Huyeron de Cuba al ser perseguidos por sus creencias religiosas, se refugiaron en Uruguay y son los primeros en habitar la nueva casa Paz y Bien, en Paso Carrasco. Este es su testimonio.
Antes de irse de Cuba, no dijeron nada. No por miedo. O no solo por miedo.
Junior García Muro, cuarenta y dos años, graduado en Artes Plásticas. Inquieto, animador y catequista.
Elizabeth Hernández Valdez, cuarenta y seis años, graduada en Música, docente e investigadora. También catequista. Una mujer de palabras precisas.
Elías, el hijo de ambos, tiene doce años. Callado, algo tímido, pero con una mirada atenta.
No se fueron. Escaparon.
De la vigilancia, de las amenazas, del encierro sin barrotes.
Y lo hicieron en silencio. Con lo justo. Y con lo roto.
Los tres dicen que vivieron una travesía, aunque esa palabra no alcanza a describir lo que realmente fue. No fue una aventura, ni un simple viaje. Fue una huida.
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Junior y Elizabeth se casaron en mayo de 2010. Católicos practicantes, le transmitieron a Elías la fe que a ellos les había sostenido. Los tres formaban parte activa de la vida de la Iglesia católica en Cuba. De hecho, Elías era acólito, mientras que sus padres eran catequistas.
En redes sociales, mostraban su vida: publicaban mensajes cristianos, compartían reflexiones sobre su fe y subían fotos de sus actividades pastorales. Precisamente por mostrar sus creencias religiosas, comenzaron a recibir amenazas.
“Llegamos a Uruguay como refugiados políticos porque en Cuba todo es política: una manifestación, un comentario, una publicación en las redes sociales. Ellos te revisan la red. Hay una sola compañía telefónica y todo pasa por un filtro. En los servidores están registradas nuestras cuentas de Facebook, WhatsApp y todas las redes sociales”, dice Junior.
Cambiaron sus números, borraron sus contactos y eliminaron todo rastro en las redes sociales. Pero la persecución iba mucho más allá.
Elizabeth expresa: “Defender la fe, al ser humano y a la familia está mal visto. Y ayudar a los jóvenes a pensar un poco más allá, que no es nada del otro mundo, pues también está mal visto”.

En Cuba, el matrimonio incursionó en el ámbito educativo. Él enseñaba cerámica y dibujo, mientras que ella impartía clases de solfeo, piano y flauta, en un centro de formación vinculado a la Iglesia.
“Las escuelas de allá son estatales y, como todo gira en torno al Estado, llega un momento en el que te dicen que no puedes dar más clases”, explica Junior, y cuenta que, en los centros educativos, los profesores se ven obligados a bajar las calificaciones de los estudiantes que se desvían del pensamiento político oficial. “Un solo partido es el que rige todo y son ellos quienes establecen la preparación política e ideológica”.
Elizabeth, por su parte, cuenta que en su empleo la obligaron a participar en un acto de repudio frente a la casa de una persona que se oponía al pensamiento del gobierno. Le daban un día libre para hacerlo. Si se negaba, la sancionaban.
Junior decidió renunciar a su trabajo como docente y comenzó a trabajar de forma independiente. Dictaba talleres a niños y mujeres, restauraba imágenes religiosas, reparaba casas, se dedicaba a decoraciones de exteriores e interiores y hasta llegó a tener una churrería. A pesar de las dificultades, no dejaba de hacer sus tareas pastorales: era coordinador de Cáritas a nivel diocesano, donde se encargaba de atender los programas dirigidos a adolescentes y niños.
“Salíamos a repartir alimentos a la gente de la calle, a los pobres que no tienen para comer, y eso le empezó a caer mal a la policía política y nos llamaban la atención. Esos son logros que tiene la ‘supuesta’ revolución, que ellos tenían que suplir, y no lo hacían”.
Al principio, solo eran advertencias. Más tarde, se volvieron amenazas de prisión. El punto de quiebre ocurrió en noviembre de 2024, cuando los amenazaron con quitarle la patria potestad de su hijo.
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Ahora tenían que decidir hacia dónde ir, reunir el dinero para costear el pasaje —que solo podía comprar un tercero, desde fuera de Cuba— y buscar un país que no les exigiera visa.
Se enteraron por una monja argentina, que había trabajado con ellos en Cuba, de que en Uruguay había un lugar para migrantes y refugiados. Ella los puso en contacto con Marialis Etchegaray, superiora de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús y coordinadora del Servicio Jesuita a Migrantes. “Hablamos con ella y nos preparó psicológicamente. Nos decía que íbamos a ir para una casa, que no tuviéramos miedo. Porque estábamos asustados, realmente”, cuenta Junior.
Unas amistades les compraron los pasajes. El siguiente paso fue planificar el camino para llegar a Uruguay. Empezarían por Guyana, dado que tiene libre visado con Cuba, y continuarían por Brasil.

El día en que emprendieron la travesía —como dicen ellos— se pusieron a rezar el rosario en el aeropuerto. Lo hicieron cuando vieron que un avión con destino a Surinam, que salía por otra puerta y llevaba tropas especiales, no fue autorizado a despegar. Rezaron en silencio, callados, uno al lado del otro. Pero al final, el suyo sí salió. Les esperaba otra vida.
La familia ingresó a Uruguay desde la frontera con Brasil el pasado 13 de abril. Era Domingo de Ramos. Llegaron sin dinero y aún les faltaba un pasaje más para llegar a Montevideo. Un matrimonio amigo —también cubano, que había rehecho su vida en Uruguay y con quien habían compartido trabajo en pastoral juvenil— les pagó el traslado y les ofreció alojamiento. Ese gesto también representó un reencuentro.
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Faltan diez minutos para las dos de la tarde. Es martes 6 de mayo. Junior, Elizabeth y su hijo Elías están sentados ante una mesa de material, en el patio de la nueva casa Paz y Bien, ubicada en el predio de la parroquia San José Obrero, en Paso Carrasco, departamento de Canelones. Aquí viven desde el pasado 30 de abril.
El sol está tapado por los árboles, pero el aire está denso, algo inusual para esta época del año. “Lo que más me gusta de Uruguay es el clima. Por primera vez, no he sudado”, dice Junior y se ríe. “En Cuba se suda mucho. El invierno allá es solo un día, o dos a lo sumo”.
Elizabeth destaca la libertad que hay en Uruguay y dice que hay que cuidarla. “Esperamos poder estar tranquilos, tener un trabajo digno y darle un mejor futuro a nuestro hijo”.
Elías escucha en silencio a sus padres. Mira sin decir nada. Cuando le preguntan qué es lo que más le gustó de Uruguay, responde en voz baja: “Las avenidas iluminadas. Todas las calles están iluminadas. Tenemos corriente. La gente es muy agradable. Y ta”, dice con timidez. Su padre explica que en Cuba los cortes de luz son constantes. Les dicen “alumbrones” porque lo excepcional no es el apagón, sino el momento en que vuelve la corriente, ya que tienen electricidad tres o cuatro horas por día.

El plan inmediato es que Elías comience el liceo. Sus padres ya tienen uno en vista: el Alberto Candeau, que queda a unas seis cuadras de la casa. “Él vio el liceo y le encantó, porque fuimos un día en el horario de receso [recreo] y todos los muchachos estaban en movimiento, gritaban y corrían de allá para acá. Esto es algo que no sucede en Cuba”, dice su padre.
Aunque Junior y Elizabeth tienen títulos universitarios, no pueden —dicen— ‘apostillarlos’ [autenticarlos] sin más. Averiguaron cómo hacerlo, pero el trámite es complejo. Mientras tanto, buscan trabajo —de lo que sea— para poder subsistir. Pero es difícil. “Los cubanos sabemos hacer un sinfín de cosas”, dice él.
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Una pareja adulta aparece en el patio, que está abierto. No interrumpe la entrevista. La mujer le pregunta al fotógrafo qué sucede, deja una bolsa de papel con un presente para la familia, y ambos se marchan. Cuando Elizabeth los ve alejarse, sale corriendo a saludarlos.
Mientras su esposa charla con ellos, Junior dice: “Nos gustó mucho el recibimiento en la parroquia, la gente es muy familiar. El pasado 1.° de mayo, día de san José Obrero, se celebró una misa y el obispo [Heriberto Bodeant] habló muchísimo con nosotros y nos propuso ideas”. La intención de los tres es continuar en Uruguay con la labor pastoral que desarrollaban en Cuba.
Elizabeth regresa, se vuelve a sentar y reflexiona: “Venimos de un lugar que, creo, es un mundo invisible para el resto de las personas. Nosotros perdimos muchas cosas y dejamos otras tantas, entonces necesitábamos un renacer. Y ese renacer desde cero es este proyecto de Paz y Bien”.
El pensamiento de Junior va en la misma línea: “El vacío que tenía ya fue llenado. ¿Qué espero? Sentirme libre. No teníamos libertad. A Cuba se le dice ‘la cárcel grande’, porque no hay forma de salir. Uruguay es un país donde se respira una felicidad que era lo que no teníamos en el nuestro”.
Elías, que no intervino durante casi toda la entrevista, vuelve a hablar. En voz baja y con timidez dice: “Me siento bien, todo valió la pena en la travesía”.
Su travesía terminó. Ahora viene lo otro. Empezar de nuevo, desde cero, en Uruguay.
Más cerca de la ciudad: casa Paz y Bien se trasladó a Paso Carrasco
La casa Paz y Bien es un proyecto que surgió en 2018 y se materializó en febrero de 2020 cuando se inauguró un hogar en el balneario Fortín de Santa Rosa, en Canelones, a cuarenta y dos kilómetros de Montevideo. El hogar fue donado por las hermanas franciscanas.
El proyecto surgió por iniciativa de la Conferencia de Religiosos del Uruguay —Confru— y desde el principio contó con el apoyo de la Pastoral Social de la Arquidiócesis de Montevideo y otras congregaciones religiosas.
En la casa se alojan familias con menores a cargo, o parejas. El objetivo es que cada grupo tenga un lapso de tiempo breve para pensar su proyecto de vida e inserción en el país.
María José Carrau, secretaria de la Pastoral Social de la Arquidiócesis de Montevideo, señaló: “El período para que una familia habite el hogar es mayor a un mes, que es lo que generalmente se apoya desde el Estado y otras organizaciones”.
El martes 6 de mayo se inauguró la nueva casa Paz y Bien, ubicada en el predio de la parroquia San José Obrero, bajo la jurisdicción de la Diócesis de Canelones, en el municipio de Paso Carrasco. “El obispo [Heriberto Bodeant] siempre estuvo pendiente del proyecto y nos ofreció esta casa, donde antes vivía otra comunidad. Estamos muy contentos, porque el hecho de que haya una comunidad parroquial es muy lindo, porque se genera una red con las personas que viven en la zona y participan de las celebraciones”, dijo Carrau.
La mudanza tuvo como fin acercar a los residentes a Montevideo, adonde deben viajar con frecuencia para realizar trámites o encontrar un empleo: “Un balneario es diferente a una ciudad. Por eso buscamos otro lugar un poco más accesible, con más salida laboral y posibilidades de alquiler”.
La nueva casa tiene capacidad para alojar a cuatro familias. En el futuro, se espera acondicionar una sala más para recibir a otra. La vivienda cuenta con espacios comunes como baño, cocina, comedor y un patio.
Por el momento, solo una familia habita la nueva casa. Desde la Pastoral Social informaron que en estas semanas se están realizando entrevistas con otras dos para que también puedan instalarse allí.
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1 Comment
La nota me parece extremadamente reaccionaria!! Omito otro comentario, impresentable ideológicamente!!