Sobre el Monasterio de la Visitación y las monjas salesas, o visitandinas. Cuarto artículo de la serie, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
El presbítero Pedro Antonio Portegueda, propagador de la devoción al Sagrado Corazón, desborda de entusiasmo después de haber recibido dos cartas de sor Gricourt, religiosa del Monasterio de Paray-le-Monial, urgiéndolo a enviarle dinero suficiente para que pueda embarcarse junto a otras monjas más, y algunos jesuitas, con el fin de fundar un monasterio de Salesas en Buenos Aires. ¡Es el sueño de Portegueda! Este da el asunto por hecho, y transfiere su rebosante alboroto a las hermanas Juana y Rosa García de Zúniga, quienes, en Montevideo, aguardan longánimes ese momento desde 1816. Han pasado catorce años desde entonces. Corre el año 1830. Sin embargo, las monjas francesas reciben la información de que en Buenos Aires hay persecución religiosa, como la había igualmente en Francia. Pero, si se trata de pasarla mal, razonan, es preferible que sea en su país. Con todo, y contra todo, el P. Portegueda confía en poder hacerlas cambiar de parecer, y tenerlas pronto embarcadas. Confía en entonar el Cántico de Simeón (“Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz…”) con el Monasterio ya fundado en Buenos Aires.
El respetable padre Portegueda, al recibir estas dos cartas, se llenó del más vivo consuelo, y luego escribió a la señorita Juana María García de Zúñiga la siguiente esquela reservada:
“¡Hija de mi corazón, alabemos al Señor, admirable en sus obras. No tengo tiempo para hablarte de lo mucho que tengo que decirte. Solo te diré estés cuidadosa cuando entren buques de Francia, y disimuladamente indagues sobre pasajeros. Si sabes que vienen unas monjas, envía al instante por ellas, son de las Salesas, y tal vez vengan dos jesuitas con ellas; tráelos todos a casa, e inmediatamente avísame. Su subsistencia corre por mi cuenta. Para que no tengan oposición, que digan que vienen para esta [ciudad de Buenos Aires]. Ayer he recibido cartas de ellas, y aunque no me dicen que iban ya a embarcarse, si encuentran buques, tal vez no aguarden mi contestación. Adiós, hija, hasta otro día, que te enteraré de todo”.
Después de algunos días le escribió la siguiente:
«¿Qué te decía tu corazón, hija mía muy amada, cuando estabas leyendo mi última carta? Yo creo que toda absorta, no sabías lo que te pasaba. Las adjuntas traducciones de los originales, que recibí el jueves, te aclararán el misterio, y verás que con razón me apresuré a hacer la prevención que te hice, pues que si nuestra buena M.me Gricourt ha encontrado buque, yo no dudo vengan navegando.
Válgame Dios, hija, cuánto tenemos que alabar las bondades del Señor, cuán lejos estaba yo de pensar, cuando escribí a nuestras muy queridas Hermanas de Madrid, lo que iba el SS. Corazón de Jesús a hacer con mi carta. ¿No ves, muy amada, cómo brilla la Providencia del que todo lo ordena y permite a la consecución de sus designios? Yo pobre y sin alientos, encogido en mí mismo, no hacía más que clamar que me abriese el camino; ya, hija, lo está, y nuestras madres de Francia, si no vienen navegando, vendrán cuando reciban mi contestación, pues voy a tomar los medios que tengan a su disposición, lo que sea preciso para que se embarquen.
Si quieres puedes ayudarme con lo que gustes, y lo mismo dile a Rosa enterándola de todo, mas silencio con todos los otros. Ahora conocerán ambas que yo no decía mal cuando tanto les encargaba la seguridad de sus intereses. Por lo pronto las alojaré en casa, pues la Sra. D.ª Cándida me la ha franqueado, y luego en otra bastante grande y buena que le dejó durante su vida el finado don Manuel, para que después la destinase para el bien de sus almas. Y ya hace mucho tiempo se le señaló este destino. Entre las que anhelan dejar el mundo hay quienes pueden dar algo, y como las pensionistas pagan, y hemos de vivir según la pureza del Instituto, pues gastaremos.
Si yo pudiera conseguir este Colegio de Huérfanas con su Iglesia de San Miguel, ya cantaba, y con música, el cántico de Simeón. Si recalan en esa [Montevideo], llévatelas a todas a casa. Ojalá vengan los dos jesuitas. Yo voy a encargárselos mucho. En tal caso avísame en la primera ocasión, y me tendrás en esa al momento. Qué bien te vendría madame, parler le français…
¿Y qué te han parecido los milagros de la venerable Margarita [María Alacoque]? Tengo de sus cenizas, de su velo y del cajón en que estuvo sepultada; tal vez quiera hacerse acá también portentosa. ¡Qué útil nos sería! En [alguna] ocasión seguramente participarás, en casos desesperados de la medicina, para que las apliques [las reliquias] a las enfermas. Por lo demás, ¿qué podría decirte? ¡Conque así adiós, mi querida ‘salesita! Lee a nuestra Rosa, en mi corazón, que esta [carta] es para ella también. Todo de ambas en el Corazón Santo. Pedro Portegueda.
En un papelito separado me dice la madre Gricourt:
“Voy a poner todo [este asunto] sobre el sepulcro de nuestra venerable, que es tan poderosa con el Sagrado Corazón, para que nos haga conocer a todas si puede ser útil a su gloria y ventajoso para ese país”.
Si así es yo no dudo que esta amazona de la caridad hará que todo se logre. Mas yo le ruego que todo quede en nada, si N.º Sr. prevé que su gloria y la salud de nuestras almas no sean el feliz resultado. Estos son los votos muy sinceros que formo en su presencia, y los que ruego apoye Ud. conmigo. Con que hija, roguemos más que nunca. Este papel vino con la carta [de sor Luisa Benedicta Gricourt]del 6 [de octubre]».
Indudablemente no era todavía el tiempo destinado por la divina Providencia para esta tan deseada fundación, pues el Señor permitió que todo se volviera en nada. Y he aquí lo que escribe el mismo Sr. Portegueda en mayo de 1831, a la misma D.ª Juana María:
«He recibido nueva carta de la madre Gricourt. Estaban ya en los momentos de embarcarse cuando le dijeron que aquí habían echado a los frailes, sacerdotes y monjas, porque perseguían a los eclesiásticos de modo que las pobrecitas me dicen:
“Nos ha sido preciso reprimir nuestro celo, y no hacer un viaje costoso y arriesgado para ir a padecer, pues, de tener que sufrir, menos malo nos sería padecer en nuestro país, con nuestros deudos y conocidos, que no en un país extraño”.
Me encargan no deje de escribirles, y en caso de que vuelvan a pensar bien [en venir], les envíe con qué costearles.
Con este motivo y atendiendo a que vamos quedando pocos ministros, y que para el Seminario no hay absolutamente maestros, se ha tenido una larga conferencia con tu sobrino político [nombre ilegible], que me ha dicho que les escriba [a las monjas francesas] que vengan cuanto antes, alegrándose mucho de mis proyectos, prometiéndome la protección del Gobierno, que pida no solo dos sacerdotes jesuitas, sino más, que sean 20, o 30, que me empeñe en que vengan, que les prometa cuantas garantías quieran, y que, para que más se desengañen [de su decisión de no venir a Buenos Aires] les envíe una colección de los varios decretos del Gobierno en favor de la religión.
En el momento en que empecé a escribir esta, había entregado la carta que escribí a la madre Gricourt por el mismo conducto que recibí su última, como me lo previene. Le hago una detallada exposición de todo lo que ha pasado y del estado actual de las cosas. Le encargo que, además de los dos sacerdotes que deben acompañarlas, solicito que el Rev. P. provincial jesuita envíe al menos 6 sacerdotes propios para ministros del Seminario. Le remito una carta orden, de D.ª Cándida, a un sobrino comerciante en Burdeos, para que salga fiador de pagar aquí mil pesos plata para el pasaje de tres religiosas y dos sacerdotes, y les incluyo además un libramiento de doscientos pesos para que se habiliten para el viaje.
Si el Señor nos concede, como se espera, la paz, y que se consolide el gobierno, aunque me quede sin un medio, libraré más para los seis sacerdotes, pues por ahora no me animo a más. ¿No te parece, hija, que el Sagrado Corazón de Jesús, nos quiere dar dos consuelos al mismo tiempo?
Si logro ver establecidos aquí a los jesuitas y a las salesitas ¿no deberé, exhalando mi último aliento, repetir el cántico de Simeón? Como las monjitas tenían todo pronto, me incluyen las cartas que ellas debían traer del vicario diocesano de Maux, de donde ellas son, y otra del arzobispo de Burdeos, ambas por este Sr. obispo. Además de la madre Gricourt venía como asistente la madre N. Norot y la madre Victoria Chantal como consiliaria.
No será extraño que alguno que de aquí vaya las desengañe sobre el estado de estas provincias. Y como allí cada día se persigue más la religión, si tienen cómo, no dudo se pongan en camino, y acaso el día menos pensado las tendremos por acá.
Por lo mismo no se descuiden cuando entren buques de Francia. La S.ª D.ª Cándida, a quien embromo bastante con el título de ecónoma salesa, te agradece tus enhorabuenas, y me encarga les diga a ambas muchas cosas, entre ellas también parabienes, por lo que ella misma los recibe. A nuestra queridísima Rosa —y ya me parece que la estoy viendo embobada a M.e Gricourt—, pero que no se vaya acostumbrando sino a poner cara de herrero nada más que a los hombres.
Adiós, mi salesita. Dios prepare tu corazón, y el Espíritu Consolador te abrase con su amor, me las colme de sus dones y enriquezca sobreabundantemente con sus frutos, como se lo pido muy de veras. Tu amante padre».
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