Sobre el Monasterio de la Visitación y las monjas salesas, o visitandinas. Sexto artículo de la serie, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
En el episodio de hoy continúa y concluye el relato que la señora Ascensión Alcain hace de su importante participación en la historia de la fundación del monasterio de las visitandinas. Desde joven había sentido la llamada a la vida religiosa, pero, por un motivo u otro, había fracasado en el intento. Con la llegada a Montevideo del P. Isidoro Fernández, director de las carmelitas de la provincia de Salta, en la Argentina, se había decidido a partir con él hacia ese destino geográfico y vocacional. Pero, finalmente, el P. Isidoro —persuadido seguramente por ese grupo de mujeres reunidas en torno a las hermanas García de Zúñiga— se decidió a fundar aquí, en Montevideo, un monasterio, pero no de carmelitas, sino de salesas.
La señora Alcaín recuerda cómo se sumó a esa empresa luego de leer la regla de las monjas visitandinas, y cómo promovió una colecta popular, en setiembre de 1854, para reunir fondos con el fin de comprar el terreno (de la calle Canelones y Gutiérrez Ruiz, donde hoy se encuentra la iglesia y convento de los padres conventuales), y lo que sucedió cuando el presidente Flores se disponía a colocar la piedra fundamental, en el marco de un acto algo aparatoso, el 29 de enero de 1855. El entusiasmo de aquella gente la llevó a comprar un terreno y levantar los edificios antes de que hubiese seguridad de poder traer hermanas salesas al Uruguay, algo que sucedió casi dos años después, a fines de 1856.
Cabe notar, también, la influencia que llegaba a tener un sacerdote llegado desde el exterior, como sucedió con Isidoro Fernández, y antes con el P. Portegueda. Podemos observar, a su vez, la influencia del poder político sobre la Iglesia, cuyo vicario apostólico debía obtener el consentimiento del presidente antes de fundar un monasterio.
En cuanto a los medios temporales yo no poseía sino dos mil pesos, y estos no muy seguros; sin embargo estaba pronta a pedir limosna, para juntar la cantidad precisa. Entonces pensé en juntarme con otras personas piadosas que tenían las mismas intenciones, para hacer con ellas una especie de ensayo de la vida religiosa.
El Sr. Vicario, que como ya hemos visto, había alcanzado ya del Sr. Presidente una licencia reservada, apoyó mis deseos y me empeñó a que me presentara al Sr. Presidente.
Lo hallé muy favorable, y como yo le manifesté mis temores de que sus ministros se opusiesen, me aseguró que él los arreglaría, y me sugirió que yo le presentara una solicitud para tener su aprobación por escrito.
Cuando don Isidoro vio las cosas ya tan bien encaminadas, y que todos creyeron ver en esto una señal de la voluntad de Dios, juzgó el tiempo conveniente para darme al fin la carta de que hemos hablado. Cuál fue mi sorpresa al ver que esta carta de una carmelita de Córdoba, muy amiga mía y de mi hermana, la cual me expresaba un ardiente deseo de ver fundado en nuestra ciudad un monasterio de su Orden, diciéndome que nadie sería más a propósito para emprender este negocio que nosotras, y que viendo que se nos precisaría algún apoyo, creía haberlo hallado en la persona de don Isidoro, si queríamos confiarnos en Él.
Es fácil el imaginar la impresión que me hizo esta carta. Encontré en ella la historia de todo lo que había pasado, mis deseos, mis dudas, mi confianza en este digno eclesiástico; todo estaba pintado en ella al natural. Comprendí entonces por qué no me la había querido entregar antes. Quería que solamente Dios tratara ese negocio, sin mezcla de ninguna criatura.
Supe en el mismo tiempo. por una feliz combinación, que otra carmelita, también amiga mía, había dicho antes de morir la misma cosa a don Isidoro, que le asistía. Todo este conjunto de circunstancias me hizo conocer tan claramente la voluntad de Dios, que yo no me hubiera creído más segura, si nuestro Señor mismo me hubiera dicho: Quiero servirme de ti.
Mi confianza en don Isidoro aumentó a tal punto que fui a él, y le dije con una especie de entusiasmo: Mi padre, yo no puedo ya dudar que Ud. no sea aquel a quien Dios quiere que yo me dirija para realizar esta obra; yo le prometo obedecerle en todo.
Mi deseo no había sido hasta entonces sino trabajar para la fundación de un Convento de Carmelitas. Unas personas a quienes confié mis intenciones, preferían las Salesas, pero yo no conocía esta Orden, ignoraba su perfección, así que, a pedir mío, y únicamente para secundar la inclinación de aquellas que se interesaban en ella, me desprendí de mi parecer.
Don Isidoro, que había venido para fundar un Convento de Carmelitas, se declaró también abiertamente por las Hijas de San Francisco de Sales, y un día, habiéndome hecho llamar, me anunció sus intenciones. Preocupada por esta decisión, volviendo a mi casa, pensé en leer la vida de S.ª Juana Francisca [de Chantal, la fundadora de las Salesas].
La noche de ese mismo día, empecé mi lectura por el resumen de nuestras Santas Reglas, que se halla al fin de la vida. La dulzura y la paz de mi corazón me hicieron inclinar insensiblemente hacia este Instituto. Querían persuadirme de que me presentara a las dignas Hermanas Zúñiga, pero yo no me atrevía, porque teniendo una gran confianza en la Divina Providencia, deseaba dejar aparte, en lo posible, los medios humanos, y empezar más bien por la pobreza que por la abundancia.
En el mes de setiembre de 1854 se hizo un llamamiento a la caridad pública por medio de una pequeña circular manifestando nuestra resolución. En el mismo tiempo empecé con otras dos compañeras a pedir la limosna, y entonces las dos hermanas Zúñiga se juntaron conmigo espontáneamente. Nos ofrecieron su casa por monasterio provisorio, y prometieron emplearse, con todo empeño, y con todas sus fuerzas, a la fundación.
Habiendo reunido la suma de ocho mil pesos, compramos el terreno para empezar la obra del monasterio. Luego que se dio [a conocer] al público, y yo me quedé comprometida al frente de esta grande obra, y a salir responsable de todo, me empecé a llenar de temor a la vista de una carga tan pesada que me había echado sobre mí. Deseaba que hubiese una persona en quien descargar tanto peso, y verme libre.
Me parecía a veces que me había metido en una obra demasiado heroica para mí; que esto era para personas perfectas y no para una tan ruin como yo; que todo se quedaría en nada, y yo me iba a ver avergonzada y confusa. En fin, todo lo que antes de empezar me parecía fácil, se me presentaba entonces como insuperable.
Una noche me vi en tal angustia, que pensé que iba a agonizar, pero, por la intercesión de María Santísima, y de San Francisco Xavier, pude recobrarme y quedarme un poco tranquila. Algunas veces que encomendaba a Dios la empresa, dudando de su buen resultado, me parecía que el Señor me daba a entender que si yo desistía, a Él no faltaría de quien valerse. Y entonces me quedaba interiormente una seguridad de que era la voluntad de Dios que siguiera, y me animaba en mis trabajos.
Padecimos algunas contrariedades, particularmente en la elección del terreno, porque las mismas personas que me ayudaban, con buenas intenciones, ponían obstáculos para la compra del terreno, porque no hallaban de su gusto el que se había elegido antes. Fue preciso rogar al propietario que deshiciera el trato que ya estaba hecho. Últimamente, viéndome en tanto apuro, recurrí otra vez a San Francisco Xavier, prometiéndole que haría en su obsequio todo lo que mi devoción me inspirara, con tal que para el día de su fiesta me presentara el terreno para el monasterio. El santo oyó mis ruegos, y precisamente el 3 de diciembre, las mismas personas que antes se oponían más a la compra del terreno, mandaron decir que ya estaba decidido que se tomara el terreno de que antes se trataba, y que es el mismo en que ahora se halla el monasterio.
Se levantaron otras dificultades con motivo de la situación de la iglesia. Queríamos que ocupara la esquina del monasterio y el Arquitecto Inspector de los edificios quería ponerla en el medio, porque, decía, esto daría más realce al edificio, y sería de más adorno para la ciudad. Como este arquitecto era amigo del Presidente lo arrastró en su favor. (Esto hubiera sido mucho mejor, aun para separar el educandado de las religiosas).
Así don Isidoro estaba solo para sostener su parecer. Aquellos mismos que pensaban como él no se atrevían a declararse. Pero don Isidoro, apoyado en el parecer de la superiora de Madrid, que se había consultado a ese respecto, se sostuvo con tantas razones, que salió victorioso. (Tal vez esto se acostumbrara en los monasterios de España).
Vencidas estas dificultades, y comprado el terreno, se pensó en edificar el monasterio, y se señaló el 29 de enero, fiesta de nuestro Santo Padre, para poner la primera piedra.
El Sr. Presidente don Venancio Flores fue convidado para ser el padrino, y por eso se hicieron muchos preparativos. Se pusieron por toda la manzana del terreno, comprado para el monasterio, gallardetes y banderas. Se había arreglado todo con mucha solemnidad, y todo parecía anunciar una magnífica fiesta, cuando esa misma noche un terrible huracán lo derribó todo, y ya no se pensó en la colocación de dicha piedra.
Había quien atribuía este acontecimiento como una señal de que nuestro Señor no quería que la iglesia quedara en la esquina, y quien decía que el demonio irritado había impedido esa bella función [= acto solemne]. Pero quién sabe si no fue una pequeña lección de nuestro Santo Padre para dar a entender que no quería que se empezara la fundación de un monasterio de su Orden con tanto ruido y esplendor, mientras él no cesa de encomendarnos en todas las ocurrencias [= ocasiones], la pequeñez y la humildad».
Ver todas sus notas aquí.