Nuestros padres en la fe supieron hacerlo, ojalá estemos a la altura.
Por el P. Daniel Martínez. Publicado en el N° 505 del quincenario Entre Todos.
Al ponerme a escribir, se acerca el 31 de octubre. Esa fecha evoca diferentes acontecimientos, de acuerdo a los intereses, origen o preocupaciones de las personas. Por ejemplo, mientras para algunos es intrascendente, para otros la posibilidad de romper la rutina y divertirse gracias a una celebración importada o para defender a los más pequeños de las desviaciones y errores de esa celebración, para naciones con profundo arraigo en su historia y tradiciones un momento para rememorar y hundirse en esas raíces y para otros el momento de recordar, o celebrar, depende el caso, la Reforma Protestante.
En apariencia esa mezcla da para una buena ensalada. Sin embargo, me hizo pensar en una capacidad de la Iglesia de la que no siempre somos conscientes y que, a mi pobre juicio, constituye una de sus más grandes bellezas y un aspecto sobresaliente de su misterio.
Empecemos a explicarnos. La reforma protestante puso de manifiesto la existencia de distintas concepciones del misterio y la identidad de la Iglesia existentes en su propio seno. Algunas hijas de los cambios nacidos de la época y del auge del Humanismo renacentista, por lo tanto, más centradas en el individuo o en la búsqueda racional de la Verdad, otras aún abiertas a la visión corporativa y teocéntrica propias de tiempos anteriores, por supuesto con matices dentro de cada visión.
Una de las diferencias más notorias se formuló en referencia a la teología, pero perfectamente puede ampliarse a todos, o casi todos, los órdenes de la vida eclesial. Se trata de la distinción de la teología católica como la teología del “et-et” (en latín: “y-y”) y la teología de la Reforma como teología del “aut-aut” (en latín “o-o”). Traducción: mientras en la teología de la tradición católica hay lugar y se busca la concordia de los aparentes opuestos, por ejemplo, Escritura y tradición, gracia y mérito, fe y obras, etc., en la protestante se afirma uno y se excluye el otro. Siguiendo nuestros ejemplos anteriores, sería Escritura, no tradición; fe, no obras; gracia, no mérito, etc.
«…la misma enseñanza de la Escritura que nos advierte de la necesidad, u obligación, de examinarlo todo y quedarnos con lo bueno».
Podemos rastrear el origen de esta “capacidad”, “virtud” o dinámica”, en varias fuentes. La primera, la dinámica de la encarnación en la que dos opuestos (Creador y creatura, naturaleza divina y naturaleza humana) formaron, unidos, una realidad única, absolutamente novedosa que es el Verbo encarnado. También la certeza de la existencia de las “semillas del Verbo”, esas inspiraciones, auténticas manifestaciones de la verdad de Dios y de su misterio, alcanzadas por diferentes culturas o personas en diferentes momentos y ámbitos, fuera del canal de la revelación bíblica.
Junto a estas, es la misma enseñanza de la Escritura que nos advierte de la necesidad, u obligación, de examinarlo todo y quedarnos con lo bueno. Podríamos citar muchos pasajes en los que la Iglesia naciente, o Jesús mismo, se abría a nuevos descubrimientos, impulsos y decisiones simplemente dejándose desafiar y abriéndose a la verdad que Dios Padre mostraba en ellas. Testigos son los cachorrillos que comen las migajas que caen de las mesas de los hijos o la familia de Cornelio.
Resultado de esta apertura de mente y corazón es la capacidad de mestizaje que, a lo largo del tiempo ha forjado la identidad, la doctrina y la santidad de la Iglesia latina. Mestizaje de lo judío y lo griego, de lo rural y lo urbano, de lo romano y lo bárbaro… de lo amerindio y cristiano español. Basta ver lo colorido y variopinto que es el universo de los ritos y de las expresiones de devoción popular e, incluso, litúrgicas a lo largo y ancho de la geografía de la “aparentemente uniforme” unidad católica. Unidad, sí. Uniforme, no. Gracias a Dios.
Pero hay un mestizaje que no se ve con tanta fuerza y que muchos tratan de convertir en opresión, tiranía y avasallamiento cultural: el proceso evangelizador de la Europa no romana. La evangelización de los celtas, germanos, normandos, eslavos y demás pueblos vecinos del Imperio Romano es un himno al “et-et” católico que rescató lo mejor de esas culturas, su espiritualidad más pura y lo integró en el depósito de la Tradición, que en vez de ser un gran tarro de naftalina que fosiliza el pasado y lo hace eterno, es un río de vida en el que Jesucristo, el resucitado, vive revestido con los ropajes y la identidad de cada lugar y tiempo.
Y aquí aparece Halloween… o mejor dicho Samhain. La fiesta del final del verano. La celebración de la luz en el comienzo de la oscuridad del invierno. Final de las cosechas y comienzo de la dureza del invierno que traía consigo la amenaza de la hambruna, el rigor y la muerte. Pero esa noche era celebración de agradecimiento por las cosechas recibidas, de esperanza en un nuevo triunfo de la luz, deseado, esperado, aunque incierto y, fundamentalmente, de la comunión de todos los mundos. Porque esa noche en que los ciclos se cerraban y volvían a abrirse (era algo así como el año nuevo celta), se abrían también las puertas de los mundos de los dioses y de los muertos y la comunicación podía darse entre ellos. Claro. No todo era tan idílico, había varios peligros.
Por ejemplo, los espíritus de los muertos podrían negarse a volver a su mundo, así que para asegurarse de que ninguno de los difuntos se quedara de este lado algunos de sus sacerdotes se vestían grotescamente y usaban máscaras extrañas para asustarlos y que huyesen a su mundo. Resultan medio inocentes, a decir verdad, ¿no?
Pero no era el único riesgo. Había quienes pretendían beneficiarse del poder de los dioses o de los difuntos, ya sea “sobornándolos” con ofrendas raras o valiosas o forzándolos ya que se encontraban debilitados fuera de sus reinos y así conseguir poder, riquezas o el a daño y la desgracia de otras personas. Para eso se pretendía usar la magia, los sacrificios humanos u otros recursos parecidos. Los rituales de los druidas “buenos” debían contrarrestar esos intentos y se hacían grandes ofrendas de dulces y manjares para que los dioses y los muertos, estando llenos, no se sintiesen tentados con las ofrendas de los “malos”. ¡Como para que les alcanzara la cosecha para pasar el invierno!
«Hoy la Iglesia nos invita a renovar la gloria de su propia esencia. Nos invita a un camino de nuevas síntesis. A un proceso de escucha, de comunión, participación y misión desde la cercanía y la escucha. Nos invita a redescubrir existencialmente la sinodalidad.»
Cuando los evangelizadores toman contacto con estas realidades, en vez de arrasar con todo, rescatan la esencia: la comunión con el mundo de lo divino y con el de los difuntos y poco a poco comienza un proceso que culmina en torno al siglo IX, en el que se fija la Solemnidad de Todos los Santos, que se celebraba, sin fecha fija en diversos lugares, el primero de noviembre. Poco después se agregará la Memoria de los Fieles difuntos el 2 de noviembre.
La visión católica volvía a producir una nueva y gloriosa síntesis que permitió afianzar la conversión de esos pueblos. Muchos siglos después, en un país protestante, al llegar inmigrantes irlandeses, que celebraban con fervor y según sus tradiciones cristiano-célticas la Comunión de los Santos, el “aut-aut” produjo un efecto totalmente distinto. Una fiesta puramente exterior, “vacía” y neopagana.
Hoy la Iglesia nos invita a renovar la gloria de su propia esencia. Nos invita a un camino de nuevas síntesis. A un proceso de escucha, de comunión, participación y misión desde la cercanía y la escucha. Nos invita a redescubrir existencialmente la sinodalidad. Es decir, a dejar de lado partidismos, visiones reductoras, búsquedas de privilegios o poder, o del simple “tener razón”, para atrevernos vivir la gracia, los instrumentos y la experiencia de la comunión, del “caminar juntos” escuchando la Voz del Verbo en sus semillas dispersas en el alma de cada persona de buena voluntad, en la cultura de nuestro tiempo, en los signos de los tiempos, en la conciencia y las ansias más profundas de cada Hombre, en la Tradición Viva de la Iglesia y en la Palabra revelada en la Sagrada Escritura y así, juntos, volver a vivir la gloriosa aventura de atrevernos una vez más a vivir, pensar, rezar desde el “et-et” que nos identifica. Nuestros padres en la fe supieron hacerlo, ojalá estemos a la altura.