Reflexión de Ricardo Asqueta, seminarista por la Arquidiócesis de Montevideo.
Recuerdo cuando jugaba en las inferiores de Nacional, un día le dije al entrenador que tuve en quinta división: “tengo miedo de fracasar en el fútbol y no cumplir mi sueño de jugar en primera”. Él me dijo unas palabras que me quedaron grabadas hasta el día de hoy: “Qué privilegio sentir miedo, significa que hay algo que vale la pena en la vida por lo que jugarte”. Fue la primera vez que experimenté el miedo como algo positivo en mi vida. ¡El miedo es algo tan natural y común para los seres humanos! Existen tantos tipos de miedos como temores experimentados. Pero el problema es cuando el miedo tiene la última palabra en nuestras vidas.
Nos asusta el miedo, porque nos paraliza, nos obliga desprogramar lo planificado. Nos asusta porque es pura incertidumbre y vulnerabilidad, porque somos expertos en huir al dolor. Nos asusta porque nos hace temblar esa aparente libertad que muchas veces nos justifica. Pero a todo esto, hay que tener en cuenta que el miedo es totalmente natural. Hay que saber escucharlo, porque diferencia la valentía de la temeridad.
Pero lo que no podemos permitirle al miedo es que tome el volante de nuestra vida. Muchas veces es necesario amigarnos con nuestros miedos, y poder entenderlos como un aliado para nosotros, que vienen a darnos una enseñanza. Así como el miedo tiene la fuerza de paralizarnos, también tiene la potencialidad para impulsarnos a luchar por lo que amamos. Y es que es necesario apostar y arriesgar por aquello que amamos y el ejercicio de amar inevitablemente exige valentía.
«Muchas veces es necesario amigarnos con nuestros miedos, y poder entenderlos como un aliado para nosotros, que vienen a darnos una enseñanza»