Segunda entrega en preparación hacia la Solemnidad de Corpus Christi
POR EL P. GONZALO ABADIE
Durante la última cena Jesús tuvo palabras misteriosas, como sabemos, referidas al pan y al vino, que ahora se habían transformado en su Cuerpo y su Sangre, es decir, en él mismo, porque tanto una palabra como otra ―cuerpo y sangre― remiten a toda su persona. Cuando Jesús dice “Esto es mi Cuerpo” está expresando “Esto soy yo”. La palabra “cuerpo” no expresa una parte de la persona, sino que la abarca en su totalidad, aunque, eso sí, poniendo el centro de gravedad en el aspecto que nos hace visibles ante los demás: la corporalidad.
Por medio de la corporalidad ―y eso somos, corporalidad― nos hacemos presentes ante los demás, nos dejamos ver. La corporalidad (el cuerpo en la Biblia) es el signo que nos identifica y nos distingue entre todos los demás signos, y entre todos los demás hombres. Somos reconocibles por ese signo. Y es signo porque, si bien señala el todo de la persona, no muestra la totalidad, sino apenas lo que se ve de nosotros mismos. Sabemos que somos mucho más que aquello que los demás alcanzan a percibir de nosotros mismos. Algo de esa profundidad no visible se asoma, se comunica ―no hay otro modo posible― a través de la corporalidad: de las palabras que entregamos, del modo en que decimos, del color y musicalidad de la voz, de la postura y relajamiento corporal, de la expresión sobre todo del rostro y la mirada, de nuestra actividad, de nuestra manera de estar entre los otros, de la sonrisa, el abrazo, la caricia o el puño apretado, de la tersura o arrugas de la piel…
La Biblia llama al cuerpo, “carne”, muchas veces, aunque este término puede adquirir, como en san Pablo, también una connotación moral. El cuerpo, la corporalidad, remite, conduce, señala… una profundidad insondable, una interioridad no observable fácilmente. Este tipo de signo recibe, en el ámbito de lo religioso, el nombre griego de “mysterion” (misterio), o el de su traducción al latín, “sacramento”. Cada persona es misterio, o sacramento, pero por excelencia lo es Cristo, porque su carne, su corporalidad, transparenta a Dios mismo.
El misterio, entonces, tiene un aspecto visible, por el cual se deja percibir, y uno invisible, profundo, inabarcable, y en el caso de Cristo, eterno, divino. Con el tiempo, la palabra latina de “sacramento” se reservó para la dimensión sensible, exterior, de esta realidad; y la palabra “misterio”, para la oculta:
«La palabra griega «mysterion» ha sido traducida en latín por los términos: «Mysterium» y «sacramentum». En la interpretación posterior el término «sacramentum» expresa mejor el signo visible de la realidad oculta de la salvación, indicada por el término «mysterium». En ese sentido, Cristo es Él mismo el Misterio de la salvación: «Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus» [«No hay otro misterio de Dios fuera de Cristo”, san Agustín…]
(Catecismo n.º 774).
Cada uno de nosotros es sacramento, y por tanto, misterio. La corporalidad nos impide escondernos por completo, y es el escenario que nos abre al mundo y nos brinda la oportunidad de ofrecernos a los demás. Entre estos dos polos ―neutralizar la corporalidad para que no se filtre lo que somos profundamente, y comunicar a los demás la vida que vive en nosotros― discurre nuestra existencia. Así, en un lenguaje en clave propiamente bíblica, suele decirse popularmente: “no te cierres”, o “es una persona abierta”, o “es alguien opaco, oscuro, hermético”, o bien “transparente”… Recuerdo haber escuchado hace muchos años al filósofo Julián Marías, cuando vino a Montevideo a presentar su libro sobre la felicidad humana, en el teatro Solís, decir que llegaba a la última etapa de su vida sin cortezas, y por eso, más vulnerable también.
La corporalidad, entonces, vista desde sus extremos, puede ocultar o abrir el acceso a alguien. La corporalidad se interpone, se presenta en el medio, por así decir, del encuentro con el otro. Es, además de signo, mediación para entrar en relación, para dejar entrar al otro y para poder salir uno mismo del aislamiento. El ser humano es este signo raro, incomparable, velado, que se presenta allí, en el límite que impone el alba o el crepúsculo, y que remite no solo a un significado (como ocurre con una palabra desconocida cuyo escondite es descubierto en el diccionario), sino a un acontecimiento cargado de vida y experiencia, y que en su último reducto o centro es intangible, inalcanzable…, secreto. La corporalidad es la encrucijada de la comunicación entre nosotros. “Esto es mi Cuerpo ―dice Jesús―, “que se entrega por ustedes”. Entre los dos polos, elige el segundo: no quiero que mi corporalidad se reserve nada de lo que ustedes no ven, no viven de mí; quiero que caiga el último obstáculo que les impide acceder a mi vida misma, y al acontecimiento más importante de mi existencia, mi paso, mi pascua, al mundo del Padre.
«Yo soy la puerta.
El que entra por mí se salvará;
podrá entrar y salir,
y encontrará su alimento”.
Quiero ahora entregarme pero de un modo en que los voy a sorprender. Será una entrega de mí mismo total, radical:
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”, hasta los confines, hasta romper el límite del alba o el crepúsculo, hacia la luz que permite verlo todo, contemplar el mundo nuevo, un día sin sombras, sin ocaso. Todo quedará al descubierto. Lo hago por ustedes.
Su Cuerpo, efectivamente, se va a romper, para que la puerta se abra, como una cortina deslucida que al descorrerse descubriera un planeta nuevo del que nadie tenía conciencia, a pesar de que estaba allí mismo, tras la ventana desvencijada. “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad”… Esa cortina era su Cuerpo, la propia corporalidad, ¡su misma persona, Jesús, el hombre de carne y hueso! “Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió…”. Partió su Cuerpo, se partió a sí mismo, se abrió totalmente. Aprovecha el momento en que su vida le será arrebatada violentamente para convertir ese suplicio, trágico y horrible, para transformarlo en la oportunidad para amar sin medida, ofreciendo su vida “por ustedes”:
«Nadie me la quita,
sino que la doy por mí mismo.
Tengo el poder de darla
y de recobrarla:
este es el mandato que recibí de mi Padre”.
En la última cena Jesús mismo adelanta su pascua, la precipita, la atrae, la inicia, le gana de mano a los acontecimientos. Que quede claro: mañana me matarán, me sacrificarán, pero, aunque ustedes no puedan entenderlo ahora, esto no desbarata el modo como mi Padre tenía pensado realizar sus propósitos de amor sobre el mundo. Porque aunque las apariencias indiquen que seré destruido, yo aprovecho ese momento de negación total y de exhibición de fuerzas del Maligno, para manifestar que mi Padre y yo tenemos poder sobre la misma muerte, y una palabra capaz de revertir esta otra palabra de maldición que me condena. A este no, oponemos un sí irrevocable. No permitiré que me quiten la vida. Me adelanto para decir que seré yo quien la dé. «Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, el que nosotros hemos anunciado entre ustedes (…) no fue “sí” y “no”, sino solamente “sí”. En efecto, todas las promesas de Dios encuentran su “sí” en Jesús», dice Pablo.
La autoentrega de Jesús, es decir, la libre entrega de su Cuerpo prevaleciendo sobre el ajusticiamiento infligido por los hombres, sobre el arbitrio con que los hombres han dispuesto de su Cuerpo, es así contemplada por san Juan: “uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y enseguida brotó sangre y agua”. Es decir: un soldado se aseguró de que estuviera bien muerto, de partir su Cuerpo, y enseguida Dios, por su parte, se aseguró de derramar la vida de Cristo, y de afirmar su victoria, comunicando el mundo de los hombres con el de Dios, convirtiendo el tajo en la carne ―lo visible―, en el paso a la Vida ―lo invisible―.
Aquí aparece la “sangre”, que, como el “cuerpo”, designa a toda la persona, pero significándola de manera diversa: “esta es mi Sangre” ―dice Jesús en la última cena― “que se derrama por muchos”.
«Partió su Cuerpo, se partió a sí mismo, se abrió totalmente»
El Cuerpo llama la atención sobre la persona de Cristo no meramente contemplada, como alguien que, simplemente, está ahí, sino como quien está en movimiento hacia afuera, dándose, ofreciéndose, desgastándose por los hombres, como aquel que no vino para ser servido sino para servir. El Cuerpo de Cristo es Cristo amándonos, manifestándose en todas nuestras miserias, buscándonos, llamándonos, hablándonos… En cambio, la Sangre, pone el énfasis en la muerte violenta, en el amor hasta el fin que ha enfrentado la crueldad de la humanidad. Es la Sangre derramada, como en los sacrificios. Sí, esta también es la sangre sacrificial, expiatoria, y por tanto, tiene el poder de anular el mal y el pecado de aquellos que la beban, de aquellos que entren por la herida del Cristo roto hacia los dominios del Padre.