Reflexiones sobre la unidad en la Iglesia. Por Leopoldo Amondarain Reissig.
Para entender la importancia de la unidad en la Iglesia, es bueno saber que el designio de salvación de los seres humanos es un designio de unidad. Bien sabemos los cristianos que Dios es uno en tres personas, es decir, pluralidad de personas en la unidad perfectísima del ser divino. En consecuencia, Dios es familia y es comunión. Y la creación de los ángeles y de los seres humanos es como una ampliación de la familia que él es. En este sentido, san Pablo lo explica en la carta a los Efesios: “Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo”, de forma que su único Hijo fuera el primogénito de muchos hermanos, que somos todos los bautizados.
El designio divino es, por lo tanto, un designio de unidad y de comunión entre Dios y los hombres, y como consecuencia ineludible, entre los hombres entre sí. Y el instrumento y el lugar donde Dios va a realizar la unidad de todos los hombres es la Iglesia, porque la Iglesia nos precede a cada uno de nosotros, de la misma forma que una madre existe antes que los hijos.
Con esto nos vamos dando cuenta de que la unidad es un don anterior a los cristianos, que por el bautismo somos injertados en la unidad del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Sería, por tanto, menospreciar y malograr el don recibido si no cuidáramos esa unidad. Y para cuidarla Cristo otorga a los cristianos múltiples dones. A unos los hace apóstoles, a otros profetas, a otros evangelizadores, a otros pastores, a otros maestros, pero siempre en función del cuidado de la unidad de la Iglesia.
Una vez que nos hacemos cristianos, todo lo que en el mundo nos hace distintos queda relativizado, porque lo más importante es que somos miembros del cuerpo de Cristo. Por eso san Pablo escribe: “Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo, judíos y griegos, esclavos y hombres libres, y todos hemos bebido de un mismo Espíritu”.
El Señor antes de morir dijo: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste”. Con estas palabras, el Señor nos está diciendo que la unidad es como lo más esencial de la Iglesia, porque viviéndola es el signo necesario para que el mundo crea.
Esta realidad de la unidad de la Iglesia, que el Señor pidió al Padre en la noche de su pasión, exige ser vista. Porque el evangelio prohíbe justificar el estado de división, o proclamar que la unidad eclesial solo podrá ser realizada al final de los tiempos cuando vuelva el Señor. Tenemos el deber de ser uno ya ahora, porque hemos sido bautizados e injertados en el cuerpo de Cristo. Por tanto, los cristianos no nos tenemos que resignar a las divisiones, sino que tenemos que procurar vivir la unidad, aunque sepamos que en esta tierra siempre será imperfecta y frágil.
La unidad entre los creyentes la describe el Nuevo Testamento con una palabra muy fuerte: “unanimidad”. Así lo vemos en los hechos de los Apóstoles cuando leemos: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma”.
Esta unanimidad se expresa en signos visibles, como ocurrió con la primera comunidad cristiana de Jerusalén, en la cual no había entre ellos ningún necesitado porque todos los que poseían bienes los compartían según las necesidades de cada uno.
La fuerza y fascinación que nace de la Iglesia se sitúa en el don de la unanimidad, y no en su actividad. Lo que puede impresionar al mundo no es que la Iglesia haga muchas cosas, sino cuando la unidad entre los cristianos es vivida como unanimidad, que no significa que todos seamos iguales, sino que en lo esencial y en los sentimientos profundos tenemos el mismo sentir, porque tenemos el espíritu de Cristo. Y quienes nos ven desde fuera, ven que somos de la misma familia.
La unanimidad solo es posible desde un centro que la sostiene, y que la Iglesia no puede crear, sino que le es regalado. Este centro es el Espíritu Santo. Es él quien nos hace uno, es decir, nos hace situarnos sobre esta realidad nueva que es el cuerpo de Cristo.
Todo esto se ha hecho posible gracias a la entrega de Jesús, porque los hombres no podemos ser unánimes por nosotros mismos. Solo lo conseguimos cuando nos dejamos aunar por algo que está fuera de nosotros mismos, es decir, por la voluntad de Dios, por su obra, por su evangelio, y por la historia que ha iniciado en el mundo y que ha culminado en la cruz.
La unidad del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ha sido realizada conforme al modelo de la unidad que existe desde toda la eternidad en Dios. En él la unidad se realiza en el sentido más pleno, y sin embargo, en esa unidad subsisten tres personas distintas que son un solo Dios. Esto es un modelo incomprensible de suprema unidad en la máxima diversidad. Y la unidad de la Iglesia está realizada según ese modelo.
En el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, cada uno de los hombres sigue siendo enteramente lo que es y distinto a todo el resto, y sin embargo forma con todos los demás un solo cuerpo. Nadie más que el Espíritu Santo puede crear esta unidad, que es tan grande y vasta que toda la Iglesia aparece como una sola persona.
La unidad nunca es descrita, ni exigida, como uniformidad, siendo esencialmente distinta del colectivismo. Los bautizados formamos una comunidad en la que cada uno conserva su ser propio, y su responsabilidad. Todos recibimos la misma fe, pero en cada uno toma una coloración distinta.
Existe, por tanto, en la Iglesia no solo individuos con sus diferentes disposiciones, concepciones, intensiones, y modos de vivencia, sino también pueblos con sus diferentes caracteres. Todos son muy valiosos, y todos deben manifestarse y realizarse en la totalidad y desde la fuerza de la comunidad. Somos la misma Iglesia, pero cada uno recibe y vive la fe con sus características especiales.
Lo realmente importante es que todas las manifestaciones de la vida cristiana, por muy diferentes que sean, tengan un mismo espíritu. Que expresen un mismo centro, que es Cristo, y estén animadas por un mismo espíritu, que es el Espíritu Santo.
El día de Pentecostés se vio la unidad que Dios quiere para la Iglesia. Porque los apóstoles empezaron a hablar en lenguas distintas, pero todas cantaban las maravillas de Dios, siendo una unanimidad en las diferencias.
La misma economía de Pentecostés sigue aconteciendo hoy en la Iglesia, donde el Espíritu Santo reparte multitud de carismas y ministerios, pero siempre para el provecho común, y para la edificación del cuerpo de Cristo, tal como nos recuerda san Pablo: “Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común”.
Con todo esto vamos viendo que Dios quiere una unidad que no suprime la diversidad, pero sin dejar de ser unidad. Para eso hay algunas actitudes que nos pueden ayudar a vivir la unidad.
Una primera actitud es lo que podemos llamar modestia. Esto quiere decir que la unidad exige que cada miembro se considere a sí mismo modestamente en relación al resto. Solo lograremos un mismo sentir en la medida que cada uno renuncie a la arrogancia, dejándose llevar por la modestia, sin creer que lo mejor sería que todos fueran como uno.
Porque el pensar y sentir unánime consiste en estar orientados hacia Cristo, no en pensar exactamente lo mismo. Mirar en la misma dirección, que es Cristo, teniendo cada uno su particularidad.
Una segunda actitud que facilita la unidad es la mansedumbre y la dulzura, que hacen que tengamos comportamientos amistosos con el prójimo. La mansedumbre no buscar riñas, ni es amante de peleas y discusiones. Además, la persona que vive la mansedumbre no se siente superior, ni habla con encono, sino que sabe ser amable.
Una tercera actitud que ayuda a la unidad es lo que podríamos llamar magnanimidad paciente. Un rasgo típico de Dios es que no tiene prisa, sabe esperar, y da tiempo a las personas para que se acerquen a él.
En la vida de la Iglesia tenemos que tener gestos de magnanimidad, que pongan a los demás por encima de nosotros, sabiendo posponer los propios gustos y derechos libremente, incluso algunas veces renunciando a ellos por el bien de nuestros hermanos.

