El 4 de setiembre celebramos un nuevo aniversario de la Pascua del Pbro. Padre Cacho, acaecida en 1992. Nació en Montevideo el 15 de mayo de 1929 y en 1959 fue ordenado presbítero, salesiano de don Bosco. Se desempeñó como docente en colegios salesianos de Montevideo y Paysandú y acompañando jóvenes y familias, que aun se emocionan al nombrarlo. Escribe la comunidad Memoria Viva.
En 1973, fue designado por el obispo de Salto en el exilio, Mons. M. Mendiharat, primer asesor diocesano de Pastoral Juvenil. Cacho estimuló en los jóvenes el desarrollo de una fe comprometida con la realidad y la capacidad de descubrir a Dios en los rostros de los más necesitados.
Dos años después, sintiendo el fuerte llamado a compartir la vida con los pobres, con otros dos salesianos A. Carcabelos y E. Landa, iniciaron en una casilla de un barrio pobre de Rivera la experiencia de compartir la vida cotidiana con los vecinos, pero pasado un tiempo la presencia fue discontinuada. Cacho y Carcabelos siguieron buscando, esta vez fuera de la congregación, una forma de vivir lo que sentían era la voluntad de Dios, a la que no podían resistirse.
Mons. Parteli acoge a Cacho en el clero diocesano en Montevideo y le permite buscar esa nueva forma de presencia que anhelaba. En 1978 se incorpora a la parroquia de los Sagrados Corazones en el barrio Las Acacias, desde allí recorre los lugares más pobres, visita hogares, habla con los vecinos… Un día recibe la invitación de Dora Paredes, vecina del barrio, para acompañar un grupo de jóvenes del Plácido Ellauri ¡era lo que esperaba! Al tiempo se traslada a vivir entre ellos en un ranchito que los mismos le construyeron.
Comienza así su inserción en el barrio como un vecino más. Tiempo de aprendizajes, de escucha, de búsquedas. Surge la necesidad de acompañar a un grupo de familias en Aparicio Saravia y Timbúes que iban a sufrir un desalojo y entonces comienza Cacho a promover la organización en comunidades de los vecinos para atender las necesidades que ellos mismos iban detectando: vivienda, educación, trabajo y el descubrimiento de la propia dignidad. Dignidad y valía que les revelaba ese cura que hablaba poco y bajo, que caminaba lento, y que llegaba hasta lo más profundo de sus corazones.
Nacen así varias comunidades de vecinos organizados: San Vicente, Santa María, Casa de Todos, la Palmera, Plácido Ellauri, San Isidro, Nuevo Mausa, 2 de febrero, Juan Acosta, Covijo y varios servicios: apoyo educativo, policlínica, veterinaria, talleres varios, hogar de muchachos y de chicas.
Conociendo la dureza del trabajo de recolección y clasificación de basura en carritos de mano, algunos con caballo, de la que vivían la mayoría de los vecinos de la zona, Cacho impulsa una nueva forma de mirar ese oficio hasta ese momento nada valorado, les ayuda a tomar conciencia de que están haciendo un beneficio a la sociedad al clasificar la basura que recogen y a verse a sí mismos de manera distinta, desarrolla el concepto de “clasificadores”.
Con los años y ante la necesidad de dar continuidad y consolidar la experiencia, se formó la Organización San Vicente, hoy Obra Padre Cacho, que sigue presente gestionando diversos proyectos en bien de la zona.
«El féretro, llevado en la jardinera de uno de los vecinos y cubierto con la bandera nacional recorrió a pie todas las comunidades por él fundadas»
En 1992 con una enfermedad incurable muy avanzada, Cacho se traslada al Hogar Sacerdotal para dedicarse a la oración y registra en un cuaderno lo más profundo de su vivencia espiritual y su relación con Jesús, fuente de toda su vitalidad y de la entrega a los más pobres durante toda su vida.
Falleció el 4 de setiembre de 1992. El féretro, llevado en la jardinera de uno de los vecinos y cubierto con la bandera nacional recorrió a pie todas las comunidades por él fundadas. Se formó una caravana de más de cuarenta carritos y unas cuatro mil personas que acompañó el recorrido, en cada uno de los barrios, Cacho recibía el último adiós de sus amados vecinos. Niños, mujeres y hombres curtidos, lloraban viéndolo pasar una vez más por sus senderos. Una intensa emoción inundó las calles del cinturón de la pobreza montevideana, despidiendo al que fue «su» cura.
El 17 de marzo de 2017 se realizó por parte de la Iglesia Diocesana la apertura del proceso de canonización del Siervo de Dios, y se está trabajando en la recolección de documentos y testimonios para llevar adelante dicho proceso.
Presencia y palabra
Cacho no hablaba mucho, estaba y su presencia era su mejor palabra. Dejó algunos textos que nos permiten asomarnos a sus motivaciones y vivencias y concedió algunas entrevistas.
Tal vez el texto más elocuente que resume su pensamiento sea el siguiente: “Siento la imperiosa necesidad de ir a vivir en un barrio de pobres y hacerlo como lo hacen ellos. No como táctica de infiltración, de camuflaje o demagogia, ni siquiera como gesto profético de nada sino para encontrarlo de nuevo a él, porque sé que vive allí, que habla su idioma, que se sienta a su mesa, que participa de sus angustias y esperanzas. Tampoco como un ‘padre’ despachador de sacramentos, sino como alguien que va a hacer junto a ellos una vivencia de fe, un camino compartido. Tal vez pueda decirles en su idioma de dolor y frustración, que allí en medio de ellos está Él. Él que puede cambiar la muerte en Vida, la negación en Esperanza”.
Su vida en los años siguientes fue la puesta en práctica cotidiana, perseverante, sufrida y gozada de este propósito tan claramente expresado en este texto.
La fidelidad a ese camino le supuso un despojo de seguridades no solo materiales sino también institucionales. “Yo no sabía cómo dar el paso. Estudiaba la manera como si fuera ir a un país extranjero”
“Yo sentí desde niño como un llamado, el llamado de los pobres, que para mí era el mismo llamado de Dios. Él me llamaba en ellos. Ese “venir a” me llevó muchos años. Tal vez el Señor me estaba preparando para este encuentro que por fin se hizo realidad y ya lleva once años. Y este encuentro me ha cambiado. Yo siento que ya no soy el mismo».
Cacho fue muy claro, la pobreza es fruto de la injusticia y debe ser combatida. Lo sentía como un reto urgente, ineludible: “estamos llegando tarde” se lamentaba. Pero las personas en situación de pobreza eran para él verdadera teofanía: “el encuentro con Dios se dio en ese encuentro con los pobres, con gente que tiene rostros ciertamente no delicados, no atrayentes ni hermosos sino rostros curtidos llenos de dolor… Bajo esos rostros me encontré con Cristo”.
“Todos dependemos de todos”
Cacho dio el paso y abrió caminos, con el tiempo muchas personas de muy diversas procedencias se fueron arrimando, llegaban con buena voluntad y cada uno desde su propia motivación brindaba lo que podía. Cacho los recibía con agrado, siempre y cuando se acercaran con el corazón abierto a aprender de quienes vivían allí, a dejarse transformar por la relación fraterna con los vecinos, a dejar atrás esquemas propios para aprender juntos. De la mano de Cacho cruzaban una frontera: desde el deseo de ayudar al descubrimiento de la relación con los pobres como lugar sagrado donde unos y otros eran transformados.
Cacho es el fruto maduro de un tiempo y una Iglesia
El Concilio Vaticano II había renovado muchas cosas en la Iglesia, impulsado el diálogo con el mundo, el compromiso histórico y “volver a las fuentes” genuinas de la fe.
En 1968 la los obispos latinoamericanos reunidos en Medellín impulsaron la puesta en práctica del Concilio en la región. Once años después la III Conferencia Episcopal Latinoamericana en Puebla habla claramente de la opción por los pobres.
La Iglesia, dice P. Bonavía, “cuestiona antiguas prácticas de beneficencia y promueve acciones no para el pobre sino con el pobre”.
Este es el humus en el que Cacho madura su vocación, como hombre, como cristiano y como sacerdote
Mística de ojos abiertos
Cada vecino que lo conoció es un testimonio vivo de lo que fue, y es, Cacho para ellos. Angélica Ferreira, vecina del Plácido Ellauri, colaboradora y amiga muy cercana lo resume así: “Un manto de amor, de pan y de palabras sinceras que en el frío de la miseria se nos volvió primavera”.
Daniel Bazzano, amigo, compañero de presbiterio y testigo de su vida lo dice con claridad: “Cacho era un místico, no tengo dudas. Y digo místico en el sentido de la tradición cristiana, de santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz… Los místicos son personas que tienen una experiencia profunda de Dios y son capaces de comunicarla… Es decir ahí tenemos una escuela de espiritualidad sacerdotal y cristiana… para todo el que busque a Dios. Ahí hay una escuela de espiritualidad criolla, elaborada acá, en esta parroquia, en aquellos barrios”.
En su diario, nos recuerda Mercedes Clara, Cacho escribe cartas dirigidas al “Jesús de mis amores, al más íntimo amigo y hermano, al Maestro de mi escuela mejor… Si estás en la persona que sufre, si estás en el pobre, si estás en el enfermo, en el sin techo, sin trabajo, en el abandonado, en el desnutrido, en el preso, en el torturado, allí quiero amarte, sirviéndote”.