Aprovechando la Cuaresma, nos asomamos al "Purgatorio" de Dante. ¿Qué es la Cuaresma sino el purgatorio? Primer artículo de la serie purgante, por el P. Gonzalo Abadie.
La primera página del Purgatorio de Dante Alighieri nos sorprende con un cambio de ambientación inesperado y genial, pero que requiere del lector un sacrificio de su parte, el de decirle adiós al Infierno, y al autor del Infierno, para animarse a seguir viaje a través de una pluma que parece reinventarse, que reclama un nuevo verbo, una escenografía de matriz original, más impalpable y leve, para conducirnos a otra esfera de la realidad, allí “donde se purifica el espíritu humano para hacerse digno de subir al cielo”. Esa perplejidad acompaña al lector un buen tiempo, hasta ser conquistado por este nuevo universo literario, tan distinto, que se va desplegando más lentamente, y que se ha desecho de los atractivos, seducciones y emociones fuertes y cambiantes a los que nos tenía acostumbrados el Infierno.
Como lectores entramos efectivamente en comunión con el propio Dante personaje, que se ve forzado, al salir del Infierno, a reconocer el mundo que se anuncia como si fuese un despertar, porque está a punto de amanecer, al pie de esa montaña que apenas se dibuja, y que el florentino ubica en el hemisferio austral, en las antípodas de Jerusalén. Dante abre la segunda parte de la Comedia en esas horas ambiguas que todavía no terminan de librarse de las sombras de la madrugada, pero en que la atención gravita sobre la luz que adviene irresistible, el esbozo de una claridad con potencia suficiente para prevenir al lector de que está por entrar a un mundo inaugural. Es así que un “suave color de zafiro oriental” se va difundiendo “por el sereno aspecto del aire puro”, mientras Venus, el “bello planeta que convida al amor”, devuelve el placer a los ojos de Dante, cuya mirada, cuyo corazón estaban entristecidos al salir “de la atmósfera muerta” del Infierno. En el cielo se insinúan los resplandores… “El alba vencía el aura matutina, que huía delante de ella”, dice un verso vaporoso, insuperable: “L’alba vinceva l’ora mattutina / che fuggia innanzi…”.
El imponente amanecer no es otro que el del amor, tal como advertía la mención del lucero de la mañana. Es el amanecer del primer día. Es la luz que irradia el cuerpo glorioso y crucificado de Cristo, y que reaviva el ánimo de Dante. El viaje infernal había comenzado en la noche del jueves al viernes santo. Ahora, al pisar los umbrales del purgatorio, es la mañana del domingo de gloria. Ya sabemos que al hablar del más allá, el autor pretende describir la vida aquí, entre nosotros. También nosotros lo sabemos, porque esa es nuestra fe. Los sucesos pascuales, la victoria del perdón remueve la historia en sus cimientos, aunque más no sea como primicias, como una fuerza velada, pero real, aunque todavía no consumada, no realizada acabadamente.
Entramos en el territorio de los que se dejan tocar por la misericordia. ¿Qué sucede cuando eso ocurre? Se trata de un amanecer universal, al alcance de todos los que acepten la luz que viene de lo alto. El Purgatorio nos irá presentando pecadores, muchos de ellos tan terribles y crueles como pudimos encontrar en el Infierno. Los que están en aquel no se distinguen por un pecado menor al de estos, sino por haber aceptado la mano tendida de Dios, dispuesta a rescatar y ofrecer un nuevo camino. Uno de los personajes con que Dante se encuentra en el canto III, Manfredo, le confiesa que, al caer gravemente herido en la batalla de Benevento, “me volví llorando hacia Aquel que se complace en perdonar. Horribles fueron mis pecados, pero la bondad infinita tiene brazos tan largos que toma en ellos a quien a ella se vuelve”.
«Entramos en el territorio de los que se dejan tocar por la misericordia. ¿Qué sucede cuando eso ocurre?»
Los primeros nueve cantos ―de un total de treinta y tres― están dedicados exclusivamente a los que, como Manfredo, se arrepintieron de sus pecados antes de morir… Se trata, propiamente, de una antesala del purgatorio, un antepurgatorio. Si largos fueron los años de una vida sin Dios, desviando el deseo de su meta verdadera, el antepurgatorio se ofrece como un tiempo equivalente para purificar el deseo. Encontrar lo que uno realmente desea remueve la estructura íntima de la persona, que necesita reaprender a vivir, reordenar las propias fuerzas para andar, elegir, amar… El tiempo destinado a las almas en el antepurgatorio es equivalente al tiempo desperdiciado o malogrado en la tierra. El antepurgatorio ofrece entonces espacio y tiempo, es decir, el horizonte vital para afinar la paciencia. Por más que las almas se empeñasen en subir y traspasar la puerta del purgatorio no lo conseguirían. Pero no lo intentan.
Es cierto que las oraciones de los vivos por los difuntos pueden cambiar su suerte, de tal modo que la purificación o santificación abrevie sus términos, por el efecto redentor que ejercen las plegarias en ellos. Cuando alguien se interesa por ti ―y eso es la oración por los difuntos―, eso puede tener efectos incalculables en tu vida, y más todavía, precisamente, cuando estás deseando superar tus miserias, los errores cometidos, el tiempo perdido. Es el misterio de la comunión de los santos. No se trata de que Dios cambie su dictamen: “el alto juicio no se menoscaba ―le explica Virigilio― porque el fuego del amor cumpla en un momento la expiación que deben cumplir los que están aquí”. Sentirte querido hace que puedas hacer grandes progresos, y ese es el efecto de la intercesión por los difuntos. Además, inflama el amor de los que piden por los muertos. Una palabra de aliento a un estudiante algo perdido y remiso ―“cuando dedicás tu interés al tema, te cambia la cara, se te nota una capacidad increíble…”― puede hacerlo avanzar más de lo que podrían varios años en los que nadie te hace llegar una voz de aliento. Debido a esta realidad tan subrayada por el poeta, las almas no dejan de encomendarle a Dante que hable de ellos a familiares y amigos, para que recen por su suerte, ¡para sentir el ánimo que te permite cambiar!
El antepurgatorio, entonces, es el destino inicial de las almas arrepentidas poco antes de fallecer. ¡También para ellos es la promesa! Y a pesar de lo escandalosa que ella pueda ser, muestra el poder del amor de Dios, cuyo Hijo pidió en el suplicio el perdón para todos. Recordemos al buen ladrón, colgado junto a Cristo, y que escuchó en horas tan terribles una sentencia que debió llenarlo de estupor y esperanza inaudita : “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
«El antepurgatorio, entonces, es el destino inicial de las almas arrepentidas poco antes de fallecer. ¡También para ellos es la promesa!»
Al seguir los pasos de Dante vamos escuchando testimonios conmovedores. En el canto V Dante y Virgilio escuchan a varias almas que hablan en nombre de un grupo que halló la muerte de manera violenta. Uno de ellos refiere el momento de la conversión, que, al traerle el perdón, le hizo, a su vez, perdonar a su matador. El amor es una experiencia que siempre te cambia:
“Nosotros fuimos muertos todos por la violencia ―dice a los peregrinos― y pecadores hasta la última hora. Entonces la luz del cielo nos iluminó, de modo que, arrepintiéndonos y perdonando, salimos de la vida en paz con Dios, que nos enciende el corazón con el deseo de verlo”.
El Purgatorio de Dante no nos muestra, sin más, gente ‘pagando’ sus culpas, soportando unas penas miserablemente, sino más bien el de personajes atravesados por la emoción de haber sido tocados por el amor de Dios, que les ha infundido el deseo de ir hacia él, hasta el fin, para lo cual quieren liberarse de toda carga y obstáculo. No se trata de un suplicio, sino de una aventura, en la que deben ir reaprendiendo a vivir, a purificar el deseo, a desembarazarse de los viejos hábitos y vicios.
En el episodio de este grupo de muertos violentamente, pero a tiempo de arrepentirse, Dante nos regala una de esas perlitas que van jalonando la Divina Comedia, la historia de un tal Bosconte de Montefeltro, que combatió, al igual que el propio Dante, en la lucha de Campaldino, una de las tantas que ensangrentaron a güelfos y gibelinos, los dos implacables bandos políticos que buscaban la aniquilación de la otra facción de la ciudad. Dante se desempeñó en aquella contienda, según parece, en la caballería ligera, de avanzada. Bosconte rememora el momento en que cae malherido en el campo de batalla:
“Allí perdí la vista, pronuncié como última palabra el nombre de María, allí caí y allí quedó mi cuerpo abandonado. Te diré la verdad ―le dice a Dante― y tú la repetirás entre los vivos: el ángel de Dios me acogió y el del infierno gritaba: ‘¡Oh tú, el del cielo! ¿Por qué me privas de él? Te llevas lo eterno suyo por una lagrimita que me lo arrebata…”
En una escena grandiosa y grotesca al mismo tiempo, el diablo se lamenta e increpa a Dios. No puede ser que, habiendo hecho tanto mal, cuando ya lo tenía todo para mí, una lagrimita de morondanga le consiga la eternidad a este desgraciado.