La organización no gubernamental, fundada en Paraná (Argentina) en 1990, cumple diez años de misión en Uruguay.
En Casavalle, dentro de unos muros celestes y blancos, y con un corazón dibujado con cariño a mano en su fachada, hay una sencilla casa.
En ella no pasa nada extraordinario, y, sin embargo, sí pasan cosas. Al ingresar al comedor, donde el calor se estanca con pesadez, un voluntario dice “bienvenidos”, con un acento francés que parece el de alguien recién desembarcado. “Calor hace hoy, ¿no? Muchísimo, cada día un poco más”, agrega, como para confirmar. Dentro, un peruano sonríe tímido. Una ucraniana le traduce a otra. Un belga escucha con atención.
Son jóvenes. Son de lugares que, en su mayoría, no aparecerían en la misma página de un atlas. Pero viven juntos, unidos por la fe.
Desde hace diez años, en ese sitio existe una casa de Puntos Corazón, un movimiento misionero que eligió como método algo que a esta altura ya parece revolucionario: jóvenes solidarios unidos por la amistad, la escucha y el anuncio de la Buena Noticia.
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En una esquina, sobre una chimenea de piedra, cuelga un corazón tallado: dentro destacan cuatro figuras estilizadas que se toman de las manos y permanecen juntos al Espíritu Santo, que los guía.
A su alrededor, decenas de corazones de papel rojo, escritos a mano y pegados sobre la roca: Jaime, Cyril, Andrés, Karolina, Duarte, Selene, Etienne, y muchos más. Cada uno es el nombre de alguien que pasó por esa casa, que comió, rezó, rió y misionó por esas mismas calles.
Matilde —francesa, con diez años en Uruguay— dice que cada corazón es “un recuerdo del servicio de todos ellos”, y que el contacto permanece aún después de haber culminado su misión. En general, los voluntarios permanecen entre catorce y veinticuatro meses en su lugar de destino, pero Matilde quedó como referente de la casa.
Dentro del hogar, la escena se repite: jóvenes que no sabían prácticamente nada sobre Uruguay aterrizan con una valija y un sí que les quema el pecho. Sofía —ucraniana, con catorce meses de misión— lo recuerda de una forma similar: “Yo antes de venir no sabía nada de Uruguay, más allá de que estaba en América del Sur. Me contaban que tenía algo parecido con Argentina, pero recién acá me di cuenta de que todo era distinto. Uno viene con muchos prejuicios, porque se nos dice que en Sudamérica son muy festivos y acá nos encontramos con un país muy laico. ¡Sucede hasta con la comida! Pensábamos que había comida exótica, como en otros países de Latinoamérica, pero nos encontramos con algo más tranquilo. Son extraños en ese sentido”

“En Europa es el lugar donde está la gran mayoría de los voluntarios, y de hecho nosotros tuvimos una etapa previa en Napoli, donde hay una casa para las formaciones. Eso significa que durante dos semanas cada voluntario que dijo sí, llega y después comparte con los demás. Hay misioneros, hay sacerdotes, hay personas de Puntos Corazón que nos ayudan en ese proceso. En esa convivencia se entiende cómo cada cultura es diferente, y obvio cuando vinimos a Uruguay lo notamos”, explica Leopoldo.
La preparación es espiritual y práctica: rezan, hablan de sus miedos, buscan padrinos que los sostengan económicamente —porque deben poner en pausa su antigua vida, incluyendo estudios y trabajos— y un sinfín de compromisos que asumen por evangelizar. Luego les avisan a qué país los destinarán de misión y los voluntarios aceptan con el corazón dispuesto para dar a conocer a Jesús.
En el caso de Darius, rumano, dice que no encontró tantas diferencias. Otros se sorprendieron por la calma, la vista gris, las distancias cortas. Mario, de Perú, habla poco, pero sonríe mucho. “Es un desafío estar acá, pero misionamos con gusto, porque hay mucho trabajo por hacer, y nos encontramos con personas maravillosas”, complementa Matilde.
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El día se organiza con la espiritualidad como eje. Se levantan temprano. Rezan en su capilla doméstica. Van a misa en la parroquia de Guadalupe. Vuelven. Limpian. Cocinan. Comparten.
Por las tardes salen a visitar casas. No parten con un recorrido definido ni una agenda programada. Ellos prefieren decir que no tienen un listado, sino amigos. Vecinos que conocieron caminando, gente que los llamó, personas que alguien más les recomendó visitar.
Los misioneros golpean la puerta. A veces pasan. Otras veces hablan. Por lo general, prefieren escuchar.
“Los vecinos nos reciben muy bien. Muchas veces no esperan nuestra visita, pero igual nos invitan a pasar. Cuando pasamos preferimos hablar poco y escuchar mucho, porque muchos tienen la necesidad de compartir su día con alguien más, o sus preocupaciones”, reconoce Chafik.
«Misionar también fortalece nuestra fe. Nosotros vemos el rostro de Cristo en el barrio»
Matilde, misionera francesa
La pobreza, dicen, está. La delincuencia también aparece en algunos focos del barrio. Pero lo que más les golpea —y lo repiten varios, con palabras parecidas— es la fragilidad de los hogares.
“Creo que el sufrimiento más grande es que las familias no se casan, o se rompen, y los niños que crecen en esa situación pierden algunas referencias de amor. Crecer así, en ese tipo de ambientes, es difícil. Nuestra propuesta es llevarles nuestra escucha y un mensaje de esperanza”.
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Una tarde, mientras preparaban la casa para realizar un festejo por los diez años, los planes no salieron según lo esperado. “Preparamos toda la casa, la pintamos, limpiamos y hasta pusimos un toldo fuera. Ese día cayó una lluvia brutal, que no recuerdo haber visto antes. Cuando eso pasó, los vecinos corrieron para salvar la celebración. Vino gente y nos dijeron: ‘Nosotros nos ocupamos de esto, ustedes ocúpense de los invitados’. Y en ese momento pensé que hacía solo dos semanas que estaba aquí, y que ellos sentían la casa como propia. Es muy bello recibir ese cariño, porque además están en un lugar que es muy desafiante por las situaciones que tienen que vivir, y donde conviven con la pobreza y otras necesidades, como tantos hermanos que sufren”, reflexiona Chafik.
Precisamente, para los voluntarios de Puntos Corazón, ese es el misterio: lo que ellos dan les regresa multiplicado. Y eso hace que esta primera década de misión haya sido tan especial. Por eso, cuando uno sale de esa pintoresca casa de Casavalle, algo se queda con uno: la certeza de que allí, entre sus sencillas paredes, acentos extranjeros y corazones de papel, Dios obra cada día.

“Vemos el rostro de Cristo en el barrio. A veces me pasa que no estoy de buen ánimo o no tengo ganas de salir, pero siempre que nos encontramos con la comunidad volvemos fortalecidos y siempre contentos. Es algo profundo que pasa en nuestros corazón. Es como una alegría cristiana, que se vive de forma muy especial estando al servicio de los más necesitados”, concluye Matilde con convicción.
Iglesia Católica de Montevideo


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Hola, conozco a los misioneros de puntos corazón…su primera casa estuvo por varios años en el barrio 40 semanasy lavalleja. A pesar de su mudanza al barrio borro seguimos en contacto y siendo amigos. Se les quiere mucho