Mañana —sábado 11 de febrero—, se celebrará un nuevo aniversario del comienzo de las apariciones de la Virgen en Lourdes a santa Bernardita. Compartimos con ustedes, a lo largo de esta semana, una serie sobre dichos sucesos, escrita por el P. Gonzalo Abadie para el quincenario Entre Todos. Aquí, la tercera entrega.
Por el P. Gonzalo Abadie
En medio de la oscuridad abismal de los Pirineos unas trescientas cincuenta personas desembocaron desde distintos puntos en la gruta de Massabielle a partir de las dos de la madrugada con el fin de conseguir una platea, y en lo posible una primera fila ante lo que hasta ahora había sido un escondrijo sucio y maloliente para cerdos y pecadores, una cavidad sobre la que de a ratos avanzaba el agua que depositaba restos de ramajes que arrastraba el torrente de Pau en sus viajes por entre las montañas y los valles paradisíacos del sur de Francia. Era el miércoles 25 de febrero de 1858, apenas dos semanas después de que comenzara a propagarse la voz de que una aldeana miserable llamada Bernadette Soubirous había visto allí mismo a una jovencita hermosísima y sonriente en un ángulo superior de la gruta, en el espacio de un nicho formado en la roca, y que había recibido la invitación del cielo a una seguidilla de encuentros durante quince días, en los que solo ella podía contemplar la aparición, y escuchar la voz cristalina y sonora y juvenil de la señora, de la misteriosa Aqueró cuyo nombre no había querido dar a conocer todavía, y que había incluso declinado escribir en el papel que Bernadette le había querido alcanzar una semana antes, intento que había recibido como toda respuesta unas sonrisas divertidas de Aquello ―Aqueró―, y hasta una risa, que sellaron aquella cita cándida e inocente en que Bernadette se dio el lujo de asperjarla con agua bendita mientras le gritaba: “Si vienes de parte de Dios, quédate; si no, desaparece”.
Los cientos de personas que se habían apiñado en la gélida noche invernal llevaban la pública esperanza de que la imagen que se aparecía a la muchachita no fuera otra sino la santísima Virgen María. ¿Era la madre de Cristo, la madre de Dios? Bernadette se ajustaba a la cruda realidad, y resistía los embates de uno y otro lado, de quienes querían arrancarle una confesión como de quienes querían que desistiese de ella. Lo cierto es que la sospecha se cernía sobre la vidente, iletrada e indigente, que se encontraba en el ojo de la policía, que la vigilaba de cerca y hostigaba por medio de amenazas o de interrogatorios abusivos y arbitrarios, tremendos, como el llevado a cabo por el comisario Dominique Jacomet después de la sexta aparición del 22 de febrero, con que había querido cazarla como a un ratón en la trampa, tergiversando sus dichos, falseando sus apreciaciones, atemorizándola con intimidaciones. Jacomet estaba convencido de que era una farsante que había inventado esta historia burda por iniciativa propia o movida por el padre, ese ladronzuelo de panadería. Estaba convencido de que el engaño de las apariciones procuraba granjearse el favor y la conmiseración de la gente pudiente que habría de favorecerla a ella y su familia con todo tipo de regalos y con una estima social de la que carecía aquella gentuza amontonada en el sucucho húmedo y nauseabundo que había sido considerado incluso como cárcel insalubre para alojar delincuentes.
Pero aquella niña de poca categoría le había dado una paliza inolvidable a su orgullo policíaco, se había escabullido de modo asombroso a cada pregunta capciosa, a cada comentario malicioso, había resistido impávida a sus maneras extorsivas y amedrentamientos, a la lectura de sus propias declaraciones realizadas rato antes pero con detalles significativos falsificados ligera o parcialmente, hábitos que desgastan la atención y la moral del interrogado, que se va desmoronando sin poder oponerse casi; había encontrado fácilmente la salida al laberinto de la confusión con que solía perder y finalmente atrapar a sus víctimas. Aquella niña había soportado el peso del tiempo y el golpe de las acusaciones que parecían disiparse pero volvían con más fuerza como las olas que devuelve la marea sobre las orillas de la playa. El comisario había experimentado amargamente que la dulzura con que hablaba la hija del molinero camuflaban una determinación invencible, y que toda la astucia con que se había empeñado para reducir a la presa incauta e indefensa, se había venido abajo ante la memoria irreductible de Bernadette, que no hesitaba en lo más mínimo ni se desdecía ni traicionaba los detalles más ínfimos de su relato circunstanciado. Jacomet envió agentes a seguirla a sol y sombra, y, para su sorpresa, comprobó cómo la muchacha más miserable de Lourdes rechazaba las monedas de oro y plata que los ricos querían regalarle, comprobó amargamente que ni siquiera aceptaba ofrendas para su familia, ni frutas, ni legumbres, ni siquiera una baguette de pan, y cómo tanto ella como su familia continuaron en la más absoluta pobreza, porque Bernadette impuso su negativa a toda la parentela. La vocación a una pobreza radical de Bernadette es indicio, para muchos, de que tiene su origen, en realidad, en uno de los tres secretos personales que Bernadette recibió de la Virgen. Jacomet acampó frente a la gruta para vigilar minuciosamente las escenas montadas por la supuesta vidente, y gracias a eso se cuenta con apuntes preciosos, como por ejemplo, con el registro que Jacomet hizo de las cantidad de veces que Bernadette sonrió en una de las apariciones ―treinta y cuatro― lo que permite suponer que otro tanto hizo la Virgen, ya que el rostro de la santa de Lourdes era como un espejo de Aqueró, con la que conversaba y contemplaba intensamente, en íntima conexión.
Pero la concurrencia, a pesar de todo, a pesar de que la Iglesia no mostraba el menor signo de adhesión, a pesar de la prohibición de asistir a la gruta que el párroco Dominique Peyramale había impuesto al clero, a pesar de que el propio obispo de Tarbes se mostraba receloso de los acontecimientos en curso, la pequeña multitud rodeaba la gruta, apretujándose y aguardando la llegada de Bernadette, a la que gustaba asistir antes, bien temprano, a la misa de las seis y media de la mañana en la parroquia de Lourdes. La fe sincera, o la curiosidad, o la inquietud ansiosa hacía crecer el número de peregrinos. Desde el lunes se había incorporado, por primera vez, la gente de sociedad, como así también algunos de los intelectuales críticos y biempensantes del Café français. A partir de ese día Bernadette había concurrido con un cirio a la gruta. Como de costumbre, la gente la vio rezar el rosario en éxtasis. Era la novena aparición, y ese día hubo una decepción general entre los asistentes, y la ‘opinión pública’ se volvió en contra de la vidente. Al igual que el día anterior vieron a Bernadette avanzar de rodillas por el interior de la gruta, recostándose de tanto en tanto sobre la superficie para besar la tierra. Como sabemos, se trataba de una superficie inmunda y enlodada, cubierta por una especie de hierba, objeto apetecido en las incursiones de los cerdos. Luego Bernadette se dirigió hacia el lugar donde se encontraba la aparición, el costado derecho de la gruta. El movimiento de sus labios indicaba que estaba dialogando con Aqueró. De pronto vaciló, giró sobre sus espaldas y se dirigió al Gave de Pau, al río o torrente, alejándose unos metros de la gruta. Llegado a este punto volvió nuevamente sobre sí como para buscar aprobación de Aqueró. Pero no, debió corregir sus movimientos, y entonces regresó sobre sus pasos, pero esta vez dirigiéndose al otro rincón de la gruta, al izquierdo. Allí se detuvo, se inclinó y comenzó a hacer un hoyo con sus manos, retirando, por tres veces, puñados de fango que llevó a su boca ―ante el estupor de la gente que pensaba que la vidente realmente había perdido la cordura― para arrojarlos o escupirlos seguidamente, asqueada, hasta que finalmente alcanzó a beber un agua sucia, turbia y repugnante. Su cara estaba toda manchada por el barro, entre el ridículo y el escarnio. Aun así, comió luego un poco de ese simulacro de hierba que crecía en el barrizal de la gruta. La gente se escandalizaba, y tomaba distancia, ahora, de aquella que había ensalzado hasta hacía un rato. Se escucharon entonces expresiones despectivas: “está loca”, “nos han traído a ver una pequeña merdosa”…
La gente no sabía que Aqueró le había dicho: “Vete a beber de la fuente y a lavarte”. Una fuente que no podía verse, pero que realmente existía oculta, corriendo debajo de la roca. Horas más tarde la ‘opinión pública’ volverá a cambiar, y se pondrá nuevamente del lado de Bernadette, cuando los que pasen por la gruta de Massabielle vean el hoyo, más grande, y sientan el rumor de una corriente subterránea, y vean manar el agua limpia y fresca, que ese mismo día ya comenzaron a llevar en todo tipo de recipientes. La víspera Aqueró le había pedido a Bernadette que rezara por los pecadores, y le había dicho: “¡Penitencia, penitencia, penitencia!”. Esas fueron las palabras que acompañaron el signo del agua sucia que se torna agua límpida y lustral, oculta y fontanal, que venía a brotar en plena cuaresma, tiempo especial en el que Dios llama a la conversión, y la hace posible, en que hace brotar agua de la roca en el desierto y llama a limpiar la vida del pecado que la encharca. La gruta de Lourdes es el símbolo de la conversión, de todos aquellos que viven en pecado sin confiar en la cercanía de la salvación, sin confiar en la fuente bautismal que habita en ellos.
«Como dice la Escritura: “De su seno brotarán manantiales de agua viva”. Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 37-38). Aquellos que recibieran el Espíritu de Cristo… verían manar el manantial en sus propias vidas. En las cuartas moradas del Castillo interior Teresa de Ávila se refiere a la experiencia «que comienza de Dios y acaba en nosotros», esta agua que se va ‘revertiendo’ por todas las moradas, que recorre todas las zonas de nuestra vida, limpiándolas. Cuando se “comienza a producir aquella agua celestial de este manantial que digo de lo profundo de nosotros, parece que se va dilatando y ensanchando todo nuestro interior y produciendo unos bienes que no se pueden decir, ni aun el alma sabe entender qué es lo que se le da allí”.
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Mi madre al visitar la gruta de Loudes curo en ese mismo momento una incontinencia de más de 50 años .