminado hasta la fecha por los historiadores, golpeó a la puerta del vicario, casi literalmente.
Sucedió el 30 de enero de 1855. (En la canícula los arrebatos resultan más ardientes e incendiarios todavía). De acuerdo a la versión de Juan Antonio Chantre, el secretario de Lamas ―y es la única versión que conocemos―, el general Venancio Flores, presidente de la república, se dirigió airadamente a la casa del vicario, como un dragón al que le urge lanzar la llamarada de una buena vez, y quemar la tierra a su paso. Se precipitó escaleras arriba, a las zancadas, y arremetió a los gritos contra el vicario apostólico. Al parecer, el presidente estaba cegado por la ira, ardía porque Lamas no le había dado el gusto de nombrar algunos párrocos que eran de su preferencia, y que él, como presidente, podía hacer lo que le venía en gana, y que se olvidara de lo demás, eso no sucedería jamás:
―Su señoría me desaira ―le gritó―, no será el obispo, no, no.
―Haga lo que quiera ―le respondió Lamas, probablemente aturdido por la tromba que había irrumpido en su oficina―. Haga lo que quiera, y el destierro también. ¡Yo no le pedido el obispado! ¿Y para qué lo querría, señor? ¿Y para qué quiere vicario apostólico, si vuestra excelencia ha de querer mandarlo, y lo ha de tratar así? ¿Para ser un hombre inerte? No. Para eso, nada”.
Flores abandonó la escena entre improperios a empleados de la curia, y aunque pronto se le fue la calentura, el choque ya se había producido, y la figura de Lamas fue quedando al margen del pretendido obispado. Las conversaciones se enfriaron en Roma, pero meses más tarde, hacia mediados de año, se retomaban. Y si Lamas se había mostrado proclive a un arreglo, en adelante manifestará su más radical rechazo a un eventual nombramiento episcopal. Expresará que tal cosa, en las condiciones en que se hallaba el país, era algo impensable: “conozco este país en que nacido y vivo, es porque conozco a los sujetos y las cosas bien al cabo…”.
Chantre agregó otros motivos que influyeron en el desplante irascible de Flores: el carácter del presidente, el grupo de quienes lo aconsejaban, ciertos sacerdotes que se oponían a Lamas… Otro sacerdote, intrigante e influyente, Francisco Majesté, decía que el vicario se había inclinado hacia el partido conservador, la facción colorada opuesta a Flores. Marini, el nuncio, pensaba que había algo más, y que aún ignoraba los verdaderos motivos.
Se me ocurre pensar que también quien ocupa un alto cargo queda comprendido por el grafiti del Antel Arena: “Yo tampoco sé cómo vivir. Estoy improvisando”. Eso habrá pensado Flores. Eso habrá pensado Lamas. Acaso.
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