Una historia del primer obispo de Montevideo.
POR LAURA ÁLVAREZ GOYOAGA
Monseñor Jacinto Vera, el obispo gaucho, como sacerdote primero y como cabeza de la Iglesia después, ordenó y orientó al pueblo católico con una visión sumamente adelantada a su época. Trabajó para moralizar, elevar e instruir a una Iglesia que, junto a él, hizo propia la dignidad de la vida cristiana: casarse, comulgar, confesarse, bautizar a sus hijos, celebrar como pueblo sacerdotal. Dedicó su vida a dignificar a su pueblo; a llevarle el auxilio de los bienes espirituales y materiales en todos los órdenes a su alcance. Procuró la integración del pueblo cristiano, trayéndolo a los sacramentos: la acogida amorosa de la Iglesia a los hijos dispersos. Y esto, en la época previa a la creación del Registro de Estado Civil, tenía resultados no solo espirituales, sino también jurídicos y sociales. Basta una anécdota puntual para comprender a cabalidad esto.
Cuando fue cura en Guadalupe, el padre Vera dedicó mucho tiempo a atender confesiones y a actuar de consejero espiritual de las familias, tal como continuó haciéndolo en Montevideo siendo cabeza de la Iglesia en Uruguay. Visitaba con caridad a los enfermos; lo hacía con lluvias o temporales, y no desaprovechaba el tiempo: en los largos viajes a campaña llegaba a confesar a algunos penitentes a caballo, al punto que al verlo pasar cabalgando con alguien, los vecinos solían comentar: “¡Ya lo está confesando!”
Un día, entrada la tarde, llegó a su casa un paisano a pedirle los santos sacramentos para un moribundo que vivía en un rancho apartado. El paraje al cual se dirigían distaba muchas leguas de Guadalupe.
—¿Y usted se tiene confianza? ¿Sabrá llegar sin problemas? Mire que está por caer la noche, y por estos pagos es oscura como boca de lobo.
—Yo vengo a servirle de baqueano, padre.
Don Jacinto no quiso insistir más. Guiado por ese improvisado práctico de los caminos, lo siguió en una marcha dubitativa. A medida que la tarde declinaba, el polvo de la tierra apisonada fue sustituido por los bajos pantanosos del río Santa Lucía. Poco a poco, el sol se iba ocultando en el horizonte; en la media luz empobrecida del crepúsculo, el sacerdote notó la preocupación en la expresión de su guía. Mientras cruzaba los pajonales, estuvo seguro de que el paisano se había perdido. Al ver que al declinar la luz enfilaba al intrincado monte de Santa Lucía, temible no solo por los agresivos gatos monteses y de pajonal que tenían en él su hábitat, sino también por el crecido número de gauchos matreros que en tiempos de guerra civil lo usaban de guarida, resolvió intervenir:
—Mi amigo, el baqueano ahora soy yo. Usted sígame —ordenó.
—Como mande, don Jacinto —respiró aliviado el supuesto práctico—. La verdad es que estoy bastante desorientado.
El baqueano con sotana, desconocedor del sitio concreto, pero con la experiencia de muchos años de recorrer a solas los campos de Canelones, espoleó el caballo y se adentró en el monte. Tras cruzar a salvo la espesura, consiguió identificar la vivienda de una familia conocida donde le indicaron cómo hallar la casa del enfermo.
Llegaron a un modesto rancho con paredes de fajina y techo de totora. Entraron a un único ambiente de piso de terrón, caldeado e iluminado por un fogón lateral. Olía a enfermedad, a tristeza, a privaciones. Una mujer joven vestida con un traje remendado, se adelantó. De su mano se prendía una niña de unos ocho años.
—¿Llegamos a tiempo? —preguntó con ansiedad el guía.
—Todavía respira. Se ahoga de a ratos —informó ella con voz ronca.
El sacerdote le apoyó la mano en el hombro, aliviando en ese gesto de paternal serenidad el peso del dolor. Un hondo sollozo sacudió la espalda de la mujer. La niña, ataviada con tanta pobreza como su madre, tenía los labios apretados y temblaba de pies a cabeza. Jacinto se inclinó a bendecirla.
—Dios va a estar contigo, hija mía. No tengas miedo.
La voz del enfermo llegó de las penumbras en un estertor; por más que en la agonía era poco más que un susurro, resonó en la habitación al amparo del silencio.
—Cásenos, padre —rogó—. Cásenos y bautice a la niña, antes de que sea tarde.
Seguido por el resto de los ocupantes del rancho, don Jacinto se acercó a la cabecera. El hombre que agonizaba en el catre aparentaba unos treinta y tantos años, aproximadamente la misma edad del sacerdote. Sus ojos azules, iguales a los de la niña, brillaban por la fiebre. Vera tocó su frente ardiente.
—Mi familia, en Buenos Aires, está en una buena posición —dijo el enfermo —. Yo me vine por una pelea de hermanos, y mire cómo terminé.
No pudo continuar porque un acceso de tos le dejó el rostro morado. Le llevó unos minutos recuperar la respiración.
—Ellas se merecen algo mejor. El compadre aquí se va a encargar de llevárselas a mis padres como mi esposa y mi hija.
Fue una noche larga e interminable. Al amanecer, el hombre dejó de respirar; para entonces, el cura de Canelones le había administrado los últimos sacramentos, había legitimado con el matrimonio la unión de la pareja y bautizado a la pequeña. A la luz del día, sin baqueano, regresó a su parroquia con el corazón pleno de humilde satisfacción por el deber cumplido.
Los años pasaron. Siendo ya Vicario Apostólico, por defender la independencia de la Iglesia frente a los avances del poder civil, don Jacinto estuvo desterrado en Buenos Aires entre 1861 y 1863. Allí se alojó en el Convento de San Francisco, por cuyo patio, rodeado de espaciosas galerías cercadas de columnas, le gustaba caminar. Una tarde, el fraile encargado de la portería vino a anunciarle la visita de una señora muy distinguida. Jacinto lo siguió hasta el vano de la puerta; al notar que se acercaban, la visitante se precipitó hacia ellos, y se arrodilló a los pies del sacerdote.
—Señor, vengo a besar la mano de mi bienhechor —dijo.
La sorpresa de don Jacinto no podía haber sido mayor. Notó que la joven tenía las pupilas del mismo color que su elegante vestido. Ojos azules, húmedos de llanto.
—¿Qué dice, señora? Yo no me acuerdo de haberle hecho servicio alguno en mi vida.
—Sí, don Jacinto. Usted ya no me conocerá, pero yo nunca pude olvidarme de su rostro bondadoso. Dios me regaló la fortuna de volver a cruzarlo, y quizá retribuirle algo de lo mucho que me dio.
—Me debe de estar confundiendo con alguien más.
Ella hizo un gesto de negación. Con el dorso de la mano se secó las lágrimas. Sonreía.
—Usted es el padre Jacinto Vera. El que fue cura de Guadalupe. ¿No se acuerda de una noche en que fue llamado para confesar a un enfermo?
—En tantas ocasiones, hija.
—Una noche muy oscura, con un supuesto baqueano que erró el rumbo. Casi terminan perdidos en el monte.
Los ojos azules de una niña, idénticos a los del padre agonizante en un pobre catre, reaparecieron de golpe en la memoria del vicario.
—¿Ha pasado tanto tiempo?
—Yo soy aquella niña que habría muerto en la miseria, o sufrido un destino peor, de no haber sido bautizada por usted luego de que autorizó el matrimonio de mis padres. Gracias a eso hoy vivo con mis abuelos y poseo una gran fortuna. Es mi turno de preguntarle: ¿en qué lo puedo ayudar?
Y Jacinto solo se limitó a pedirle que ayudara a los más necesitados.