El domingo 26 de noviembre se celebrará la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Con esta celebración se cierra el Año Litúrgico, para expresar el sentido “que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad”, en palabras del Papa Pío XI, en la encíclica Quas Primas.
Instauración de la celebración
La fiesta de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925, culminando un Año Jubilar. Lo realizó a través de la encíclica Quas Primas, con la intención de motivar a los católicos a reconocer en público el reinado de Cristo.
En la misma encíclica el Papa Pío XI recuerda que al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del Concilio de Nicea, “con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta (…) cuanto que aquel sagrado concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo”.
Si bien en un primer momento se estableció para su celebración el domingo anterior al día de Todos los Santos (1 de noviembre), luego del Concilio Vaticano II la Solemnidad de Cristo Rey se celebra el último domingo del Año Litúrgico, es decir, el quinto domingo anterior a la Navidad (25 de diciembre). Por lo tanto, su fecha varía u oscila entre los días 20 y 26 de noviembre.
La Solemnidad en los últimos papados
En su homilía del 25 de noviembre de 1979, el Papa Juan Pablo II decía “Cristo subió a la cruz como un Rey singular: como el testigo eterno de la verdad. «Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Jn. 18, 37). Este testimonio es la medida de nuestras obras, la medida de la vida. La verdad por la que Cristo ha dado la vida —y que la ha confirmado con la resurrección—, es la fuente fundamental de la dignidad del hombre”.
Además afirmaba que, “El Reino de Cristo se manifiesta, como enseña el Concilio, en la «realeza» del hombre. Es necesario que, bajo esta luz, sepamos participar en toda esfera de la vida contemporánea y formarla”.
Por su parte, el Papa Benedicto XVI, en el Ángelus correspondiente a la Solemnidad de Cristo Rey de 2006, enfatizaba el signo de que “La cruz es el «trono» desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del «príncipe de este mundo» (Jn. 12, 31) e instauró definitivamente el reino de Dios. Reino que se manifestará plenamente al final de los tiempos”.
Advirtió el Pontífice que “El camino para llegar a esta meta es largo y no admite atajos; en efecto, toda persona debe acoger libremente la verdad del amor de Dios. Él es amor y verdad, y tanto el amor como la verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta del corazón y de la mente y, donde pueden entrar, infunden paz y alegría. Este es el modo de reinar de Dios”.
Además demostró el lugar que ocupa la Virgen en esta realidad “A ella, humilde joven de Nazaret, Dios le pidió que se convirtiera en la Madre del Mesías, y María correspondió a esta llamada con todo su ser, uniendo su «sí» incondicional al de su Hijo Jesús y haciéndose con él obediente hasta el sacrificio. Por eso Dios la exaltó por encima de toda criatura y Cristo la coronó Reina del cielo y de la tierra”.
Siguiendo el hilo conductor de su antecesor, el Papa Francisco subrayó que la grandeza del reino de Cristo “no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas”. Y que por este amor, “Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos”.
El Santo Padre señaló, en la homilía de Solemnidad el 20 de noviembre de 2016 que cerraba el año jubilar de la Misericordia, dijo que “proclamamos esta singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca”.