Cuarto artículo de la serie sobre José Benito Lamas, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
Si el presidente Gabriel Pereira, previo entendimiento con José Benito Lamas, se dirigió por carta a los párrocos para solicitar su auxilio en la tarea de reconstruir el país, asolado por la Guerra Grande, el vicario apostólico, por su parte, hizo otro tanto, compartiendo las solicitudes presidenciales, pero añadiendo las suyas propias, especialmente la que apuntaba a la disciplina eclesiástica, tan menoscabada como quimérica, y objeto de resonantes polémicas, sujeta a escándalos frecuentes.
El presidente, que consideraba la religión como una fuerza social de primera magnitud, pedía a los párrocos que promovieran la paz, exhortando a desdeñar y deshacerse de las pasiones partidarias, como convenía a la política de fusión que propugnaba el gobierno; que inculcaran el hábito de trabajo a los mayores, y persuadieran a los padres de enviar a sus hijos a la escuela, a fin de que aprendieran a leer y escribir, y fueran rescatados de la situación de ignorancia y barbarie en que se hallaba la campaña, como consecuencia, principalmente, de las luchas civiles.
Las veinticuatro parroquias y diez capillas extendidas en el territorio nacional, constituían un entramado institucional imprescindible desde el que podía regenerarse el desgarrado tejido de una república tan nueva como colapsada por la agitación política y la precariedad económica y social.
En su primera carta pastoral, Lamas pensaba en la parte que más directamente le correspondía de ese tejido roído y desastrado, en la penosa situación de la Iglesia, de la que solo poco más de diez sacerdotes, de un total de unos ochenta y cinco, eran criollos. Había, en general, unos dos sacerdotes por parroquia ―un cura (el párroco) y un teniente cura―, y uno por cada capilla. Los párrocos eran todos extranjeros, excepto los de tres o cuatro curatos: la Matriz, el Cordón, la Unión…
La única manera de revertir una situación semejante era contar con un Seminario local, una aventura que parecía imposible, debido a la ruina económica, tanto del Estado como de la Iglesia. En el año 1855, la curia solo recibió del Gobierno dos magras mensualidades, hecho que forzó a Lamas a idear algún tipo de contribución directa recibida de las parroquias, lo que no llegó a concretarse debido a su muerte repentina. Luego, en fin, había que sobrevivir.
Un sacerdote, especialmente en campaña, estaba destinado a una vida azarosa, imprevista, constantemente amenazada por la necesidad y la pobreza, siempre y cuando se tratase de un hombre honesto e íntegro, lo cual, no obstante, sabemos que no era moneda corriente. El presidente pensaba en regenerar la sociedad a través de la Iglesia, y el vicario en regenerar primero esta última.
Como vemos, los sacerdotes extranjeros rellenaban los espacios vacíos, que eran casi todo el espacio. La norma indicaba que para concederle una parroquia a un sacerdote extranjero, era menester que este permaneciera al menos diez años en la actividad pastoral, tiempo suficiente para sondear y averiguar algo más de su condición y calidad. Pero nadie quería esperar diez años. La documentación que debía presentar ante las autoridades eclesiásticas era elemental y por demás insuficiente. Y, en ocasiones, hasta los mismos papeles presentados eran dudosos.
Había que dar crédito a su palabra y no hacer lugar a la desconfianza ni dejarse llevar más de la cuenta por la curiosidad, aunque la sospecha reclamara la una y la otra. Había que elegir: o parroquias sin sacerdotes, o parroquias atendidas, o mal atendidas, por sacerdotes no probados y tal vez, probablemente, tampoco probos. El curso de los acontecimientos solía decantarse por lo segundo. La necesidad tiene cara de hereje. El gran pecado era el de no tener un Seminario donde formar a los candidatos al sacerdocio. ¡Pero eso era imposible! ¿Cómo sostener económicamente algo así? Además, ¿quién podría enseñar? ¿No era la mayoría de los clérigos que estaban en el país hombres notoriamente poco ilustrados? Pensar en un Seminario era cosa de locos. Había que contentarse con lo que llegaba de fuera, y que el nuncio Marini calificó de “desecho de las diócesis de Europa”, de clérigos “que han venido aquí a vivir a su manera”.
Al vicario José Benito Lamas le preocupaba ese amplio mundo que conforma la disciplina eclesiástica, un mundo hecho de ciertas rutinas y prácticas, de ciertas obligaciones y competencias, de ciertas certezas y formalidades. Cada ocupación, cada institución tiene las suyas. Pero con un clero así, pensaría Lamas, pensaríamos todos nosotros, no es cosa fácil. “Ni siquiera sé cabalmente quién es verdaderamente fulano, ni a qué vino realmente mengano, ni siquiera tengo la seguridad de que aquel, zutano, sea realmente sacerdote”. Fijémonos en Manuel Vela, “hombre díscolo, enredador, altivo y muy apegado al dinero”, según el padre Chantre, secretario de Lamas. Vela estuvo un tiempo en la parroquia de Canelones, como teniente cura de Jacinto Vera, y vaya si hizo enredos por allí y debió afrontar la acusación de sembrar la intriga para quedarse con la parroquia del beato. Bueno, pero lo que nos importa aquí es que existía la duda de si efectivamente había sido ordenado sacerdote, o se trataba de un impostor. No presentó ninguna acreditación veraz, ni siquiera tampoco el boleto de secularización que certificase su exclaustración de los capuchinos. Existía la sospecha de que había estado preso en España. Su conducta no ayudaba a disipar las presunciones en su contra. Entusiasta del vino, fue reprendido por ello, en secreto, por el vicario apostólico, quien además le observó su lenguaje inapropiado. El supuesto sacerdote dio testimonio de sus habilidades verbales al llevar a la prensa, más tarde, un panfleto plagado de insultos contra el vicario Lamas. Sus predecesores lo habían consentido, ¿qué podía hacer él? Suspenderlo, y es lo que hizo.
Una buena parte de los sacerdotes llegaban al país presentándose como exfrailes, como frailes exclaustrados, mayormente procedentes de España o de Génova. Habían dejado las congregaciones y se habían pasado al clero secular. A algunos no había más que echarles una mirada de soslayo para comprender que los atraía la aventura, el deseo de hacer fortuna. A otros, para rápidamente entrever, en sus maneras elusivas, en sus palabras esquivas, en sus titubeos y efugios, en sus papeles corrompidos, ilegibles, incompletos, o lisa y llanamente adulterados, que venían escapando de algo o de alguien, huyendo de sus diócesis, acaso del hastío, pero más probablemente de algún superior, o quizá de alguna mujer despechada, que los requería, que los andaba buscando.
No era algo fácil de afrontar. A la curia llegaban las quejas ―siempre derivan finalmente allí―: los sacerdotes celebraban pocas misas, y se mostraban remisos respecto de los otros sacramentos. Todo lo hacían sin mucho fervor y preparación, eran descuidados para renovar los óleos sagrados, lo mismo que en el celo por la catequesis y la instrucción de los fieles. En muchos casos no se esmeraban en lo atinente a la indagación previa a un matrimonio, cuando se trataba de un extranjero, por lo que se presume que más de uno lo hacía en su condición de polígamo. Se decía que con dinero podía arreglarse todo.
Las quejas por la mala atención se multiplicaban, y muchos escándalos se producían en torno al abuso de estipendios de los sacerdotes, que imponían elevadas tarifas por los llamados ‘derechos de estola’: intenciones de misa, exequias, dispensas matrimoniales, de parentesco, de disparidad de culto… El vicario José Benito Lamas reglamentó los aranceles eclesiásticos, para poner un freno a estos excesos escandalosos, exponiéndose a las habladurías y comentarios maliciosos, debido a la fama de que gozaba, fundamentada o no, justa o injusta, de que él mismo era un pesetero, un hombre con cierta inclinación por el dinero.
Unos cuantos sacerdotes vivían entre asuntos mundanos, ocupados en negocios o actividades pecuarias, o de otra índole, errados y erráticos, visitantes ocasionales de sus parroquias, que constituían el último objeto de su dedicación, como un pasatiempo circunstancial y secundario. Su presencia pasaba inadvertida entre las cosas del mundo, también porque en general no usaban hábito eclesiástico. Cada tanto salía la noticia de alguno de estos sacerdotes nómadas radicalizado, que había abandonado a su feligresía. Pero claro, había algunos buenos sacerdotes, y hasta uno excepcional, que tendría que bailar pronto con todo este barullo.
Lamas recordaba en su carta a los párrocos que debían residir en sus respectivas parroquias, prestar dedicación al estudio de las Sagradas Escrituras, celebrar con unción la eucaristía, no celebrar solemnemente bautismos en casas particulares, y enunciaba otras observaciones relativas a las disposiciones litúrgicas caídas en desuso o en olvido. Él también invitaba a tomar distancia de las pasiones políticas, tan nocivas para el ministerio sacerdotal:
“Que en ninguno de vosotros ose asomarse el espíritu de partido, ni la intervención en cosas políticas: vuestra misión es la del Cielo”
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