Segunda entrega del ciclo sobre Dante Alighieri, a cargo del P. Gonzalo Abadie
La transformación y ascenso demográfico rampante de la ciudad, la progresiva inversión de la clase social que iría encaramándose en la cima del poder, sustituyendo a los históricos cabecillas de las nobles familias ―ligadas a la guerra, los castillos y la sangre― por los más elegantes, cosmopolitas y, sobre todo, ricachones hombres forrados en florines ―ocupados en los vastos territorios que ofrecía el novedoso juego de las finanzas, las casas bancarias, la usura y el comercio de la lana y de la seda―, imprimía un frenesí acezante en el ritmo de una Florencia que trepidaba ante los cambios sociales y políticos que inauguraban un destino tan pletórico de promesas como incierto, que aún se debatía entre inquinas políticas y rivalidades interminables que de tanto en tanto amenazaban con regar de sangre las calles, y que dejaba entrever ante los ojos de muchos una vida libertina y un auge del vicio que las formas tradicionales habían mantenido hasta entonces fuera del horizonte, o al menos fuera de la vista, y que ahora se hacía más difícil de contener, no solo porque comenzaban a mandar más los intereses del dinero, sino porque una gran ciudad no puede sustraerse a la cizaña que se mezcla en el trigo limpio. Las crónicas y documentos de la época conservan las denuncias y protestas ya no solo por el eventual olor hediondo que podía invadir ciertas partes de la ciudad ―la feligresía de una parroquia se vio obligada a mudar su fidelidad ante los efluvios nauseabundos que perturbaban una más sosegada participación en la liturgia, lo cual obligó al párroco a presentar sus reclamos a las autoridades municipales―, sino también por la multiplicación de ladronzuelos y descuidistas, de comerciantes abusivos, por la proliferación de hetairas entusiastas que buscaban avanzar sobre el espacio público y, especialmente, por ciertos desenfrenos nefandarios, cuyos devotos se ganaron incluso el apelativo de Florenzen en Alemania. Es posible que la alarma que acompañó los radicales trastornos que a la sazón se estaban produciendo en la ciudad influyeran en una exageración de los hechos y costumbres, pero ayudan igualmente a comprender el espíritu de contrariedad y estupor que marcó la existencia tumultuosa de los florentinos de la segunda mitad del duecento ―el siglo XIII―, entre quienes sobrevivía el ritmo social y religioso que estructuraba los grandes momentos de la vida personal y ciudadana con sus grandiosas liturgias que reunían multitudes en los bautismos, las bodas o las exequias, y sumergía a los creyentes en la cálida atmósfera de la fe, bajo el firmamento de la eternidad. Predicadores de gran prestigio y facundia podían mantener en vilo a un populoso auditorio durante seis o siete horas, subidos a un podio fuera de la iglesia.
Los hechos que refiere la historia de la ciudad, los sucesos aun espectaculares que se impusieron a la atención colectiva y expectación pública de entonces, las cosas que pasaban allí afuera en las calles de Florencia, no son suficientes para atisbar ni descifrar lo que está sucediendo en la vida de una persona, y menos la de alguien tan singular como Dante, quien ya a los cinco años había perdido a su madre, y que confiesa haber encontrado en Beatriz Portinari ―una niña que vivía en su mismo barrio de San Pedro, cuando la vio deslumbrado el 1.º de mayo de 1274, con motivo de las calendas de mayo, las fiestas por la llegada de la primavera, a la edad de tan solo nueve años―, la persona que cambió todo en él, porque lo hizo descubrir una vida nueva, inesperada, que fue creciendo más y más con el paso del tiempo, y que debió permanentemente reinterpretar. Beatriz murió a los 24 años, y eso debió representar un tremendo golpe para Dante, que tenía un año más que ella…
Escribe entonces su primer libro, la Vida nueva (Vita nuova), en el que va descubriendo al lector, en 42 breves capítulos, el desarrollo de esta historia de amor, y, sobre todo, del significado que ha tenido para él el encuentro con aquella joven mujer. No es una interpretación que Dante iniciara recién en este momento, porque ya había comenzado a hacerlo en los poemas y canciones que había estado escribiendo en los años previos, pero que todavía no había dado a conocer. Ha llegado la hora de ordenarlos, de glosarlos, enmarcándolos con breves comentarios en prosa, de buscar el sentido de los acontecimientos, el porqué de un amor tan grande y efímero al mismo tiempo. Y al mirar el camino recorrido, su historia concentra la memoria en un punto desde el que brota, o comienza, una vida nueva, su encuentro con aquella “de jovencísima edad”, “la gloriosa dueña de mi mente”, que hizo que empezara a temblar con tanta fuerza, como lo delataban las pulsaciones más pequeñas de su corazón. “Desde entonces en adelante… Amor se hizo dueño de mi alma”. El segundo encuentro, nueve años después, supuso para Dante la revelación de que ella también lo amaba. Apenas un saludo al cruzarse por veredas opuestas, tal vez un ademán, una sonrisa solamente, no sabemos, representaba entonces una declaración cuando se trataba de una mujer.
Las páginas que siguen en la Vida nueva no hacen más que describir cómo el amor de Beatriz lo fue cautivando, lo fue invadiendo, y de qué manera en su vida se agigantó el deseo de lo que ella había iniciado en él ―una vida que antes no se contaba entre las cosas experimentadas y que, precisamente por no ser conocida, tampoco entre las esperables―, de cómo el advenimiento de un mundo nuevo lo fue cambiando, llenando de una nueva emoción, de una comprensión inédita de la existencia, del sentido de la vida. Una enfermedad le hizo pensar a Dante en la fugacidad de la vida humana, le hizo presentir entre sueños o delirios o fiebres que algún día ella no estaría más, le hizo entrever su muerte ―que pronto sucedería―, y que eso sería como morir también él mismo (“Tú también morirás”, “Estás muerto”), le hizo contemplar un mundo ciego y frustrante en que el sol se oscurece y lloran las estrellas, “y los pájaros que volaban por el aire caían muertos”, y que es sacudido por “grandísimos terremotos”. Sin Beatriz no hay mundo, no hay Florencia, no hay nada, y se cumplen las lamentaciones de Jeremías: “¡Cómo está solitaria la ciudad populosa! Se ha quedado como una viuda la grande entre las naciones!”.
En su visión contempla el rostro de Beatriz, difunta, cubierto con un velo blanco, y «con tanto aspecto de humildad que parecía que dijese: “Estoy a punto de ver el principio de la paz”». Dante se ve mirando al cielo ―luego dirá, cuando llegue efectivamente la muerte de Beatriz, que Dios la llamó “a gozar de la gloria”― y diciendo en voz alta: “¡Oh, alma bellísima, qué bienaventurado es aquel que te ve!”. Dante desea ahora no solo su propia muerte, sino que su mirada se pierde en el destino final, el Cielo, adonde su señora es elevada. Si al comenzar la Vida Nueva, indicó poéticamente que “fue llamada Beatriz por muchos que no sabían que así se llamase”, es decir, que no habían descubierto que realmente podía esa muchacha despertar una felicidad grande como el cielo ―la beatitud―, poco antes de su muerte nos enteramos de que esta “nobilísima mujer” «llegó a tanta gracia entre las gentes, que cuando pasaba por la calle (“Caminaba ella coronada y vestida de humildad, no mostrando ninguna vanagloria”) las personas corrían para verla», y ante su cercanía, la gente bajaba la mirada, y muchos decían que Beatriz era “uno de los bellísimos ángeles del cielo». En fin, Beatriz obraba en Dante el milagro no ya de despertar el amor allí donde se hallaba dormido, sino donde ni siquiera existía en potencia, y que el solo deseo de verla, le hacía sentir que no tenía ya enemigos, y que encendía en él “una llama de caridad” que le hacía perdonar a cualquiera que lo hubiese ofendido. Eso es Beatriz para Dante, la mujer que le descubrió un amor más grande que ella misma, que alentó su deseo hasta las estrellas. La mujer que abrió en él la fuente del deseo infinito. Ahora Beatriz está en el cielo, y Dante quiere ir tras ella, quiere el Paraíso.
Y en las últimas líneas de la Vida nueva, declara su viaje: “que mi alma pueda ir a ver la gloria de su señora”, y confiesa haber tenido una nueva y maravillosa visión que no le permite ya hablar de Beatriz hasta que no pueda “tratar más dignamente de ella”. Lo que ha visto le impide seguir hablando. ¿Qué ha visto Dante? Y si Dios le concede tiempo ―y se lo va a conceder―, “espero decir acerca de ella lo que nunca fue dicho acerca de ninguna”. Dante se propone viajar al Paraíso. Buscará la manera de abordar dignamente su visión. Ahora conoce el contenido del paraíso: allí no está solamente Dios, sino que no puede haber algo tan alto sin las personas que amamos. Diez años después comenzará a escribir la Comedia.