Informe publicado en el quincenario Entre Todos el 10 de agosto de 2024.
Tres ollas. Cuatro platos. Artículos de aseo personal. Un retablo de la Virgen de la Divina Pastora de casi un metro de altura y otras imágenes religiosas de menor tamaño. Solo con esto, Naya Piña y Mario Velásquez llegaron desde Venezuela a Uruguay junto con sus hijas —Sharays y Natalia— el 29 de junio de 2017 a las seis de la mañana. Se alojaron en un hotel céntrico de Montevideo. Aquel día el frío era violento y ellos lo sintieron profundamente, dado que venían de un país donde el clima por lo general es cálido y tropical.
Naya y Mario empezaron a pensar en la posibilidad de emigrar de Venezuela debido a la crisis política en 2013. Inicialmente, consideraron establecerse en Canadá, pero lo descartaron por los requisitos para obtener la residencia legal.
“La inseguridad era un gran dolor y estresante”, cuenta Mario. El punto de quiebre ocurrió en abril de 2017 cuando, en la previa del inicio de la Semana Santa, recibieron una llamada en tono amenazante. “Teníamos un mapa de América del Sur y veíamos país por país. Buscamos un país que nos diera estabilidad legal, especialmente por nuestras hijas”, dice Naya.
El matrimonio solo conocía Uruguay por la selección de fútbol, imágenes de algunos lugares de Montevideo y los relatos de vecinos originarios de este país que residían en el suyo. Para prepararse para su llegada, se contactaron con el grupo Venezolanos en Uruguay en busca de asesoramiento.
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La mayoría de los migrantes venezolanos en Uruguay son mujeres de entre treinta y cinco y cincuenta años que llegaron entre 2018 y 2019 con la intención de residir de forma permanente, señala el último censo realizado por la Cámara Venezolano-Uruguaya de Empresarios, Emprendedores y Profesionales (Cavenuy), divulgado el pasado 24 de julio.
En la actualidad, la población venezolana en Uruguay alcanza las treinta y tres mil personas. Según los datos del censo, ocho de cada diez están establecidos en Montevideo y el área metropolitana. “Es comprensible que la mayoría elija establecerse en la capital, dada la concentración significativa de instituciones educativas y oportunidades laborales”, indica el estudio.
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Naya Piña nació el 26 de junio de 1976, en Caracas, la capital de Venezuela. Mario Velásquez nació el 7 de diciembre de 1979 en el Estado Anzoátegui, en Lechería, uno de los municipios más pequeños de Venezuela y uno de los más ricos económicamente del país. Se casaron por Iglesia el 12 de agosto de 2006, tras nueve meses de noviazgo, y se instalaron en Caracas. Ella es ingeniera química y él, licenciado en administración de empresas.
En Caracas, el matrimonio vivía detrás del templo, dedicado al Inmaculado Corazón de María, asistían a misa diaria, eran catequistas y colaboraban en la olla comunitaria. “Siempre tuvimos una vida cerca de la Iglesia y muy activa en la parroquia”, dice Mario.

Naya y Mario. Fuente: Romina Fernández
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Tras quince días de estadía en Uruguay, alojados en distintos hoteles, la familia se mudó a un apartamento ubicado en el complejo de viviendas del barrio Buceo, frente al cementerio. Para fortalecer su vínculo con la fe, se acercaron a la parroquia San Pedro Apóstol, donde fueron recibidos por el padre Daniel Martínez, entonces párroco de la comunidad, y Andrés Chiribao, quien era seminarista.
“La comunidad nos ayudó muchísimo porque pasábamos por un momento muy duro y estábamos perdidos. Cuando se nos acabó el dinero, el padre Daniel hizo un llamado en la comunidad y una familia accedió a recibirnos a los cuatro en su casa. Después otra hermana, nos ayudó a conseguir otra casa en el barrio Buceo. Vivimos ahí durante un año”, dice Mario.
—¿Cómo fue empezar de cero en Uruguay?
Naya se ríe y le pide a Mario que conteste para evitar quebrarse.
—Para ella fue más fácil que para mí. Me costó muchísimo encontrar trabajo. Empecé a hacer ‘changas’, pero no tenía un trabajo formal para mantener a mi familia.
Naya comenzó a trabajar como catequista en el colegio Nuestra Señora de Luján, ubicado en el barrio Buceo y dirigido por las Hijas de María Auxiliadora, donde además empezaron Sharays y Natalia a cursar, cuarto y primero de primaria, respectivamente.
Luego, continuó como catequista en los colegios Elisa Queirolo de Mailhos, José Benito Lamas y Obra Social Educativa Don Bosco, que son parte de la Fundación Sophia. En 2019 consiguió empleo como analista de laboratorio y, al año siguiente, como jefa de depósito en una empresa de cosméticos. Tras el fin de la pandemia, en 2022, decidió emprender. Estudió marketing digital y hoy ofrece servicios a empresas de manera independiente.
Mario, por su parte, consiguió empleo en la librería católica San Pablo, ubicada en Colonia y Carlos Roxlo, en enero de 2018. Al año siguiente, empezó a trabajar en el rubro de ventas de una importadora de artículos para peluquería, ocupación que mantiene hasta hoy.
Según el censo 2024 realizado por Cavenuy, el 68% de los migrantes venezolanos que se instalaron en Uruguay en los últimos años se encuentra empleado actualmente, mientras que el 15% trabaja de forma independiente, un 3% es empresario o patrón y el 14% está desempleado. Además, del total de venezolanos que llegaron al país, el 94% lo hizo con estudios universitarios finalizados en su país de origen.
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Es jueves 1.° de agosto, y es un día difícil para Alicia Pantoja, venezolana residente en Uruguay y actual secretaria general de Manos Veneguayas. El día anterior cumplió diez años en Uruguay y se la ve visiblemente emocionada. Arribó al país con la intención de tomarse unas vacaciones durante seis meses junto con su esposo pero nunca regresó a Venezuela.
Manos Veneguayas es una asociación civil de apoyo a migrantes en Uruguay que se creó en 2017. La primera sede se construyó con el apoyo del Instituto de Estudios Cívicos Uruguay y estaba ubicada en Maldonado 1859.

Sede de Manos Veneguayas. Fuente: Romina Fernández
Desde octubre de 2021, la oficina central se sitúa en la zona de Tres Cruces junto al Santuario del Señor Resucitado, en Bulevar Artigas y Goes, en una sala que es alquilada a la curia arquidiocesana. El espacio fue remodelado y hoy tiene una oficina, una sala para reunir a cincuenta personas, lockers metálicos y un cowork, donde funciona la Casa Veneguaya y el Club de Emprendedores, que impulsa la sinergia entre los venezolanos para crear lazos y potenciar los proyectos de cada uno.
Pantoja es una de las cofundadoras de Manos Veneguayas junto con Vanessa Sarmiento, Norma Sánchez, Sandra Rodríguez, Ángel Arellano y Diego Cabrita. “Comenzó como un grupo de amigos que acompañaban a sus compatriotas. Cuando vimos que en Venezuela se acentuaban los problemas, y la gente salía de forma masiva, nos organizamos. Obtuvimos la personalidad jurídica en 2019”.
Pero, además de esto, los inicios de Manos Veneguayas fueron complejos debido a la falta de medios financieros y el nulo apoyo de otros actores sociales. Según Pantoja “las organizaciones grandes no ven como una prioridad los recursos para la ayuda humanitaria”.
Desde junio de 2021, Manos Veneguayas recibe el apoyo de un proyecto aprobado por la Inter-American Foundation (IAF), una agencia estadounidense que se enfoca en el desarrollo en América Latina y el Caribe y financiada por el Congreso de los Estados Unidos.
“Cuando la IAF se mostró interesada en el proyecto, muchas organizaciones se acercaron a nosotros. Empezamos a recibir respaldo. Tenemos muy buena relación con instituciones uruguayas privadas y públicas. Somos un punto de referencia. Estamos orgullosos por los logros obtenidos, porque es el resultado de un trabajo que, en el principio, fue muy lento”, dice Pantoja.
En la actualidad, Manos Veneguayas cuenta con la ayuda de setenta voluntarios que colaboran de forma permanente y unos ciento cincuenta que lo hacen en actividades puntuales como ferias de empleo, jornadas para niños y talleres. Además, tienen un equipo de seis psicólogos que atienden a tres pacientes a la vez y reciben el apoyo de profesionales externos de la Universidad Católica de forma gratuita.

Alicia Pantoja. Fuente: Romina Fernández
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Cada mes, Manos Veneguayas atiende por lo menos a cuatrocientas personas. En julio pasado recibió a trescientos cincuenta y ocho individuos. No todos ellos son venezolanos. Concurren cubanos, chilenos, dominicanos, bolivianos e incluso uruguayos que se encuentran en situación vulnerable.
Pantoja es quien recibe de primera mano a cada migrante que se acerca a la sede de Manos Veneguayas: “Llegan en extrema vulnerabilidad tras sufrir xenofobia, violaciones y discriminación. Hay que tener la sensibilidad de que hay personas que necesitan más que un abrazo o una contención emocional”.
—¿Cuáles son las necesidades de la población venezolana en Uruguay?
—En la actualidad, la gente viene en blanco y busca ayuda humanitaria. Lamentablemente no tenemos los recursos para ello. Por lo tanto, nos agarramos de la sociedad civil. Es muy duro porque los venezolanos vienen sin nada.
—¿Cuáles son sus preocupaciones?
Pantoja hace silencio y piensa.
—Creo que el migrante, a nivel general, aparte de llevar su dolor, tiene dolor por lo que dejó.
Pantoja se emociona, se seca las lágrimas y, con la voz quebrada, agrega:
—No es fácil pasar hambre, pero saber que los tuyos pasan por lo mismo y uno no los puede ayudar, es peor. Llegan aquí y dicen: “Hace tres días que no como”, “Estoy en una pensión y no tengo con qué arroparme” o “Hace un mes que no me lavo el cabello porque no tengo shampoo”.
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El grabador se apaga y Pantoja, después de llorar, pregunta: “¿Se me corrió el rímel?”. Se seca los ojos y dice: “A veces es bueno hacer catarsis”.
Después, relata su historia. Llegó a Uruguay en julio de 2014 con cuarenta y siete años para tomarse unas vacaciones junto con su esposo, Marcelino, quien es uruguayo y mecánico industrial. Tenía previsto regresar a Venezuela en enero de 2015 pero nunca pudo debido a la crisis institucional. “No tuve una despedida”, dice con la voz quebrada.
En su país de origen quedó su hijo, Israel, quien hoy tiene treinta y dos años. “Faltan abrazos, pero aquí soy la mamá de muchos”, dice acerca de su trabajo en Manos Veneguayas. “La ayuda humanitaria es lo que más me gusta”, añade.

Pantoja durante su trabajo en Manos Veneguayas. Fuente: Romina Fernández
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Marialis Etchegaray es argentina, superiora de la Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús y coordinadora de la oficina de Montevideo del Servicio Jesuita al Migrante (SJM).
Hospitalidad. Simplemente con esta palabra define Etchegaray el trabajo que realiza el SJM en el mundo. El proyecto en Uruguay fue impulsado en 2019 por la congregación de las Hijas de Jesús, conocidas como jesuitinas. “Fueron las pioneras en dar una respuesta de acompañamiento y acercamiento a la población migrante y refugiada que llegaba a Montevideo en la parroquia San Ignacio, en el barrio Villa Dolores”, dice Etchegaray.
Al igual que Manos Veneguayas, el SJM tiene como objetivo facilitar la integración de los migrantes que llegan a Uruguay. Desde su fundación, se alcanzaron las tres mil atenciones en las dos sedes: parroquia San Ignacio (Alejo Rosell y Rius 1613) y parroquia Sagrado Corazón (Barrios Amorín 1243) que funcionan los martes por la mañana y los jueves por la tarde, respectivamente.

Marialis Etchegaray. Fuente: Romina Fernández
Además de las dos sedes, en junio de 2022, abrió sus puertas Casa de Esperanza, un espacio ofrecido por la Congregación Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús junto con el SJM y ubicado en José Benito Lamas 2907, en el barrio Pocitos. Allí se atienden de manera oportuna las situaciones de alta vulnerabilidad de familias migrantes. Es un hospedaje transitorio que les permite cubrir necesidades habitacionales, mientras generan mecanismos de integración, inserción laboral y garantía de necesidades básicas. Hay capacidad para alojar a dos familias. Sobre cuánto tiempo pueden residir, Etchegaray responde: “Pensamos en ofrecer este espacio tres meses con posibilidad de renovar a seis. Pero no son plazos adecuados para la integración y para que ellos puedan egresar con determinadas condiciones».
Entre diciembre de 2022 y octubre de 2023, el SJM realizó sesenta y seis entrevistas en los dos centros de atención. De estos núcleos familiares, dos fueron alojados en Casa de Esperanza y cincuenta y siete recibieron acompañamiento mediante la asignación de apoyos monetarios puntuales. De esta cantidad de familias, treinta y cinco de ellas son de origen venezolano, dieciséis de origen cubano y el resto tiene otros países de procedencia: Colombia, República Dominicana, Bolivia y Honduras.
Sin embargo, el 72% de los migrantes que acudieron a las sedes de atención del SJM durante el segundo semestre de 2023 son de origen cubano. Pero, a pesar de esta proporción, la población beneficiaria del apoyo habitacional es, en su mayoría, de origen venezolano.
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El SJM en Uruguay cuenta con el apoyo de un equipo de voluntarios que ronda entre las veinte y las veinticinco personas. “Hay servidores que tienen una dedicación semanal, como en las jornadas de atención, y otros una más esporádica”, explica Etchegaray. Además, trabajan en conjunto con estudiantes de la licenciatura de Trabajo Social de la Universidad de la República, y con la Universidad Católica en proyectos de articulación académica.
—¿Los migrantes se acercan a la vida parroquial tras instalarse en Uruguay?
—Más allá de que funcionamos en parroquias, no estamos vinculados como servicio de pertenencia a la parroquia. Pero sí nos preguntan horarios de misas u otras actividades. La mayoría de quienes nos visitan no están dentro del radio parroquial, pero sabemos que después se integran a otras comunidades. Es una población que tiene una experiencia previa de participación en comunidades parroquiales. Por lo tanto, buscan generar esos vínculos nuevamente en Uruguay.

Etchegaray en el Servicio Jesuita al Migrante. Fuente: Romina Fernández (archivo)
—¿Qué aportan los católicos venezolanos a la Iglesia uruguaya?
Etchegaray cierra los ojos y piensa unos segundos.
—La población venezolana tiene una experiencia de fe fuerte y de una religiosidad más vivida a flor de piel. Ellos nos acercan una experiencia de fe vivida menos condicionalmente por otras variables que a veces inhiben la expresión o la confesión de fe. Ellos llevan su identidad religiosa como carta de presentación. Los mueve mucho la esperanza y la certeza de que Dios los acompaña.
Para la religiosa, la participación de los venezolanos en la Iglesia uruguaya enriquece a las comunidades locales y, por lo tanto, la pastoral empieza a tener otro rostro: “Nuestras comunidades se revitalizan con la presencia de una población que viene con una identidad de fe distinta”.
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El living y el comedor de la casa de la familia Velásquez-Piña funcionan como un solo cuerpo. En la entrada hay un pequeño altar que tiene el retablo de la Virgen de la Divina Pastora, una biblia abierta, un pequeño cirio pascual, un niño Jesús de tamaño casi tan real como un bebé, una imagen de la Virgen del Valle —patrona del Oriente venezolano— y otras imágenes religiosas más pequeñas. “Somos una familia muy mariana”, dice Mario.
Naya y Mario, junto con sus hijas y los padres de Naya —Rómulo Piña y Nancy Velázquez, de ochenta y setenta y cinco años respectivamente, quienes llegaron desde Venezuela a Uruguay en noviembre de 2017— viven en el barrio Reducto desde hace casi seis años.
La familia se integró a la parroquia Nuestra Señora de la Merced y San Judas Tadeo, en el barrio La Comercial, dado que generaron un fuerte vínculo con su párroco, el padre Leonel Cassarino. “Es nuestro hermano, el tío de nuestras hijas y un sostén muy importante”, dice Naya. Además, el matrimonio forma parte del Movimiento de Cursillos de Cristiandad (MCC) y ambos se preparan para ser guías de los talleres de oración y vida del padre Ignacio Larrañaga.
Es la noche del viernes 2 de agosto y Naya y Mario están sentados solos en los sillones del living de su casa. En medio de la entrevista, golpean la puerta de uno de los pasillos que conduce a las demás habitaciones y aparecen Sharays y Natalia, que tienen diecisiete y trece años, respectivamente.
Las adolescentes se sientan en los sillones y se quedan como espectadoras de la entrevista a sus padres. La charla continúa.
—¿Qué sienten que ustedes le aportan a la Iglesia uruguaya?
Silencio.
Mario es el primero en contestar.
—La fe. El creer. La Iglesia uruguaya tiene algo que la venezolana no tiene: las conversiones en los adultos, algo que para nosotros es un fenómeno raro. En nuestro país la gente nace católica.
Otra vez silencio.
Naya toma la palabra.
—A los chicos que participan de la catequesis les enseño que hay solo una manera de amar a Jesús: amar porque se tiene que amar porque es él quien nos mantiene firmes y nos rescata de la oscuridad.
Actualmente, Naya es catequista de niños en la parroquia Nuestra Señora de la Merced y San Judas Tadeo. “Cuando empezó la catequesis había catorce niños: cuatro uruguayos y diez venezolanos. Hoy quedan un uruguayo y los diez venezolanos”.
Además de concurrir a misa en la parroquia ubicada en la calle Juan José de Amézaga, el matrimonio es parte de Peregrinos de Esperanza, un servicio que ofrece la comunidad para asesorar a migrantes. “La idea es apoyar a los hermanos que llegan a Uruguay para que tengan un espacio y puedan desahogarse. Lo fundamental es que cuenten su historia y sean escuchados”, dice Mario.
Por: Fabián Caffa
Redacción Entre Todos