Segundo artículo de la serie sobre José Benito Lamas, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
La elección en 1854 del nuevo vicario apostólico, José Benito Lamas, que venía desempeñándose desde hacía quince años como párroco de la Iglesia Matriz, debía zurcir, si las cosas iban bien, las rasgaduras de la Iglesia oriental, una frágil tela, maltrecha y deshilachada, cuyo gobierno se habían disputado, tragicómicamente, los presbíteros Joaquín Reyna y Manuel Rivero, a partir de la muerte del vicario apostólico Lorenzo Fernández, sucedida en octubre del 52.
Era un hecho sabido por todos que el vicario, ya próxima su muerte, había nombrado a cargo de la Iglesia, para cuando se produjera su fallecimiento, a Joaquín Reyna, con el título de ‘provicario’, hasta tanto la Santa Sede no designara al nuevo vicario apostólico, algo que tomaría su tiempo. Fernández se había atribuido esa potestad equivocadamente, no por mala intención, sino debido a una errónea interpretación de las disposiciones eclesiásticas.
El gobierno de Juan Francisco Giró —de filiación blanca—, rechazaba la elección invocando el derecho de patronato, que sentía lesionado, pues, decía, no había sido previamente consultado. Ya hemos señalado que en virtud de este pretendido derecho, los gobiernos invadían los asuntos de la Iglesia como la cosa más natural. En el fondo se jugaban otros intereses simultáneamente, ya que el gobierno promovía la figura de Manuel Rivero, sacerdote de la campaña, identificado con su partido, en lugar de Reyna, vinculado a los colorados.
La Guerra Grande aún estaba fresquita y, aunque la frase “sin vencidos ni vencedores” lucía bien bonita y poética, los recelos y rencores estaban a la orden del día, y nadie estaba dispuesto a bajar la guardia.
Ambos nombres eran sobradamente conocidos. Manuel Rivero venía dirigiendo la Iglesia en la campaña, desde el fallecimiento del primer vicario apostólico, Dámaso Antonio Larrañaga, en el año 48. Corrían entonces los largos años del Sitio Grande establecido por el general Manuel Oribe, quien no tuvo problema en aceptar la autoridad eclesiástica de Larrañaga también en su territorio, pero rechazó, en cambio, la de su sucesor, Lorenzo Fernández, identificado con la causa colorada.
Así que la Santa Sede, forzada por este impedimento, concedió a Rivero, párroco de Rocha, la autoridad sobre la Iglesia del interior del país. Al culminar la Guerra Grande, la nunciatura —que se encontraba en Río de Janeiro— informó a Rivero que, superado ya el conflicto, Lorenzo Fernández ejercería su gobierno sobre todo el vicariato. Pero Rivero se hizo el desentendido, desoyó la indicación, y optó por mantenerse al pie del cañón.
Desde entonces su figura y la de Reyna quedaron enfrentadas, porque este último se elevó como figura predominante en Montevideo, en su condición de provisor y vicario general —un número dos, digamos—, desde que Lorenzo Fernández cayó gravemente enfermo. Joaquín Reyna, exfraile del convento franciscano, lo mismo que José Benito Lamas, y expulsado de la ciudad por el virrey Elío en 1811 (“Váyanse con sus amigos los matreros”), lo mismo que José Benito Lamas, tenía un carácter fogoso, propenso a zanjar radicalmente sus diferencias, y animado, de tanto en tanto, por un espíritu vengativo y violento.
¡Cuán grande fue la sorpresa, para unos y otros, cuando, al fallecer Lorenzo Fernández, Manuel Rivero apareció en escena reclamando ser el auténtico provicario elegido por el difunto en sus horas postreras, alegando tener en sus manos unos documentos que así lo probaban. ¡Era el colmo! ¿Había Fernández mudado de parecer en apenas doce días, rectificando su decisión anterior, desdeñando, desairando, revocando el nombre de su mano derecha, Reyna, para favorecer, era el colmo, a quien había desafiado su autoridad sobre la campaña? ¿Qué motivos podía tener para eso?
Avivando más todavía el escándalo, el gobierno, por medio de su ministro Florentino Castellanos, consentía las pretensiones de Rivero. Los ánimos se sublevaban, y muchos, entre ellos José Benito Lamas, aseguraban que los papeles que acreditaban su nominación, eran absolutamente apócrifos, fruto de una maniobra conspirativa. Se sucedían las protestas, que derivaron en un recurso ante el Tribunal Superior de Justicia, el cual dispuso que la cuestión se mantuviese en suspenso. Mejor aguardar el entendimiento con la Santa Sede con el fin de proveer un nuevo vicario apostólico, con lo cual se pondría fin al sainete.
Meses después, el 6 de setiembre de 1853 llegaba el nuevo nuncio, Marino Marini, quien se había visto obligado a subirse a un barco rumbo a Montevideo desde Nueva York, en razón de que no conseguía ninguno, en esos días, que fuese directamente a Río de Janeiro. Su llegada, providencial, permitió al delegado del papa hacerse una rápida idea de la situación, y establecer un diagnóstico urgente de los distintos aspectos del conflicto, así como de sus protagonistas. Al seguir su viaje a Río, sabía que de ningún modo podía apoyar a Rivero, lo que hubiera significado avalar el fraude que, sin más, había tenido lugar con descaro y desparpajo, y en el que había participado el gobierno. Si Rivero no lo había cometido, al menos, sí, lo había consentido. Rivero quedaba fuera de carrera. Y aunque Lorenzo Fernández no tuviese autoridad para designar un provicario que lo relevase en la jefatura de la Iglesia, ante la situación ya consumada, Marini inclinó su apoyo a favor de Reyna.
El nombramiento no podía tardar. Animado por esos pensamientos salvíficos, se escabulló una vez más, anunciando su comparecencia, claro, una vez que pasara la Semana Santa. Y su intuición no falló, porque muy pronto se anunciaba el nombre del nuevo vicario: José Benito Lamas.
Encontraremos nuevamente a Florentino Castellanos, eminente figura de la masonería, entrometiéndose y complotando activamente en los asuntos de la Iglesia, cuando Jacinto Vera sea desterrado unos años más tarde.
Ese mismo mes de setiembre, unas semanas después de la llegada de Marini, el presidente Giró debió abandonar precipitadamente el gobierno y asilarse en la legación de Francia. Llegaba al poder Venancio Flores, con lo cual Joaquín Reyna se sintió más afianzado en su papel de conductor provisorio de la Iglesia, a la espera del nombramiento del vicario. Rivero, que había debido renunciar a sus pretensiones, regresó a su parroquia de Rocha, pero pronto Reyna, que ahora sí, finalmente, reynaba, lo removió, y lo emplazó a comparecer en la curia de Montevideo, de inmediato, para que rindiera explicaciones del sonado asunto del amañado nombramiento. Reyna, sin duda, buscaba desquitarse cuando las aguas, precisamente, volvían a su cauce. Igual actitud tendrá con otros párrocos a los que ahora sí podrá remover, sin el impedimento que le había puesto el gobierno de Giró, que temía que esas medidas se dirigieran contra curas partidarios del Partido Blanco, y que desencadenaran protestas y posibles levantamientos. Simultáneamente, el provicario Reyna, retomaba y recrudecía su embestida, mucho más agresiva y visceral, pero sobre todo injusta, contra otro sacerdote, Agustín Medina, que no comentamos en esta ocasión.
El pícaro de Manuel Rivero, menos sanguíneo y más astuto, respondía que en cuanto pudiera se daba una vuelta por Montevideo, pero que por el momento nuevos achaques físicos se habían sumado a los ya habituales, lo cual, lamentablemente, obstaculizaba sus desplazamientos. Cinco meses después, Reyna, que veía cómo los días y las semanas se le escurrían entre las manos, volvió a la carga sobre su presa, pero esta vez envió a un sacerdote, Manuel Vela, para asegurarse de la remoción de su antiguo rival, y para que lo sustituyera en la parroquia de Rocha, intimándolo a presentarse sí o sí, y cuanto antes, en Montevideo. Pero Rivero intuía, esperaba y rezaba para que el nuevo vicario apostólico estuviese a punto de ser elegido, y que, además, no fuese Joaquín Reyna. Si no, estaba perdido. El nombramiento no podía tardar. Animado por esos pensamientos salvíficos, se escabulló una vez más, anunciando su comparecencia, claro, una vez que pasara la Semana Santa.
Y su intuición no falló, porque muy pronto se anunciaba el nombre del nuevo vicario: José Benito Lamas.
Este episodio nos permite hacernos una idea, representarnos una imagen, al menos fragmentariamente, de la situación precaria de la Iglesia oriental, de su caos institucional, sujeta a las intromisiones y avatares políticos, pero también debilitada por las miserias morales de un clero abigarrado, sin ton ni son, en que abundaban las injusticias, los atropellos, las pasiones partidarias y el poco celo por las cosas de Dios. Una Iglesia desorganizada, sin espíritu de cuerpo, sin forma, en extremo pobre, y sin libertad de acción, succionada por el poder temporal.
Tres meses después de su llegada a América, el nuncio Marino Marini, informaba a la Santa Sede:
«En la escasez de sacerdotes ciudadanos de la República del Uruguay, que a suficiente instrucción unan una igual prudencia, y que en las vicisitudes políticas que han desolado y aún están desolando aquel desgraciado país, dieron prueba de una conducta no reprochable, se encuentran dos, a saber, Don José Benito Lamas, párroco de la iglesia Matriz de Montevideo, y don Jacinto Vera, párroco de Canelones. Ambos son generalmente estimados; pero el primero no solo por la edad y el porte grave y digno, sino también por sus conocimientos, experiencia y mayores servicios prestados a la Iglesia, merecería, quizás, ser preferido al segundo. No se debe, con todo, pasar por alto el hecho de que Lamas algunas veces se dejó arrastrar por la avidez del dinero, y no siempre supo ocultar la vanidad y ambición que lo dominan un tanto; estos defectos le han creado algún enemigo».
Observemos que de todos los sacerdotes, solo uno salía totalmente indemne, inmaculado, en la opinión del nuncio apostólico. Pero todavía no era su turno. Don Jacinto deberá enfrentar la misma situación que José Benito Lamas, que se mantendrá como vicario por apenas tres años, hasta que la fiebre amarilla le arrebate la vida.