Serie sobre las Hermanas del Huerto. Cuarta entrega, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
“Durante la epidemia, el Hospital de Caridad ofrecía un cuadro aterrador al par que enternecedor”, escribe el poeta Heraclio Fajardo en su libro Montevideo bajo el azote epidémico, publicado en 1857, en el mismísimo año de la fiebre amarilla.
Las camillas que conducían a las víctimas al Hospital ―recuerda― “cruzaban en todo sentido las calles de la ciudad, y los apestados que iban en ellas exhalaban ayes de dolor que estremecían hasta la última fibra de los transeúntes con un terror glacial, ¡indefinible!”. “Los carros fúnebres transitaban en todas direcciones, a todas horas del día y de la noche, cargados de cadáveres y en busca de estos, atronando el aire, perturbando el sueño agitado de la población y horrorizando el espíritu con su ruido monótono y peculiar que el oído percibía, o antes, presentía a cuatro y cinco cuadras de distancia”.
A la marcha habitual de la ciudad siguió “un silencio sepulcral, una soledad aterradora”. “La población como soterrada”. “La mayor parte había huido”. El pánico, “que se apodera de las masas en presencia de las calamidades”, había hecho presa en la población. “Pero Montevideo, la bella y desgraciada Montevideo, herida de muerte, tenía el derecho de exigir la presencia de todos sus hijos ante su lecho de agonía… ¡Y sus hijos huían, huían al par del extranjero, abandonándola al dolor, al sufrimiento, a la agonía!
Pero no huían todos, felizmente”.
La Iglesia de entonces, en lo que refiere a su organización institucional, era extremadamente frágil, pobre y pequeña.
En esta valiosa memoria sobre la peste ―que incluye el nombre, edad, oficio o profesión de unas ochocientas víctimas―, el autor ilumina con la luz de su palabra algunas figuras prominentes de aquella Iglesia naciente, carente de obispo, que apenas merecía el estatus de ‘vicariato’, y que contaba como cabeza a un sacerdote, con el título de ‘vicario apostólico’.
En primer lugar, se detiene a contemplar a dos sacerdotes que solían atender a los pacientes y moribundos en el Hospital de Caridad, el que hoy conocemos como Hospital Maciel, establecimiento sanitario al que eran derivados los afectados.
“Las salas destinadas a los apestados estaban cubiertas de camas, en las que aquellos se debatían contra la saña del flagelo, con las convulsiones de la agonía, desgarrándose el pecho con las uñas como para dar salida al fuego que los devoraba interiormente, y oprimiéndose la frente con las manos como para impedir que se partiese con los latidos del cerebro.
Al lado de aquellas camas, sobre cada una de las cuales fluctuaba un infortunado entre las ansias de la muerte y la esperanza de la vida, veíanse frecuentemente algunos hombres distribuyendo a los enfermos, al par de la medicina del cuerpo, la medicina del corazón y del espíritu ―palabras consoladoras llenas de unción y de fe, que vigorizaban el ánimo abatido del paciente y triunfaban muchas veces del germen deletéreo―, engendrando en oposición la energía de voluntad, o dulcificaban su agonía con la esperanza del cielo.
Entre esos nobles sacerdotes de la humanidad y de la fe distinguíanse dos hombres de un aspecto simpático y venerable, de una mirada dulce, triste y apacible. Su existencia parecía alimentarse y adquirir una resistencia sobrehumana con el fervor humanitario, pues raros instantes se les veía abandonar aquel teatro de dolor; y sin embargo, en sus pálidas mejillas, en su semblante desencajado pero radiante siempre de una bondad evangélica, notábanse profundamente marcadas las huellas de la abstinencia y el insomnio.
Veíaseles comúnmente al lado de aquellos que más sufrían, administrándoles muchas veces los medicamentos prescriptos, incorporándolos con sus brazos, recostándolos a su pecho, llenando todos sus deseos, respondiendo a todos sus gemidos con una palabra alentadora”.
Cuando alguno de los pacientes finalmente fallecía, continúa Fajardo, “cada uno de aquellos hombres doblaba una rodilla, se inclinaba sobre el cadáver y murmuraba en voz baja una oración. En seguida se levantaba, enjugaba con el dorso de la mano las lágrimas de su rostro y se dirigía al lecho de otro paciente a renovar sus desvelos”.
“Estos dos hombres beneméritos, estos incansables misioneros de la humanidad y apóstoles fervorosos del consuelo”, eran los jesuitas Luis Cots y José Sató, el superior de la Compañía en nuestro país.
Fajardo recordará luego a Santiago Estrázulas, párroco de la Matriz, y a Martín Pérez, párroco de San Francisco:
“Ocuparíamos muchas páginas con la conducta detallada de estos dignos ministros de la Iglesia. Por otra parte, ella es demasiado conocida del pueblo, para tener que recomendarlos a su aprecio y veneración.
Algunos de estos nobles sacerdotes no se limitaban al ejercicio de sus funciones religiosas; se despojaban muchas veces de su carácter eclesiástico para constituirse en enfermeros y sirvientes de los infelices a quienes llevaban los auxilios espirituales.
Uno de ellos hasta se puso una vez a desempeñar las funciones de cocinero de un oscuro matrimonio, postrado en cama por el flagelo, cuyos tiernos hijos se morían de hambre por no tener quien les preparase el alimento cotidiano!”.
Fajardo dedica un capítulo al vicario apostólico, José Benito Lamas, víctima también él de la epidemia, y que falleció el 9 de mayo, cuando, equivocadamente, todos pensaban que la peste se había batido ya en retirada, aunque solo simuló una pausa, para dar un último coletazo a los desprevenidos sobrevivientes de aquel Montevideo semivacío.
El vicario, señala Fajardo, “nos ha legado hasta en su muerte el más admirable ejemplo de devoción al deber y de consagración a la patria.
Mientras que gran número de las autoridades del país huían del peligro, abandonando su puesto de una manera ignominiosa y pusilánime, nuestro Vicario Apostólico permaneció firme en el suyo, desafiando la muerte en cumplimiento de su misión evangélica.
Si hubieseis permanecido en Montevideo durante el mayor auge del flagelo, le hubieseis visto a todas horas del día, y aun de la noche, cruzar por la ciudad de uno a otro extremo, llevando los auxilios de su noble ministerio a la cabecera del moribundo, a la morada del pobre, a toda parte donde era reclamado.
La última vez que lo vimos fue en esta noble tarea.
A sus años, cuando ya su cabeza estaba blanca, sus piernas enflaquecidas, sus fuerzas agotadas, ¡esto era grande, era sublime!
Varias personas respetables temían por su existencia, y trataban de morigerar, en bien de esta, su celo religioso; algunos hasta quisieron hacerlo salir de la ciudad. Pero él se resistió enérgicamente, hasta inclinar su frente venerable a los decretos de Dios”.
Las Hijas de María ―las Hermanas del Huerto― tienen dedicado, como era de esperar, su propio capítulo: “Los ángeles del consuelo”.
“Pero, ¿qué formas humanas son aquellas que corren de un lecho al otro, de una a otra sala ―de día, de noche, a todas horas―…?”; “¿Quiénes esas heroicas mujeres que desafían así los peligros de la muerte…?”.
Fajardo, en su condición de miembro de la Comisión de Caridad presidida por Juan Ramón Gómez, recuerda el encuentro ―al que él asistió―, el 1.º de diciembre de 1856, entre las ocho hermanas recién llegadas de Italia, la Comisión y los principales empleados del Hospital. Recuerda cómo fueron tomando posesión de cada sala, momento que Ramón Gómez aprovechaba para decir unas palabras, presentar al personal y a los enfermos del lugar. El acto concluyó con la distribución, de parte de las hermanas, de una pequeña medalla de la Purísima Virgen María a cada paciente, funcionario y autoridades presentes.
Pareciera que Dios “había esperado el arribo de estos ángeles a la ciudad condenada” para que se desatara el flagelo mortal. Fue entonces que todos pudieron ver el espectáculo que ofrecieron estas mujeres, “exponiendo su vida a cada instante”, “despojándose de todo género de escrúpulos, lidiando con los enfermos, respirando su aliento contagioso, pasando noches enteras a la cabeza de su lecho, y suavizando sus dolores con palabras de consuelo, con la balsámica unción de la esperanza y de la fe”.
El autor concluye que las Hermanas de la Caridad constituyen una de las instituciones más dignas del siglo XIX.
Por su parte, Juan Ramón Gómez prodigaba profusos elogios a las Hijas de María, elogios que fueron publicados en la prensa de Buenos Aires: “han sido y son objeto de las alabanzas de esta población”; “viven enjugando las lágrimas de los desgraciados, viven para cicatrizar heridas del cuerpo humano y social; en ellas no hay más interés que el bien”; llevan una “vida de abnegación completa”. “A los malos tratos [la hermana] responde con la sonrisa de la compasión; a las faltas de educación, con dulzura”.
La fama del Instituto de las Hijas de María Santísima del Huerto obligó a que vinieran inmediatamente a buscarlas. Y así, bien pronto, siguió la fundación de nuevas casas en distintas provincias de la Argentina.
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Bendiciones para ustedes, Hermanas!