Por Leopoldo Amondarain.
El cielo es el estado de las almas que están en plena comunión con Dios, y con todos aquellos que están junto a Dios. Así lo expresa el Catecismo:
“Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama «el cielo».
Al mismo tiempo, el Catecismo afirma una cosa que no hemos de olvidar, que es su inefabilidad. Esto quiere decir que no podemos conocer el cielo, tal como es, estando en la tierra. Así lo expresa con las siguientes palabras:
“Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso”.
San Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, llegó a afirmar: “Lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman”.
Por lo tanto, el cielo no lo ha visto el ojo, no lo ha oído el oído, y el corazón del hombre no lo puede imaginar. En este sentido, el cielo es una especie de fiesta sorpresa. El interesado no sabe nada, y alguien de su confianza lo entretiene, mientras que la casa se llena de sus amistades, hasta que llega y se produce la sorpresa. El cielo será la sorpresa más grande, porque el que la ha preparado es Dios.
El Catecismo también nos enseña que es preciso mantener cierta sobriedad al describir estas realidades, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Esto es una gran verdad, porque a todos nos gustaría poder decir como es, pero no podemos mientras estemos aquí en la tierra, de ahí que dicha sobriedad se imponga.
Una cosa que sí podemos decir, es que el cielo o paraíso es la meta para la que ha sido creado el hombre. Después, eso se realizará o no dependiendo de la libertad de cada persona, pero Dios quiere que todos vayan al cielo.
Solo cuando alcanzamos esa plenitud de luz, alegría y paz, que es lo que llamamos cielo, es cuando podemos decir que hemos llegado al término para el cual hemos sido creados, porque el proyecto divino es hacer partícipe al ser humano de la naturaleza divina.
El paraíso es el corazón mismo de Cristo en el que hemos sido amados por el Padre, y en el que amaremos al Padre con el mismo amor con el que el Padre ama al Hijo, es decir, con el Espíritu Santo. Por eso, en la tradición oriental, al Espíritu Santo se lo llama “el rey del cielo”. El cielo es amor, y el amor subsistente de Dios es el Espíritu Santo.
En relación al cielo podemos afirmar algunas verdades. En primer lugar que el cielo es la visión de Dios. “Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Juan 3,2).
Ver a Dios nos hará semejantes a él, porque la visión beatífica no consiste únicamente en una mirada llena de admiración ante un bello paisaje o una obra de arte. Por eso santo Tomás de Aquino afirma que los bienaventurados que ven a Dios son hechos deiformes. Esto quiere decir que aquellos que alcanzan la visión beatífica, es decir, la experiencia de ver a Dios en los cielos, experimentan una transformación en su ser, asemejándose a la naturaleza divina, o haciéndose «deiformes».
Otra afirmación que podemos hacer es que el cielo es la comunión perfecta con todos los que están en el cielo, es decir, los bienaventurados. Por eso es un lugar de reencuentros. Llegaremos al cielo y nos encontraremos con personas de las que hemos estado separados mucho tiempo.
Un gran número de los que amamos nos esperan en el cielo. Una inmensa muchedumbre de padres, hijos, y hermanos nos desean. Están seguros de su eterna salvación, pero inquietos todavía de la nuestra. Que alegría compartida el volvernos a ver y abrazarnos.
También el cielo es el lugar de las sorpresas, porque nuestro Señor nos presentará a las personas desconocidas a las que debemos alguna gracia, incluso quizá nuestra propia salvación. Y también a las personas para las cuales hemos obtenido nosotros algún beneficio espiritual. El Señor nos dirá: ¿te acuerdas de aquella situación tan desesperada en la que estabas y de la que pudiste salir? Bueno, se la debes a esta persona que estaba ofreciendo sus sufrimientos. O también nos dirá: ¿te acuerdas de ese pequeño sacrificio que hiciste? Sirvió para ayudar a tal persona que estaba con un problema.
Otra verdad que podemos decir es que en el cielo cada uno encontrará su verdadero ser. El Catecismo afirma:
“El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha”.
Y sigue diciendo: “En Él», aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17)”.
Recordamos el texto del Apocalipsis al que se hace referencia: “Al vencedor, le daré de comer el maná escondido, y también le daré una piedra blanca, en la que está escrito un nombre nuevo que nadie conoce fuera de aquel que lo recibe”. Ese nombre será nuestro verdadero ser, y lo tendremos en el cielo.
Un aspecto interesante es que aunque estamos en la tierra, podemos pregustar de algún modo el cielo. El evangelio de Juan dice: “El que cree en el Hijo tiene Vida eterna”. Vemos que Cristo habla en presente, no en futuro. La pregunta que surge es: ¿en qué se nota esto que dice Cristo? La respuesta es que se nota en el hecho que somos capaces de hacer sacrificios con alegría. Esto claramente supera la medida humana, ya que es divino, siendo una anticipación del cielo. Dar gracias, como hizo Cristo cuando fue a ser clavado en la cruz, es divino. Y cuando lo imitamos estamos pregustando el cielo.
El verdadero camino para conocer que es el paraíso es precisamente la vida profunda de gracia, en la que no solo no hay pecados graves, sino que uno se esfuerza para que no haya ningún tipo de pecado, ni imperfección, y la obediencia al Señor se vive con entusiasmo y alegría, porque es la manera de mostrarle a Dios nuestro agradecimiento, y de decirle que Él es nuestro amado.
Otra pregunta que nos podemos hacer es: ¿cómo vamos a existir en el cielo? La oración más común por los difuntos es: “Dale Señor el descanso eterno. Brille para él la luz perpetua. Descanse en paz. Amén”.
Estas palabras nos dan algunas pistas sobre cómo será la existencia en el cielo. Que haya “paz” quiere decir que en el cielo estaremos todos bien, todos reconciliados y no habrá ningún malentendido. Nadie nos caerá mal, porque habrá cambiado nuestra mirada. En el cielo recuperaremos la mirada llena de inocencia anterior al pecado, en la que todo es limpio, puro, y bueno. Como dice san Pablo en la Carta a Tito: “Todo es puro para los puros”.
Otra palabra que nos dice mucho es “descanso”. Oramos por nuestros difuntos diciendo: dales Señor el descanso eterno. La vida terrena es una peregrinación, ciertamente fatigosa, en la que no faltan dificultades y trabajos, como ya lo dijo el santo Job, y como todos experimentamos cada día. El cielo es el término al que deseamos llegar, y ese término es descanso, tal como afirma la Carta a los Hebreos, que recuerda que Dios nos ha hecho la promesa de entrar en su descanso. Por eso el Apocalipsis afirma: “¡Felices los que mueren en el Señor! Sí –dice el Espíritu– de ahora en adelante, ellos pueden descansar de sus fatigas”.
Otro aspecto que es importante mencionar es “luz” o “gloria”. La belleza de Dios, su gloria, nos envolverá por completo y nos transfigurará haciéndonos semejantes a él. Porque la vida cristiana es un dejarnos transformar por el Espíritu Santo. “Nosotros, en cambio, con el rostro descubierto, reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu” (2 Corintios 3, 18).
Otro rasgo es la eternidad. El cielo es la entrada del hombre salvado en la eternidad de Dios. Cómo la definió Boecio, la eternidad es la “posesión total, simultánea y completa de una vida interminable”. Así pues, lo eterno es esencialmente activo y vital, es una vida que subsiste en su misma plenitud, sin un antes ni un después, pero sin dejar de ser una vida.
Finalmente el cielo es “alegría”, que hace que la vida no nos pese, aunque esté llena de problemas. Así lo vemos en la anunciación, en donde el ángel saludó a la Virgen María diciendo: “alégrate”. En la visita de María a su prima santa Isabel, Juan saltó de alegría en el seno de su madre. En el Magníficat la Virgen proclamó: “se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”. Cuando Jesús empezó su ministerio público, Juan el Bautista exclamó:
“En las bodas, el que se casa es el esposo; pero el amigo del esposo, que está allí y lo escucha, se llena de alegría al oír su voz. Por eso mi gozo es ahora perfecto”.
El propio Cristo se presentó como portador de la alegría: “los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar”. Los discípulos se alegraron al ver resucitado al Señor. Y de los primeros cristianos se nos dice que tomaban el alimento con alegría. Y toda esa alegría alcanzará su plenitud total en el cielo.