Reflexiones sobre el seguimiento de Cristo. Por Leopoldo Amondarain.
«Los llevó por el camino recto, y así llegaron a un lugar habitable”. Estas palabras del salmo 107 ponen de relieve dos aspectos irrenunciables de la vida cristiana. Por un lado un caminar, y por otro un habitar.
En primer lugar el caminar, es decir, la vida cristiana comporta siempre el seguimiento de Cristo. Es un caminar detrás del Señor, que nos dice: “ven y sígueme”. Este caminar detrás de Cristo nos obliga a asumir la condición de peregrinos itinerantes, es decir, de alguien que camina hacia un lugar en donde lo va llevando Cristo. Este es un rasgo esencial de la fe, como se puso de relieve en la historia de Abraham nuestro padre en la fe.
Por la fe, Abraham al ser llamado por Dios, obedeció y salió al lugar que había de recibir en herencia sin saber a dónde iba. Por la fe peregrinó a la tierra prometida como tierra extraña, habitando en tiendas.
Esto nos muestra una característica muy propia del cristiano, que hace que tenga la condición de extranjero y peregrino en este mundo, tal como lo subraya san Pedro.
La condición de extranjero propia del cristiano hace que tenga a los ojos de los hombres un comportamiento paradójico y un tanto extraño, que la carta a Diogneto (escrito cristiano de finales del S. II) describe con las siguientes palabras: “Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña”.
La vida cristiana es un camino de seguimiento de Cristo, que nos va conduciendo hacia la Jerusalén celestial. Pero al mismo tiempo comporta un habitar y un orar en la casa del Señor, sin lo cual no es posible ese seguimiento de Cristo.
En el seguimiento de Cristo hay una morada, y hay que habitar siempre en esa morada para recibir de ella el alimento y la fuerza, que hace que no nos desviemos del camino y que sigamos caminando detrás del Señor.
Con esto nos vamos dando cuenta que la vida cristiana es un caminar y un habitar simultáneo. Y el nombre de esa morada es “Iglesia”. Sin habitar en la iglesia podríamos tal vez caminar mucho y muy deprisa, pero ciertamente iríamos por fuera del camino.
La Iglesia como morada en nuestro caminar es una condición fundamental para el progreso en el seguimiento de Cristo. En tal sentido, san Benito fue muy consciente de esta doble dimensión de la vida cristiana.
San Benito, en el prólogo de su regla, pasa continuamente de la imagen del camino a la de la morada. No solo porque el camino nos conduce a la morada, sino también porque en cierto sentido la morada es para él un lugar de camino. Por eso san Benito ama mucho la imagen bíblica de la tienda. La tienda de Dios, la tienda del encuentro, que acompañó al pueblo de Israel en el desierto, y que era el lugar donde Moisés, y cualquier israelita que quisiera, podía consultar al Señor. Allí, nos dice el libro del Éxodo, Yahvé hablaba con Moisés cara a cara.
La tienda es una morada para el que camina, es el lugar que nos permite habitar, y a su vez continuar la peregrinación hacia la tierra prometida. Para san Benito, quien no mora, no camina. Quien no vive en la casa de Dios no progresa, ni se convierte.
Nosotros caminamos si nos convertimos, pero nos convertimos únicamente si no huimos de la pertenencia a una casa, a una comunidad, a una forma de vida, que día tras día con la ayuda de la gracia de Dios nos dona y nos pide la conversión del corazón y de la vida. Por eso ya el salmo 136 profetizó diciendo:
“Si me olvidara de ti, Jerusalén, que se paralice mi mano derecha; que la lengua se me pegue al paladar si no me acordara de ti, si no pusiera a Jerusalén por encima de todas mis alegrías”.
Esto quiere decir, que si me separo de la comunidad, si me separo de la Iglesia, entonces quedo paralizado, sin voz, y sin capacidad de acción. Por eso, para caminar detrás de Cristo, hay que habitar en la morada que él nos da que es la Iglesia.
Este habitar en la casa de Dios, cumpliendo las normas que Dios nos da, crea en nosotros una impronta, un estilo, y una forma de ser, que se manifiesta en todo cuanto hacemos y vivimos. La carta a Diogneto expone ese talante cristiano al decir:
“Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo… Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor”.
Este texto del siglo II describe el talante del cristiano, que cuando habita en la Iglesia impregna toda su vida y todo su obrar, y nos permite captar dos rasgos fundamentales y distintivos del cristiano. Por un lado la manera de entender y vivir el cuerpo, y por otro la relación con los adversarios.
El cristianismo es la única religión que afirma que el cuerpo es un tempo de Dios. “¿O no saben que sus cuerpos son templo del espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios? Por lo tanto, ustedes no se pertenecen, sino que han sido comprados, ¡y a qué precio! Glorifiquen entonces a Dios en sus cuerpos”, leemos en la primera carta a los Corintios.¡
Toda la moral sexual cristiana se fundamenta en esta afirmación, precisamente porque se trata de salvaguardar la dignidad del cuerpo, que para los cristianos no es únicamente una realidad biológica, psíquica, o energética, sino un templo de Dios. Por eso forma parte esencial del testimonio cristiano, y por eso la carta a Diogneto afirma que los cristianos no se desasen de los hijos que conciben, y tienen la mesa en común, pero no el lecho. De ahí que castidad sea un elemento fundamental del testimonio cristiano, porque es la manera como los cristianos testimoniamos que el cuerpo es un templo. Obviamente, cada uno según su estado.
El segundo rasgo distintivo del cristiano, que el habitar en la Iglesia nos da, es la manera de vivir la relación con el adversario en el campo que sea, es decir, en el político, económico, profesional, deportivo, etc. Para el cristiano el adversario es siempre un hermano por quien Cristo ha muerto, y con quien espero vivir como hermano por toda la eternidad.
Por lo tanto, para el cristiano todas las rivalidades son provisionales, y están llamadas a desaparecer. Claramente en esta vida hay conflictos y relaciones muy difíciles, pero un cristiano quiere que todo eso se resuelva en la Jerusalén celestial viviendo todos como hermanos.
Por eso, el perdón y el amor al adversario, son un rasgo esencial del talante cristiano, tal como lo dijo el propio Señor: “Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores”.
Así lo describe la carta a Diogneto cuando afirma que los cristianos “son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor”.
Mientras caminamos siguiendo a Jesucristo hacia la Jerusalén celestial habitamos en la Iglesia. Ella nos otorga un estilo, y una manera de ser. Con ella actuamos en medio del mundo como extraños y forasteros. Y para quienes no conocen a Cristo, tanto la castidad, como el perdón y amor al adversario, son cosas que no se entienden. Por eso el cristiano no tiene que pretender ser como todos, sino que tiene que ser como Cristo ha dicho que hay que ser. Y viviendo estos rasgos manifestamos la gloria de Dios, y de esa forma damos testimonio de algo que no es de este mundo, sino que es del reino de Dios.

